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MEMORIAS ERRÁTICAS

Un preso y dos surfistas en el Sáhara

Estábamos en un bar en aquel inhóspito poblado llamado El Golea, tratando de que nos dieran algo comestible, cuando aparecieron varios uniformados y un extranjero. Por un momento, pensamos que era un soviético de los que andaban por Argelia en la época como asesores. 

Estábamos en un bar en aquel inhóspito poblado llamado El Golea, tratando de que nos dieran algo comestible, cuando aparecieron varios uniformados y un extranjero. Por un momento, pensamos que era un soviético de los que andaban por Argelia en la época como asesores. 
Pero su aspecto depauperado lo desmentía. Además, nos dirigió la palabra en cuanto nos vio. Al saber que Jan era compatriota se entusiasmó y, tras un coloquio con los guardias, se vino a nuestra mesa.
 
Por fin iba a hablar alemán; creía que se le había olvidado. Pues aquel hombre pálido y enflaquecido que se llamaba Helmut Schmidt, como el canciller, estaba preso en una cárcel argelina en el Sáhara. Le habían sacado de ella para trasladarle a otra.
 
Schmidt había vivido en Ghana, el país al que queríamos dirigirnos una vez que vendiéramos los coches. Nos lo pintó tal como imaginábamos que era. Poblados al borde del mar junto a las playas, hombres dedicados a la pesca… Pero en esa calma había irrumpido el trueno de un golpe militar, tan común en los países africanos. Había sido un teniente, Rawlings de nombre, y era aquel su segunda intentona en pocos años.
 
El tipo nos había parecido simpático desde Europa. A Helmut no se lo pareció. En cuanto olió la escabechina, decidió marcharse. El teniente había anunciado expropiaciones, y temía que le quemaran a él con su propiedad, que consistía, y eso nos hizo reír, en una plantación de guindillas.
 
En su avioneta, salió en dirección a Alemania sin darse tiempo a ver cómo las gastaban los golpistas. Tanto se apresuró que cuando sobrevolaba Argelia se dio cuenta de que flojeaba el combustible. Pidió permiso para aterrizar y lo hizo en un aeródromo del Sáhara. Y allí le ocurrió, a lo grande, lo que a nosotros en la frontera. Los argelinos desmantelaron la avioneta. En el minucioso registro descubrieron que dos estatuillas de madera llevaban en su interior sendos paquetes de marihuana. No mucha, pero cualquier cantidad bastaba para empapelarlo.
 
Helmut decía que él nada sabía de que aquella yerba que llevaba de macuto. Las estatuillas se las había dado una alemana amiga suya, con el encargo de dárselas a otro. No descartaba que los argelinos se la hubieran colocado. En aquellas circunstancias, no íbamos a ponerle peros a su historia. Estaba en la cárcel desde que le pillaron, y de la celebración del juicio, ni palabra. La vida carcelaria era deleznable, había pescado varias enfermedades, pero aún mantenía el ánimo. No se llevaba mal con los guardias, que le dejaron de buen grado con nosotros mientras se daban una vuelta, quién sabe para qué, pues allí no había nada. No había riesgo de escapadas en el desierto.
 
Poco podíamos hacer por él, aparte de desearle que la cárcel a la que le llevaban fuera mejor que la anterior. Él confiaba en que así fuera. No podía ser peor. Aunque más que su propio calvario le dolía el de su avioneta, que imaginaba calcinándose al sol del desierto, vacía ya de todo cuanto le hubieran ido birlando.
 
Entre El Golea y Ain Salah seguimos la rutina que imponía el calor. Se me hacía agotador conducir al mediodía, así que parábamos, y si no encontrábamos otra sombra nos acogíamos a la que daban los coches. Había que aprovechar las primeras y las últimas horas de luz para avanzar. El agua debía usarse con prudencia por si se quedaba uno tirado, algo previsible con nuestros coches. Para mantenerla fresca, la cantimplora iba colgada en el exterior. En mi coche ponía con frecuencia la calefacción para evitar que se recalentara el motor, y apenas notaba la diferencia. Íbamos tapados para evitar que el sol nos diera en la piel y en la cabeza. Justo lo contrario que William.
 
Le conocimos después de Ain Salah, donde había, para nuestro asombro, un hotel con piscina. Vimos aparecer un coche, un turismo como los nuestros, con una vela de surf desplegada sobre el techo, y nos preguntamos quiénes serían aquellos chalados. Eran William y su hermano Christophe. Tenían que ser británicos. Aunque luego resultaría que su excentricidad se limitaba a la vela y a que Christophe, que era un fan de los grupos punkies, sin venir a cuento se ponía a recitar sus nombres, a cada cual más desternillante.
 
Llevaban un trasto british, un Rover tipo ranchera baqueteado, y el tinglado del windsurf era para después, para cuando llegaran a la costa, que tanto podía ser la nigeriana como la sudafricana. Aún no lo habían decidido. William ya estaba cogiendo color, un encendido rojo, por adelantado, a base de andar en shorts y sin camiseta bajo el sol sahariano.
 
Decidimos unir las dos expediciones y circulamos juntos una buena parte del camino siguiente. El trecho hasta Tamanrasset era el más largo de todos, y hubo que hacerlo por etapas. Una tarde acampamos en una zona donde había algunas plantas con un fruto parecido a los calabacines. Encantada de encontrar verdura fresca, recogí algunos y los cociné, contra la opinión de los demás. Por desgracia, eran muy amargos. Descubrimos que una hoja de bacalao que llevábamos entre las provisiones, pese a haber ido colgada fuera, se había echado a perder. El calor no perdonaba.
 
Todo el tiempo sentíamos necesidad de beber, pero había que contenerse. William lo hubiera dado todo, hasta la tabla de surf, por una Coca-Cola fría, pero aquello era un sueño tan lejano como la costa. Un solo chiringuito encontramos en aquel trayecto. Parecía una chabola, casi cubierta por la arena, en medio de la nada, y tenía para beber té caliente y muy dulce. Sus clientes debían ser los camioneros y los tuareg, en cuya zona ya habíamos entrado.
 
La Transahariana seguía siendo el punto de referencia, pero circulábamos por sus aledaños, usando las pistas marcadas por las huellas de otros coches. Veíamos dunas, pero aún no tendríamos que atravesar ninguna. La arena, en la mayor parte del trayecto, era dura y con piedras, aunque pasábamos por zonas donde la recubría una capa de arena polvorienta. Convenía detectarlo enseguida, pues existía el peligro de patinar y volcar. Daba la impresión de que el coche iba levitando sobre el suelo. Aquí y allá, algunos esqueletos de vehículos, negros por efecto del sol, nos recordaban que había que ser prudentes.
 
Cuando las montañas del Hoggar se perfilaron en el horizonte, Jan y yo decidimos acercarnos para echarles un vistazo. Ahí nos separamos de los ingleses, que querían ir más de prisa hacia la Coca-cola fría y la costa. El mar de arena, que había sido una vez un mar de agua, se hacía largo y penoso. Había que ser un tuareg para aguantarlo. Pronto veríamos a alguno.
 
 
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