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PANORÁMICAS

'Deadwood', el western echado a los cerdos

Después de tres temporadas, Deadwood fue cancelada. La agonía estuvo a la altura de lo esperado, dado el tono desgarrado, sucio, intenso, violento de esta serie que nos ha contado los avatares de un pueblo habitado por mineros, putas, sheriffs, políticos, asesinos en serie, alcohólicos (cualquier cosa menos anónimos), chinos, judíos, galeses..., repleto de barro, sudor, sangre, oro, mierda, lágrimas y whiskey.


	Después de tres temporadas, Deadwood fue cancelada. La agonía estuvo a la altura de lo esperado, dado el tono desgarrado, sucio, intenso, violento de esta serie que nos ha contado los avatares de un pueblo habitado por mineros, putas, sheriffs, políticos, asesinos en serie, alcohólicos (cualquier cosa menos anónimos), chinos, judíos, galeses..., repleto de barro, sudor, sangre, oro, mierda, lágrimas y whiskey.

Aunque prometieron que habría dos películas, que darían un digno final a los personajes y satisfaría a los yonquis que la seguían religiosamente, finalmente la HBO echó cuentas y decidió que le salía más rentable degollar discretamene a David Milch (el creador de la misma) y tirar su cuerpo a los cerdos. Desde entonces no se sabe nada de él. Y los fans, que compren el DVD en el que viene un documental (sic) en el que les explican el final de los personajes en el caso de que la serie hubiese continuado al menos una temporada más (encima, recochineo).

No seré yo quién llore por Al Swearengen y compañía. No se lo merecen porque son tipos sin perdón. De la estirpe de Liberty Valance, el Grupo Salvaje y, en general, los centauros del desierto que han cabalgado a través del huracán hacia el meridiano de sangre. Y las referencias a Clint Eastwood, John Ford, Sam Peckinpah, Monte Hellman y Cormac McCarthy están puestas a posta, claro, porque Deadwood es, además de una narración estupendamente articulada y desarrollada a través de una estructura coral, una summa de todo el western que ha sido desde que el cine, como espectáculo tal y como lo conocemos, fuera presentado al público por Edwin S. Porter en Asalto y robo a un tren (1903).

Ciento un años después, en 2004, la HBO emitía el primer capítulo de Deadwood, la historia de un poblacho de mala muerte en Dakota y en 1870, cuyos habitantes viven en la frontera entre la barbarie y la civilización, entre la ley del más fuerte y la ley del Estado que tan soberbiamente describiera John Ford en El hombre que mató a Liberty Valance. Solo que Ford nos contó la versión desde la perspectiva de Ramson Stoddard, hombre de leyes, y ahora Milch nos cuenta la historia desde la óptica de un émulo de Liberty Valance, asesino por convicción, en este caso, el lúcido, soberbio y absolutamente carente de escrúpulos morales Al Swearengen, que regenta un saloon que es también un burdel y que desde su terraza controla a todos y cada uno como el ojo insomne de Sauron. No se mueve una hoja, se ama o se asesina sin que él se entere y lo apruebe. Y no crean, estoy seguro de que una vez más la leyenda edulcora lo que fue el tipo en realidad.

Alrededor de Al Swearengen, uno de esos villanos magníficos, tan repugnantes como atractivos porque son la encarnación de una individualidad poderosa en estos tiempos de aborregamiento vital y domesticación colectiva, se van tejiendo una serie de alianzas entre otros protagonistas que tienen un trasfondo histórico, aunque transformados por la pluma maestra de Milch, desde los personajes de cera y leyenda en que se habían convertido, en personas de carne y hueso, capaces de contradecirse, amándose y odiándose a la vez, de luchar y rendirse al mismo tiempo. Así, Seth Bullock, Wild Bill Hickock, Sol Star, Juanita Calamidad o Wyatt Earp. Deadwood es un mal sitio para vivir y todavía peor para morir. Por eso de Sotogrande no harán una serie de televisión.

Hay quién se rasgó las vestiduras por la cancelación. A mí lo que me pareció prodigioso es que tuviéramos el privilegio de tener esos treinta y seis capítulos. Lo de la botella medio llena o medio vacía. Pocas veces la miseria física y moral ha sido fotografiada con tanto lujo y sofisticación.

Y el humor. Negro, negrísimo, sobre todo por lo que atañe al mencionado Al Swearengen, un personaje del calibre de Omar Little en The Wire, de Dwight Schrute en The Office, de Toby Ziegler en El ala oeste de la Casa Blanca. Un puntazo entre sardónico y tierno, entre brutal y astuto, de una agresividad a fogonazos solo matizada por una inteligencia a flor de piel, con una aureola carismática a prueba de crímenes e infamias. Uno de esos tipos que parecen vivir siguiendo la máxima de Horacio, una de las citas favoritas de Mario Noya:

Sólo es feliz aquel que puede decir: "Hoy he vivido".

Para las antologías de la series de televisión, siempre quedará ese diálogo de besugos que mantenía con el jefazo chino Mr. Wu, que no hablaba ni una palabra de inglés y con el que terminaba sistemáticamente intercambiándose interjecciones insultantes.

Al mismo tiempo, y como ya hizo Ford en El hombre que mató a..., Milch se ha atrevido a hacer de su poblacho en el salvaje Medio Oeste un resumen y un símbolo de la evolución de los Estados Unidos. Cuando John William DeForest postuló en 1898 que la obligación de todo novelista norteamericano sería tratar de dar cuenta de la realidad social de su país en toda su complejidad, no podía imaginar que semejante mandato no solo sería asumido por los escritores, sino por los narradores en imágenes. En este caso, las series de televisión han tomado el testigo estético de un imperativo ético que el cine hace mucho ha abandonado, por impotencia, frivolidad o simple incompetencia.

Truncada, incompleta, exigente, compleja, para la inmensa minoría –que decía Juan Ramón Jiménez–, para todos y para nadie –como gustaba de presentar sus libros Nietzsche–, Deadwood fue el síntoma de que la edad de oro de la televisión estaba terminando. El canto del cisne fue bello y terrible, sublime, antes de que le cortasen el cuello de un tajo.

 

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