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MEMORIAS ERRÁTICAS

Un vídeo y otros líos en Basilea

Segundas partes nunca fueron buenas, y la del Quijote y alguna más son excepciones al refrán. Ignorando la advertencia, decidí dejar Berlín y su estallido primaveral y marchar a Basilea. En aquellos tiempos yo me tenía por una artista errante, aunque más bien era errática, y andaba a la busca de materia a la que aplicarme.

Segundas partes nunca fueron buenas, y la del Quijote y alguna más son excepciones al refrán. Ignorando la advertencia, decidí dejar Berlín y su estallido primaveral y marchar a Basilea. En aquellos tiempos yo me tenía por una artista errante, aunque más bien era errática, y andaba a la busca de materia a la que aplicarme.
No dudé de que si Jan se proponía hacer una película la haría, y me apunté al proyecto. Durante un año no habíamos tenido contacto alguno, las discordias se habían olvidado, y parecía que aquí paz y después, gloria.
 
De Berlín aún saqué una última ventaja, y fue aprovecharme de los flexibles márgenes de la asistencia sanitaria alemana. En el Tropen Institut me hicieron una revisión para ver si guardaba algo, en forma de parásitos o virus, de la estancia sudamericana. No había nada, pero descubrieron que había tenido enfermedades de las que no había llegado a enterarme. Estando allí, un africano que no entendía el alemán me pidió que le ayudara a rellenar su ficha. Ante la casilla "alcohol", el hombre respondió: "Me gusta el whisky".
 
Para abaratar el viaje recurrí a una de las agencias que ponían en contacto a personas que iban a salir de Berlín en coche y querían llevar lastre que compartiera los gastos de gasolina. En un vehículo cargado de desconocidos salí de Berlín, pasé otra vez por la carretera que cruzaba el Este, y en la que no se podía parar salvo en los lugares prescritos, y llegué a Freiburg. Un tren antiguo y lento me condujo a Basilea.
 
Jan tenía habitación en una casa de la Feldbergstrasse, que yo ya conocía. Era una casa de dos pisos, con jardín trasero, y habitada por estudiantes de Bellas Artes. Pero la película requería concentración y nos mudamos a otra, que alguien dejaba en realquiler mientras marchaba de vacaciones. No pocos suizos jóvenes trabajaban seis meses y luego se iban a viajar otros seis. Ganaban lo suficiente para eso, y cuando volvían encontraban enseguida otro empleo.
 
Imagen tomada de www.teresitaproductions.com.Primero había que hacer un corto. Si éste le gustaba al que ponía la pasta, podría hacerse el largometraje. ¿De qué iba? Buena pregunta. Jan quería recrear nuestro viaje con los coches de segunda mano por el Sáhara. Pero mezclado con una trama policíaca. Había un laboratorio, un ir y venir de maletines, citas misteriosas y encuentros con argelinos. Además de los avatares de la pareja protagonista, que no eran menos enigmáticos. Por las mañanas, en la terraza de la vivienda, que era un ático, yo trataba de poner algo de orden y concierto en aquella melopea escribiendo un guión y unos diálogos. Pero creo que con eso la historia, si así podía llamarse, empeoraba.
 
Luego estaban los actores, que Jan había escogido entre sus conocidos. Silvana iba a ser la chica. Era una pintora de la Suiza italiana. La primera vez que la vi, en Berlín, tenía la cabeza prácticamente metida dentro de una estufa; era para intensificar el efecto de la henna con la que daba reflejos rojizos a su melena negra. Para sus pinturas usaba sangre, que iba a recoger al matadero de la ciudad. Era una chica simpática, que vivía por temporadas de sus amantes. El protagonista masculino, Christopher, andaba también en el arte y trabajaba en una tienda del Ejército de Salvación. Él me había conseguido unos botines recios, con los que había pateado por Perú y Ecuador. Y el personaje de los maletines era Jim, un suizo-americano-filipino que, por su aspecto, daba el toque exótico a la intriga.
 
Había más actores, y yo también debía actuar, aunque sólo en una escena, interpretando a una nativa del país donde todo aquello, fuera lo que fuese, debía ocurrir. Pero todos, y el propio director del cotarro, hicimos por mandato de éste un cursillo acelerado para sacar de alguna parte nuestras dotes de actor. Algunos habíamos hecho algo de teatro, pero no éramos por ello actores; sólo habíamos estado sobre un escenario recitando un papel.
 
Eso lo comprendí durante aquel curso. El instructor, él mismo director de teatro, nos encerró un fin de semana y nos hizo sufrir. Bueno, no siempre. Por ejemplo, era agradable soltar, con toda la potencia posible, los sonidos de todas las vocales, uno a uno, hasta que se quedaba uno sin aire. Pero crear de improviso un personaje, en un pispás, y actuar como tal, ya hacía sudar, sobre todo porque el jefe no tragaba a menos que, en efecto, se dejara uno poseer por la tal criatura de ficción, por horripilante que fuera.
 
Imagen tomada de www.estudiosgala.com.El curso fue más trabajoso que hacer el corto, aunque llevó muchas horas filmar las pocas escenas de que se componía el invento. Una vez hechas, todo el mundo se puso muy contento, aunque nadie sabía qué iba a salir de allí. No se iba a saber hasta que se hubiera hecho el montaje. Jan colaboraba con una cooperativa de vídeoproducciones que tenía sus estudios en un centro cultural de Basilea. Y en ellos nos encerramos él y yo para visionar y montar el artefacto.
 
Durante varios días nos dedicamos a editar el vídeo filmado. Llevamos los sacos de dormir y no salimos salvo para tomar algo en el bar que allí mismo había. De tanto ver las escenas, todas nos parecían largas. Un segundo de imagen era, a veces, excesivo, y cortamos y cortamos hasta que quedó algo que nos gustaba, pero que debía de resultar ininteligible. Así se envió al que debía financiar el largometraje.
 
Y después de la acción, el vacío. Con una cámara de Jan me dediqué a hacer fotos por Basilea. Los de la cooperativa preparaban un proyecto artístico, consistente en tapar por un día todos los letreros de la ciudad, al estilo Christo. Yo, con menos ambición, instalé una cámara con trípode en un puente, esperaba a que pasara gente y cuando miraban hacia el objetivo hacía la instantánea. Así me entretenía y me alejaba de la convivencia con Jan, que volvía a ser difícil.
 
También recurría a la compañía de la gente que vivía en la Feldbergstrasse, donde se organizaban cenas y fiestas nocturnas. Había en la casa lo que llamaban die Musikzimmer, un cuarto donde había un piano, una batería, guitarras eléctricas y algún instrumento más. Los que sabían tocar algo, y los que no sabíamos también, nos metíamos allí para unas jam sessions que sacaban de quicio a los vecinos. Alguna vez vino la policía para obligarnos a cerrar el chiringuito, al menos, por aquella noche.
 
El verano se aproximaba y los estudiantes de la casa se disponían a marchar de vacaciones. Iban a quedar por un tiempo algunas habitaciones libres. Jim, que era de Ginebra, me dijo que podía ocupar la suya si quería. Y allí me trasladé, para separarme de Jan. Algunos amigos trataron de mediar entre nosotros, pero habíamos llegado al cabo de la calle. Y me dispuse a pasar un verano agradable en una Basilea que desplegaba sus encantos en su paseo junto al Rin, su zona medieval y sus parques y bosques cercanos, junto a las altas chimeneas de las grandes fábricas de la industria química y farmacéutica.
 
 
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