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MEMORIAS ERRÁTICAS

Últimos vagabundeos por Manila

Las últimas semanas en Manila el tiempo, mi tiempo, no se aceleraba, como suele ocurrir cuando la fecha de partida se aproxima. Más bien se enredaba. A las cinco de la mañana, poco antes de que saliera el sol, veía desde la ventana cómo empezaba, sin mucho ruido, bajo la bóveda grisácea de la neblina o el smog, el trasiego de gente y vehículos, que luego iría in crescendo. Era difícil mantenerse al margen de tanta actividad, y yo no lo intentaba. Con el río humano, iba aquí y allá, siguiendo algún rastro momentáneo, como un perro vagabundo.

Las últimas semanas en Manila el tiempo, mi tiempo, no se aceleraba, como suele ocurrir cuando la fecha de partida se aproxima. Más bien se enredaba. A las cinco de la mañana, poco antes de que saliera el sol, veía desde la ventana cómo empezaba, sin mucho ruido, bajo la bóveda grisácea de la neblina o el smog, el trasiego de gente y vehículos, que luego iría in crescendo. Era difícil mantenerse al margen de tanta actividad, y yo no lo intentaba. Con el río humano, iba aquí y allá, siguiendo algún rastro momentáneo, como un perro vagabundo.
Panorámica de Manila.
En un gran mercado especializado en telas compré retales, y luego busqué una modista, que por poco dinero me hizo algunas prendas que ya empezaba a necesitar. Alrededor de la catedral indagué por los puestos que vendían hierbas medicinales, amuletos y artículos para hacer conjuros. Las vendedoras me explicaban para qué servía cada cosa. Unas simples botellitas rellenas de aceite y semillas permitían, por ejemplo, atraer a la persona que uno quisiera, si se introducía su nombre escrito en un papel.
 
En el Rizal Park, así llamado en honor al héroe de la independencia filipina, descubrí una pista de patinaje, alquilé unos patines y me di una costalada tal que me quitó la gana de repetir. Me aficioné al halo-halo, un helado que se servía con gran variedad de frutas y legumbres tropicales confitadas. Todas las tardes me tomaba una de aquellas copas, que entraban mejor que otras cosas en el calor bochornoso de la capital. De noche iba a un puesto del barrio de Ermita y veía pasar el carrusel de hombres occidentales, unos en busca de compañía, otros ya con ella.
 
Surgió el referéndum. En las charlas con Ralph, el hombre de negocios americano, había recordado que aún trabajaba para un periódico, y decidí escribir sobre el plebiscito. El americano me llevó a la central de la ITT, y un jefe que él conocía puso un teletipo a mi disposición. El 7 de abril, día del acto electoral, envié una crónica que, según supe después, el periódico publicó firmada por su enviada especial en Filipinas. ¡Qué caradura! Aunque disculpable, en fin.
 
Ferdinand e Imelda Marcos.Marcos ganó, como estaba cantado. Había levantado en enero la ley marcial, impuesta en 1972, y andaba remozando las leyes para darle un barniz más democrático al régimen y asegurarse la reelección. Nadie imaginaría entonces que, seis años más tarde, Marcos tendría que salir in extremis del país, con Imelda y sus cientos de zapatos. No imaginaba yo tampoco que volvería de nuevo a Filipinas poco después de aquella revolución pacífica.
 
Una tarde, ante el espejo del lavabo de la Travellers, empecé a cortarme el pelo con unas tijeras que me prestaron los de la pensión. Cortando, cortando, seguí hasta que ya no quedaron sino unas guedejas por atrás, que no alcancé. Me dispuse, así pelada, para el retorno inevitable. Pronto llevaría tres meses en Filipinas y seis de viaje. Tenía la impresión de que había pasado mucho más tiempo. Era hora de echarle un vistazo a lo que había dejado atrás.
 
