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MEMORIAS ERRÁTICAS

Trueque en el Transiberiano

El viajero no deja de ser un animal de costumbres. Habituada ya al Transiberiano, subí de nuevo a él en Irkutsk con la seguridad que otorga la veteranía, por escasa que sea, y la idea de encontrar lo bueno conocido. Pero nunca nada es igual, y menos en un viaje. En el trayecto hasta Jabarovsk no reinaría la alegre familiaridad que habíamos catado en el primer trecho. Ni los empleados ni los viajeros que nos tocaron en suerte se hallaban en tan buena disposición a comunicarse con dos extranjeros como los anteriores. Y aislados en nuestra burbuja permanecimos hasta que apareció Konstantin.

El viajero no deja de ser un animal de costumbres. Habituada ya al Transiberiano, subí de nuevo a él en Irkutsk con la seguridad que otorga la veteranía, por escasa que sea, y la idea de encontrar lo bueno conocido. Pero nunca nada es igual, y menos en un viaje. En el trayecto hasta Jabarovsk no reinaría la alegre familiaridad que habíamos catado en el primer trecho. Ni los empleados ni los viajeros que nos tocaron en suerte se hallaban en tan buena disposición a comunicarse con dos extranjeros como los anteriores. Y aislados en nuestra burbuja permanecimos hasta que apareció Konstantin.
El reloj que acabó maldiciendo Cristina Losada.
Era un militar joven, y fue el primer y único ruso que nos abordaría en todo el viaje. Nunca supimos cuál era su grado, y le llamaríamos, sin más, "el soldado". Entró en el vagón restaurante, donde hacíamos tiempo después de cenar, vio que estaba a tope y, tras echarnos un rápido vistazo, nos pidió que le hiciéramos sitio. Se lo hicimos y empezó la charla por gestos.
 
Al saber que éramos españoles se le iluminó la cara. "Real Madrid", dijo a su modo. "Dinamo", respondió Augusto. "Don Quixote", aventuró el soldado. Y a continuación nos comunicó que rusos y españoles éramos hermanos. Para celebrarlo, pidió una botella de champán. Y acto seguido, papel y lápiz.
 
El espumoso era rosado, y la camarera trajo con la botella, a modo de aperitivo, unos platillos de lentejas. Brindamos y nos enfrascamos en el proceso de anotar palabras, hacer dibujos y descifrar todo ello. Konstantin acababa de casarse. Nos dibujó la plaza Roja y marcó el mausoleo de Lenin.
 
Había estado de luna de miel en Moscú. Para cuando entendimos estos y otros elementales datos, íbamos por la segunda botella. Y cuando llegó la tercera ya teníamos claro, nosotros y él, que era más divertido no entenderse que entenderse. No pensaba así la camarera, cuyas miradas reprobatorias parecían decir: ¿qué haces con estos turistas de mier…? Al soldado le importaba un comino la camarera y nos invitó a su compartimento. Tras él, y la botella que llevaba de refresco, fuimos por los pasillos movedizos del Transi hasta la primera clase, donde descubrimos que el tren ofrecía algún que otro retazo de lujo.
 
Una de las fotos que Konstantin y su esposa regalaron a Cristina Losada.Su mujer estaba en la cama, pero con diligencia admirable bajó de ella para hacer de anfitriona. Nos enseñaron las fotografías que se habían hecho en Moscú. Eran copias grandes, en blanco y negro, y se les veía en medio de un grupo de gente. Tenían aquellas personas aspecto de campesinos, pero probablemente no eran eso, sino provincianos de visita en la capital. Parecía un retrato de grupo en los cincuenta.
 
Todos hablábamos, aunque ya habíamos renunciado a comprender qué decía cada uno. Y era tan absurdo estar allí, entendiéndonos sin entendernos, que reíamos constantemente. Nos empezaron a hacer regalos. Las fotos, una botella de agua de colonia con forma de oso, que pasearía luego por medio Extremo Oriente, una insignia del ejército que él desprendió de su solapa…
 
En ese delirio jocoso, Konstantin señaló mi reloj y me propuso un intercambio. El mío era un Seiko, y en la marca del suyo no me fijaría hasta más tarde. Acepté e hicimos el trueque. Augusto se sacó los calcetines de lana que llevaba puestos y se los regaló a la mujer. Acabó la velada con grandes muestras de afecto y regresamos a nuestro compartimento, no a gatas pero deteniéndonos cada dos por tres, sofocados por la risa.
 
