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PANORÁMICAS

Wim Wenders juzga a América: la monserga de un bobo

Imagínense a Rambo. Imagínense a Amélie. Imagínense que Rambo descubre que Amélie es su sobrina. Que el excombatiente de Vietnam se encuentra paranoico tras el atentando del 11-S y se dedica a buscar con su furgoneta indicios de la preparación de un atentado, por parte de fundamentalistas islámicos, en las calles de Los Ángeles. La sobrina, inocente y virginal, recién llegada de Israel, trabaja en un centro religioso de acogida para pobres.

Imagínense a Rambo. Imagínense a Amélie. Imagínense que Rambo descubre que Amélie es su sobrina. Que el excombatiente de Vietnam se encuentra paranoico tras el atentando del 11-S y se dedica a buscar con su furgoneta indicios de la preparación de un atentado, por parte de fundamentalistas islámicos, en las calles de Los Ángeles. La sobrina, inocente y virginal, recién llegada de Israel, trabaja en un centro religioso de acogida para pobres.
Este es el punto de partida, en principio interesante por lo grotesco, de Tierra de abundancia, la última película de Wim Wenders estrenada en España. Con una estructura de road movie, rodada en apenas dieciséis días con vídeo digital, pone en imágenes las idas y venidas del veterano de Vietnam Paul (John Diehl) y su joven e idealista sobrina Lana (Michelle Williams), en primer lugar por las calles de Los Ángeles y, posteriormente, por las carreteras que circundan la metrópoli californiana, hasta llegar a Nueva York, a la Zona Cero. A través de paisajes de desolación, rurales y urbanos, pretende ser una metáfora del estado de ánimo norteamericano tras el atentado contra las Torres Gemelas (el título previsto era Angustia y alienación en América).
 
Un rumor corría por los canales cinéfilos: Wim Wenders había vuelto a hacer una buena película después de, aquí no había acuerdo, ¿diez años, veinte años? El director alemán irrumpió con fuerza con dos películas: El amigo americano (versión de la novela de Patricia Highsmith, 1977) y, sobre todo, París-Texas, con la que ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1984. Posteriormente vino su gran éxito de crítica y público: El cielo sobre Berlín (1987). Sin embargo, desde mi punto de vista, en esta película ya se apuntaban los rasgos que se iban a repetir en su filmografía: pretenciosidad intelectual, falta de imaginación en la trama, esteticismo vacuo, sopor argumental. En definitiva, banalidad encubierta de grandilocuencia.
 
Fue David Brooks quién definió a los bobosbourgeois bohemian– como los herederos de la contracultura del 68, que han mantenido una pose superficialmente rebelde pero se han entregado a la buena vida y al estilo de vida acomodado que supuestamente rechazaban. Lo que refleja a la perfección el carácter cinematográfico de las últimas películas de Wenders, narcisistas y previsibles.
 
Bajo una pátina de preocupación y compromiso con las banderas de lo políticamente correcto, Wenders trata a los pobres de su película como meros figurantes, reducidos a una caricatura y, lo que es peor, a ser sujetos pasivos del "buenismo" del director. El mensaje del film se representa en el pastor protestante de la misión a la que llega Lana, a través del cual y sus sermones Wenders pontifica explícitamente lo que es incapaz de articular con imágenes: un apoyo y un respeto sincero hacia los desfavorecidos, a los que no se aproxima realmente, protegido tras el objetivo de su cámara, tan cerca y, sin embargo, tan lejos. Quizás porque está demasiado preocupado para que sirvan a sus intereses propagandísticos.
 
Y es que se le podría aplicar a Wenders lo que Nando Salvá ha referido de los protagonistas de otra cinta alemana estrenada en estas fechas: Los edukadores, de Hans Weingartner: "Militantes de diseño que usan eslóganes facilones para realizar una protesta disfrazada de arte disfrazado de política".
 
Y es que, sobre todo, Tierra de abundancia es una película política, realizada a partir de la indignación que sintió Wenders ante la reacción mayoritaria en América después de los atentados del 11-S. Claro que, según él, el pueblo norteamericano está siendo manipulado por George Bush y su séquito neoconservador. El resultado sería el establecimiento de un estado paranoico en la sociedad para que éstos puedan realizar sus planes de dominación mediante la supresión de las libertades con la excusa de la seguridad (por supuesto, no puede faltar la broma de rigor sobre el presidente norteamericano. Y el sentido del humor no es una de los dones con los que ha sido bendecido Wenders).
 