Atrás había quedado también Jan, en Camiguin, ocupado en escribir un texto inclasificable que tenía entre manos. Los aspirantes a escritores andaban entonces correteando por el mundo y, por eso de que Dios los cría y ellos se juntan, me tocaban en suerte. Decidida ya a marcharme, cada tanto le enviaba telegramas conminándole a aparecer. No tenía ninguna garantía de que llegaran a su destino. La eficiencia del servicio telegráfico de Filipinas era tan insondable como la de la botellita mágica que vendían junto a la catedral.
 
Al fin apareció. Y varió el rumbo de mis vagabundeos. Conocí a Maud, una francesa amiga de Jan que se ganaba la vida sacando los cuartos a los hombres de negocios. De vez en cuando se iba a Tokio, trabajaba en un club nocturno, donde hacía un número de danza sobre patines, y regresaba con la bolsa llena para una temporada. Era rubia y atractiva, pero me recordó a otra francesa, feúcha y poca cosa, con la que había compartido cuarto en la residencia católica, cuando aún estaba Augusto en Manila. La tal me había birlado parte de mis dólares, que había dejado, por novata, en la habitación.
 
Maud vivía con Patrick, un francés que había sido periodista. El hombre no estaba muy bien de salud, ni física ni mental, cosa que se achacaba a su experiencia en Vietnam durante la guerra, aunque no se entraba en detalles. Unos meses después Patrick moriría al tirarse por la azotea del piso. La policía filipina había ido a detenerle por tráfico de drogas. La idea de pasar por las manos de la policía de Marcos le había hecho preferir la muerte, o eso me contaría luego Jan.
 
Aficionados como éramos ambos a las novelas de espionaje, concluimos que Ralph, el americano, era agente de la CIA. No se sabía bien a qué negocios se dedicaba y, oh  casualidad, estaba en Filipinas justo antes del referéndum y conocía a personas con cargos de segunda fila en la Administración. Fuera como fuese, era un tipo simpático.
 
Cristina Losada, después de perpetrarse el famoso corte de pelo.También parecía agradable un europeo que Jan conocía, pero resultaba que iba a Manila en busca de niños. No había caído yo en que Filipinas era territorio para la pederastia, pero lo era. Por Ermita circulaban algunos niños que igual que ofrecían droga podían ofrecerse a un extranjero. Augusto y yo habíamos conocido a uno que decía que vendía marihuana. No tenía más de doce años. La siguiente vez que lo encontramos nos dijo que le habían dado una paliza.
 
Un aficionado a la marihuana era Maynard, el hijo de la dueña del coffee-parlour donde Jan se hospedaba en Manila. Su habitación estaba forrada de posters de grupos de música y él se pasaba gran parte del día stoned, como se decía en el argot importado de los USA. Con él fuimos a un concierto en el Philippine Cultural Centre, que tenía su sede junto al mar, en un edificio ultramoderno que existía por obra y gracia de Imelda Marcos, que había fundado el tal centro y se promocionaba como gran mecenas del folklore y la artesanía del país.
 
En una tienda de artesanía de aquellas que apadrinaba Imelda compré, en mi último día en Manila, una lanza de una de las tribus primitivas del archipiélago. Armada con ella y con unas cajas de puros de la compañía filipina de tabacos, más mi equipaje, que había engordado de modo preocupante, llegué al aeropuerto. La lanza hubo de ser facturada. En un vuelo de tantas horas había que tomar precauciones.
 
En una escala en Dubai mi compañero de asiento se empeñó en hacerme una foto, tal vez por el aspecto extraño que tenía yo, con el pelo casi al cero. En Roma, en otra escala, se me ocurrió pedir un expreso. Acostumbrada durante meses al café instantáneo que daban en Filipinas, pensé que me daba un ataque al corazón. Pero sobreviví a aquella bomba de cafeína. Cuando llegué a la capital española creía yo que también sobreviviría sin problemas al regreso a la vida anterior. Poco duraría esa ilusión.
 
 
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