Me despertó de mañana la parada del tren en una estación. Allí se bajaba el soldado, y me acordé del reloj. Aún funcionaba. Desde Irkutsk, el tren había circulado junto a la frontera de Mongolia, y en aquella estación decenas de personas de rasgos mongoles, vestidas de negro, esperaban amontonadas con inmovilidad y paciencia asombrosas. Definitivamente, estábamos en Asia. Hubiéramos podido, en aquel trayecto, tomar el tren que iba hasta Ulan-Bator y de allí a Pekín, pero ya era tarde para cambiar de rumbo. La improvisación viajera, en la URSS, era imposible.
 
El reloj del soldado se paró antes de llegar a Jabarovsk. Fueron inútiles los intentos por ponerlo en marcha. Era un Wostok que se decía amphibian, waterproof y hasta shockproof, pero no daba la hora. Imaginé al soldado, tan fresco, enseñando por ahí orgulloso mi Seiko, que seguro que no fallaría tan pronto. Sepulté el patatómetro en mi bolsa, maldiciendo la hora en que lo había cambiado y la inoperancia de la industria soviética.
 
La insignia que regaló Konstantin a Cristina Losada.Jabarovsk ya era el extremo oriental de la URSS. A la estación vino a buscarnos un guía que hablaba un español perfecto. Nunca había hablado con hispanohablantes y estaba emocionado con la posibilidad de hacerlo. Cenamos con él en el hotel, un edificio moderno, con una calefacción que le hacía olvidar a uno dónde se encontraba. La ciudad parecía toda ella de nueva planta.
 
Ya sólo quedaba un día de viaje hasta el final, y subí al tren con destino a Najodka con la pesadumbre de la despedida. Se acababa Rusia cuando apenas había vislumbrado alguno de sus misterios. Y se acababa el tren. Pero el Transiberiano llevaba una nueva sorpresa: turistas. Extranjeros que habían hecho el trayecto sin paradas desde Moscú. Siete días habían pasado allí metidos.
 
Eran dos alemanes, un suizo, dos franceses, una danesa y un americano. La danesa tenía familia en Japón. El alemán más joven había hecho buenas migas con la danesa y se proponía seguirla. El americano, de California, había circulado por Europa haciéndose llevar por camioneros que deseaban compañía, y también iba a Japón.
 
Aquel Transiberiano estaba más vacío, y su vagón restaurante lucía una elegancia que no habíamos visto en los anteriores. Más aún: en él servían caviar a un precio asequible. Aproveché para probarlo en todas las comidas. Pese a que la cocina no estaba mal provista, uno de los alemanes viejos se quejaba. A sus espaldas, comentábamos que no hubiera debido salir de casa.
 
Según Aldous Huxley, el único momento en que los turistas son felices es cuando logran unirse en bandada y fingir que se encuentran en su tierra. La primera parte, al menos, es cierta. Cuando uno no ha podido hablar a rienda suelta durante un tiempo está deseando compartir observaciones y experiencias. Y a ello nos dedicamos intensamente.
 
En Najodka, al borde del mar, se pasaba el examen de la aduana japonesa, que allí controlaba a los que pretendían entrar en su país. Sólo daban el plácet si, además del visado, se disponía de cierta cantidad de dinero. David, el americano, estaba muy preocupado porque no le llegaba y le presté parte de mis Travellers.
 
En una nave del puerto, desangelada y fría, unos japoneses corteses, pero concienzudos en su labor, nos hicieron preguntas y revisaron nuestros papeles y el dinero. Aprobamos por los pelos. Poco después, bajo un cielo gris plomizo, embarcábamos en el Baikal hacia Yokohama. Era el 3 de diciembre.
 
 
– Capítulo 1: La escapada.
– Capítulo 2: De París a Moscú.
– Capítulo 3: Una noche en el Metropole.
– Capítulo 4: Entrada en Siberia.
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