Frente a ello, la película plantea una propuesta naíf en la que mediante el diálogo, la ingenuidad, la candidez y el simplismo moral (es patética su tramposa escenificación de la escena en que Lina trata familiarmente a un mendigo, el cual le echa en cara la superficialidad de su trato) se pretende alcanzar una armonía universal, en la que reine el buen talante.
 
A diferencia de otros europeos que han analizado con rigor, lucidez y profundidad los Estados Unidos, de Alexis de Tocqueville a Vladimir Nabokov pasando por Fritz Lang, Wenders se sitúa en el bando de los que, autoerigidos en una posición de superioridad moral, se dedican a deplorar que los Estados Unidos no sean Europa, recorriendo los lugares americanos para confirmar a cualquier precio sus prejuicios (según Wenders, "existe una enorme pobreza en América. No sólo física, sino cultural, espiritual y política". Y durante la película se afirma que "Los Ángeles es la ciudad más hambrienta de América". Un caso más entre los europeos que, con un abrumador desconocimiento de los datos y los hechos, contemplan la paja en el ojo ajeno).
 
La politización del arte es la antítesis, precisamente, del arte con connotaciones políticas. En el segundo los valores estéticos son la dimensión principal, a los que se someten subordinamente las opciones políticas, de lo que resulta una complejidad artística, moral y política de alcance (como en las últimas películas de Eric Rohmer, La inglesa y el duque o Triple agente). Y es que, como sostenía W. G. Sebald, el arte se debe hacer con la cabeza, no con las vísceras.
 
Pero la indignación que sentía Wenders, las ansias que tiene de gritar su verdad al mundo, le obnubila el sentido (auto)crítico y se cree con licencia para marcar al espectador la senda de un mensaje, por lo demás, simplista. En vez de un método oblicuo que permita al espectador tomar una posición libre ante los hechos, Wenders fuerza a éste a mirar en una dirección (como en el último movimiento de cámara) de una manera impositiva. Así sólo logrará que comulguen con él los de su propia secta.
 
Wenders cae de lleno en la acusación que él mismo hacía al director de El hundimiento de realizar una película inmoral, desde el momento en que instrumentaliza a las víctimas del 11-S para justificar su punto de vista (táctica que explícitamente censura en la película; aunque, naturalmente, al parecer sólo para aquellos que se encuentran en la trinchera opuesta). Una repugnante utilización de las víctimas puestas al servicio de sus intereses propagandísticos; lo cual no es de extrañar en quien, como Wenders, considera Farenheit 9/11 "importante, en cierto sentido, como un vehículo de información (¡?) y un instrumento político".
 
Psicológicamente todos los personajes de la película resultan inverosímiles, unidimensionales, moviéndose para satisfacer las previsibles ocurrencias del director, que no duda en hacer irrelevantes y recurrentes autocitas, por ejemplo a su anterior película.
 
A través de la paranoia del ex boina verde lo que Wenders está retratando es precisamente su propia paranoia, que le hace caer en esa enfermedad tan típicamente europea que es el antiamericanismo. Su, por otro lado, evidente fascinación por la cultura norteamericana le mantiene en un estado de confusión que termina por afectar a una película que si es plenamente europea es por su falta de imaginación y de propuestas argumentativas.
 
Especialmente deplorable resulta el uso de la banda sonora, un mixtura de fragmentos pop cortados abruptamente y que subrayan redundantemente el estado de ánimo de los protagonistas. Únicamente en las secuencias finales Wenders permite que una de las canciones respire libremente: la extraordinaria Land of plenty de Leonard Cohen. Brillantemente ilustrada, podría ser un videoclip realizado con buen ojo, en el que destaca el impresionante paisaje natural y urbano de EEUU.
 
Sólo entonces, tras casi dos horas de soporífera investigación de la nada, es cuando Wenders permite que la atracción que siente hacia ese país se sobreponga a sus prejuicios. La película alcanza entonces cierta belleza: la bandera de las barras y estrellas ondeando vibrante al viento, las rectas carreteras perdiéndose en el horizonte, los rascacielos neoyorquinos alzándose hacia el cielo, mientras la huella imborrable de las Torres Gemelas destaca por su ausencia.
 
 
Tierra de abundancia. Director: Wim Wenders. Intérpretes: Michelle Williams, John Diehl. Guión: W. Wenders, Michael Meredith. 118 min. Calificación: Insufrible.
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