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MEMORIAS ERRÁTICAS

Un invierno berlinés

Voilá, la vieja Europa y la anciana España. Y mi antigua vida. Baste decir, para el caso, que la realidad y el deseo divergieron una vez más. Llegué a Madrid en primavera y en otoño estaba en Berlín. Primero en el Oriental, adonde me había llevado un viaje de los que organizan las embajadas para ganarse simpatías en los periódicos. Después, en el Occidental, donde estaba Jan. Llegué con ánimo de hacer sólo una visita, pero la estancia se fue alargando. En un piso de Kreuzberg con vistas a las vías del metro empezó a tomar cuerpo la idea de otro viaje, y al cabo decidí no regresar a España y dejar definitivamente mi trabajo.

Voilá, la vieja Europa y la anciana España. Y mi antigua vida. Baste decir, para el caso, que la realidad y el deseo divergieron una vez más. Llegué a Madrid en primavera y en otoño estaba en Berlín. Primero en el Oriental, adonde me había llevado un viaje de los que organizan las embajadas para ganarse simpatías en los periódicos. Después, en el Occidental, donde estaba Jan. Llegué con ánimo de hacer sólo una visita, pero la estancia se fue alargando. En un piso de Kreuzberg con vistas a las vías del metro empezó a tomar cuerpo la idea de otro viaje, y al cabo decidí no regresar a España y dejar definitivamente mi trabajo.
LA REVOLUCIÓN ES LO ÚNICO IMPORTANTE (en un edificio de Kreuzer)
A la vuelta de Asia, Jan había reorientado su atención hacia el continente africano. Los africanos eran la repanocha. Había que ir allí. ¿Cómo? Con nuestra propensión a complicar lo fácil, no se nos pasaba por la cabeza comprar un billete de avión y ponernos de una tacada en Lomé, capital de Ghana, país que nos intrigaba. No. Lo suyo era comprar un coche de segunda mano, atravesar el Sáhara y plantarse así en las inmediaciones del corazón de África. Y no porque quisiéramos encontrar las tinieblas que había palpado Joseph Conrad casi cien años antes. Nuestra idea de África iba por derroteros más alegres.
 
Existía un tráfico informal de coches de segunda mano entre Europa y el África subsahariana. El business consistía en comprar aquí, conducir hasta allí y vender. Los países con más demanda eran los de la costa occidental, como Togo, Benín, Níger y Nigeria. Se trataba de un comercio que cualquiera podía hacer, siempre que llegara con el vehículo sano y salvo. Pensamos que la venta del coche nos serviría para financiar el viaje y continuarlo. Era un plan perfecto. Decidimos que lo mejor sería comprar dos coches, uno para cada uno. Era lo más sensato en nuestro caso.
 
El Sáhara.Los vehículos debían aguantar el trote por pistas y ser de marcas conocidas –y averías reparables– en los países por los que circularíamos. Ello nos condujo a los Peugeot. En Alemania había un gran mercado de coches de ocasión. Pero pasaron semanas hasta que encontramos un trasto aceptable: un 504 blanco, ranchera, 12 años de edad y los bajos oxidados, algo inevitable en Berlín. Bien. Ahora faltaba el otro. Y nos costaría aún más encontrarlo.
 
Fuimos en su busca hasta Hamburgo, para lo que atravesamos las misteriosas y desoladas tierras de Alemania Oriental por una autopista en la que sólo se podía parar en ciertos sitios y de la que no se podía salir. Pero no aparecería allí, sino en Berlín, el animalito: otro 504, ranchera, azul, un bonito azul, edad menos provecta, buena apariencia. Ambos tenían defectos que descubriríamos más tarde.
 
Del tour en busca del coche, regresé a Berlín con fiebre. El embate de aquel virus, o del frío que empezaba a hacer en Alemania, para el que no estaba yo pertrechada, me tumbó. La vivienda de Kreuzberg era una nevera. Una estufa de carbón y leña impedía que salieran témpanos de hielo, pero poco más. Así que me declaré enferma durante gran parte de aquel invierno que, para terminar de fastidiar, batiría récords de frío.
 
Cuando empezaban a fundirse los hielos cambié de vivienda. La nevera con vistas al metro era tenebrosa. Jan había vivido antes en una de las casas ocupadas de Kreuzberg, al lado mismo del Muro, y en aquel piso, que había sido un taller y tenía grandes ventanales, su cuarto seguía libre. Yo me fui allí y él se quedó en la casa desolada. Con más luz, tranquilidad y calor, me fui recuperando.
 
La Wohngemeinschaft del piso se hallaba en fase de dispersión. Una wegué, como se le llamaba para abreviar, era un grupo de personas que compartían vivienda y trataban de formar una comunidad a caballo entre la familia y la pandilla de amigos. En los momentos álgidos de la ocupación de casas había tenido aquélla, junto a las del resto del edificio, sus instantes de gloria. En los enfrentamientos con la policía, más conocidos como die Bullen, y en actividades no tan violentas. Jan había fundado entonces un grupo de rock, y en uno de los conciertos, allí mismo celebrados, había estado a punto de electrocutarse con la guitarra eléctrica.
 
Uno de los más célebres tramos del Muro de Berlín: Breznev y Honecker, besándose con pasión.El nombre de aquel grupo había sido Kaos m-l, que expresaba la filosofía de los ocupas berlineses, si bien mis amigos no respondían al estereotipo. Todos los de aquella wegué estudiaban y trabajaban. El taxi era una ocupación preferida. En cuanto a ideología, andaban más cerca de la acracia que de otra cosa. Aunque había en Berlín Occidental un ramal maoísta de cierta envergadura, cuyo líder había tenido el honor de entrevistarse con el propio Gran Timonel, en China. O eso decían.
 
La movida de las casas ocupadas estaba entonces, finales del 81, en declive. Pero el espíritu antisistema y acratoide pervivía. Y perviviría. Allí, entre las viejecitas coquetamente vestidas que acudían a los salones de té rococós y paseaban por la Kurfürstendamm, donde el gran almacén KadeWe (Kaufhaus des Westen) exhibía ante las narices del comunismo el esplendor del capitalismo, andaban los desastrados hijos, sobrinos y nietos del mayo del 68. Los jóvenes alemanes que querían librarse de la mili se habían ido en masa a Berlín, donde se gozaba de exenciones diversas.
 
En el Oeste apenas se acordaba uno de que al lado había otro planeta. Y ello a pesar del Muro, con el que se tropezaba con frecuencia. Casi estaba más presente la guerra, recordada por las ruinas que quedaban en pie, como la iglesia Gedächtnisskirche, los restos del Anhalter Bahnhof y los solares vacíos, el mayor de los cuales había sido otrora la Potsdamer Platz, que había acabado como terreno para un gran mercadillo, tipo Rastro. Y a todas estas excepcionalidades berlinesas se añadían los turcos, que habían anidado en el barrio de Kreuzberg y montaban allí sus mercados al aire libre.
 
Mientras yo convalecía, Jan había intentado reparar algunos agujeros que nuestros coches exhibían en los bajos y conseguir los pertrechos básicos que requería la travesía del desierto. Había que llevar bidones para almacenar gasolina, palas para el caso de embarrancar en la arena, planchas metálicas para salir del mismo apuro, recipientes para el agua, comestibles…Y también queríamos llevar fruslerías que pudiéramos vender por el camino para ir financiando nuestros gastos. Por no hablar de los visados. Habíamos pensado atravesar el Sáhara en invierno, pero llegó abril y aún no estaba todo listo.
 
 

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