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MEMORIAS ERRÁTICAS

Un billete La Habana-Kingston-Lima

Hacia el otoño del 83 Jan encontró barato, barato un billete de avión hacia el Caribe y los Andes, y me hizo saber que se disponía a comprarlo. Había pasado un año desde nuestro regreso de África. En ese lapso habíamos vivido en Heidelberg, Basilea, Berlín y Vigo, y yo había tenido la ocurrencia de presentarme al examen de ingreso en la academia de cine y televisión de Berlín.

Hacia el otoño del 83 Jan encontró barato, barato un billete de avión hacia el Caribe y los Andes, y me hizo saber que se disponía a comprarlo. Había pasado un año desde nuestro regreso de África. En ese lapso habíamos vivido en Heidelberg, Basilea, Berlín y Vigo, y yo había tenido la ocurrencia de presentarme al examen de ingreso en la academia de cine y televisión de Berlín.
Incontables edificios habaneros están en ruinas (www.neoliberalismo.com)
Una fotonovela que pergeñé y algún texto acompañante consiguieron despertar el interés de aquella casa; y allí fui. Era una ocasión para enderezar mi errático rumbo y dedicarme a algo de provecho; bueno, es un decir.
 
Fuera como fuese, no fue. Me equivoqué de trenes y llegué un día tarde al inicio del examen. Hube de manejar el superocho por primera vez para hacer un corto, y la mejor toma la protagonizaba un pescado; tenía que dirigir a unos actores, y les hice representar una escena sin pies ni cabeza, escrita sobre la marcha. Un desastre, aunque para mi inexperiencia no resultó tan mal la cosa, a mi juicio. Pero los alemanes no tragaron del todo. Lo mío era interesante y se insertaba en la línea de Buñuel, dijeron tomándome en serio, cosa que me asombró. Ahora bien, ¿no era mejor que estudiara cine en España? Tenía su lógica. Preferían acoger a alumnos alemanes y del Este europeo. Mi lógica iba por derroteros menos razonables.
 
Jan se había instalado en Basilea, donde se proponía colaborar con una cooperativa dedicada al vídeo, y yo, tras ires y venires varios, había hecho escala en Vigo. En un arrebato de desesperación le escribí a mi viejo amigo Yas, en Japón, para pedirle informes sobre un monasterio zen, asunto sobre el que él tenía experiencia. Me advirtió de que la vida en esos lugares era espartana y, tras responderle que no me preocupaba tal cosa, me dijo que fuera cuando quisiera.
 
En esas, se apuntó Jan al billete aquel. Cubana de Aviación era la compañía, y ofrecía como destinos La Habana, Kingston y Lima. La capital cubana sería una escala breve para cambiar de avión, pero las otras dos quedaban abiertas. Hasta un año había de plazo para utilizar el regreso. La ruta hacia el Oeste no me entusiasmaba, pero me venía a la puerta. Y aunque el viaje no era regalado, tampoco drenaba tanto mis ahorros. Así que cambié el monasterio zen por la excursión americana. Poco me importaba hacia dónde ir, siempre que no fuera al Sáhara, recién padecido, y que estuviera lejos, en kilómetros y en espíritu.
 
Berlín era el punto de partida de aquel vuelo trasatlántico. Como solía ocurrir, Jan y yo no coincidíamos en los tiempos. Él quería despegar cuanto antes, y tras hacer algunos cálculos quedamos en Kingston. Así que subí yo sola al avión de Cubana en el aeropuerto de Berlín Oriental. Y me admiré, no sé si yo sola, de que aquel aparato tuviera licencia para volar. Esperaba que únicamente fuera en el interior donde se manifestara el deterioro, pero cuando se retrasó la salida por avería empecé a sudar. Pasaría las primeras horas del vuelo obsesionada con una caída en picado en el Atlántico y resignándome a ella.
 
Otro edificio habanero en ruinas (www.neoliberalismo.org).Llegamos a La Habana de noche y, como quien mete un rebaño en el establo, nos introdujeron a los extranjeros en una salita del aeropuerto y nos mandaron esperar. ¿Por qué? Ah, no se sabía, pero era así. Las dos empleadas que lidiaban con un pasaje cansado, harto y progresivamente indignado, pronunciaron durante horas miles de veces las palabras "compañero" y "compañera", sin que a ese conjuro se resolviera la situación ni menguara nuestra impaciencia. Mal acostumbrados veníamos de los países capitalistas.
 
Los turistas alemanes querían dormir en una cama por la que ya habían pagado. Yo, en cambio, quería irme a Kingston. Pero resultaba que el tal avión no salía al cabo de unas horas, sino de tres días. Inútil preguntar por qué. Mas no iba a quedarme en el aeropuerto esos tres días. No tenía hotel ni visado, pero aun sin ello tenían que dejarme pasar. Las compañeras, tras mucho consultarlo, me mandaron, por fin, a un hotel de las afueras con otros pasajeros.
 
No había contado con una estancia en La Habana, y resultaba que iba a tenerla, aunque empezara accidentada y con un status peculiar. Oficialmente, yo no estaba allí. Con una alemana que me endosaron de compañera de habitación hice la primera visita a la ciudad. En el autobús, unas niñas que iban sentadas se ofrecieron a llevarnos los bolsos, por si nos pesaban. Los cubanos me parecían personajes de cuadros de Velázquez. Vimos al pasar las hermosas casas coloniales, o mejor, lo que quedaba de ellas tras décadas de abandono.
 
La alemana quiso visitar la sede de una organización de mujeres del Partido. La mansión estaba perfectamente pintada y acondicionada. Para los tinglados del Partido había pintura. Pero el resto de La Habana, salvo los edificios modernos, se deshacía a ojos vista. Paseamos por el Malecón y cenamos en un chiringuito popular en el que daban pollo asado. Un señor nos amenizó la comida con su conversación. Hablaba a tal velocidad y su acento era tan cerrado que no lograba entenderle todo.
 
Regresamos de noche, en un autobús renqueante al que sólo subieron un par de borrachos que iban de retirada. Estábamos lejos de los Tropicanas, las Bodeguillas y otros lugares turísticos. Había decadencia y derrota en aquel paisaje urbano. Sólo en la siguiente escala vería algo más.
 
Unos alemanes ingresados en el hotel de urgencias nos contaron entristecidos que les habían dado el palo. Quisieron cambiar en el mercado negro, les dieron a los tratantes el dinero en un lugar apartado adonde les llevaron, y ahí se largaron los otros con viento fresco y con los marcos. No siempre puede el turista precaverse de los pícaros locales. Pero el cambio oficial y obligatorio, de peso por dólar, era un timo peor que aquellos que se daban en la calle.
 
El avión a Kingston era un aparato pequeño, una avioneta casi, pero no había más remedio que subir. Y al cabo de unas horas desembarcaba en un lugar no alejado en distancia, pero a años luz de la vida menguante de La Habana. Un enjambre de agentes turísticos ofrecía alojamientos, aunque a precios espeluznantes. Sólo al enfilar la salida vi que Jan me estaba esperando. Kingston, me dijo, parece una ciudad recién salida de una guerra. Había pasado la noche en un albergue para vagabundos, lo más barato que se podía encontrar. Pero ya había dado con un emplazamiento a su gusto, lejos de la capital. El pueblo se llamaba Lucea.
 
 
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