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CRÓNICA NEGRA

Todavía en el Supremo queda Fe...derico

Estaba yo aquí afilando la lanza y cabreando al galgo corredor para cargar contra el Tribunal Supremo por los disgustos que nos da, por ejemplo, cuando hace sufrir a la familia de una tetrapléjica por violencia de género, cuando llega de repente la sentencia a favor de Federico Jiménez Losantos, uno de los tres Federicos de nuestra historia, pongan ustedes los otros dos. Y por un instante parecen éstos tiempos de buenos agüeros, de esperanza, de cuando Adolfo recordaba quién era, y el rey también.

Estaba yo aquí afilando la lanza y cabreando al galgo corredor para cargar contra el Tribunal Supremo por los disgustos que nos da, por ejemplo, cuando hace sufrir a la familia de una tetrapléjica por violencia de género, cuando llega de repente la sentencia a favor de Federico Jiménez Losantos, uno de los tres Federicos de nuestra historia, pongan ustedes los otros dos. Y por un instante parecen éstos tiempos de buenos agüeros, de esperanza, de cuando Adolfo recordaba quién era, y el rey también.
Federico Jiménez Losantos.
Capón para políticos que quieren ponerle el bozal a la prensa, escobillazo a los militantes de partidos que no aceptan la crítica y tratan de amilanar al personal con demandas millonarias. ¡A cada uno, un par de federicos! La justicia vela por el periodista, vela por la libertad. Por un momento desborda la alegría y dan ganas de cantar viejas canciones de fuego de campamento. Las barricadas no se han ido, que están aquí; y hay un romance incestuoso entre la ley y el derecho, la libertad y el riesgo. No, que ahora está el campo de batalla lleno de periodistas masacrados. Unos sin piernas, otros con la cabeza rota y sin trabajo, otros arruinados por sentencias judiciales, y los más, declarados válidos, aunque sean mancos como Cervantes, bogando en galeras por dos de pipas. Jamás hubo una generación de periodistas mejor preparados ni peor pagados, con empleo más precario, ni que sufriera más el rigor injusto de los tribunales.

La Sala de lo Civil del Supremo puede llegar a tratar igual a una promotora de televisión, a una cadena de televisión y a un periodista autónomo, con seguridad social de autónomo, de esos que no se jubilan jamás porque les tocaría menos pensión que a una viuda casada por detrás de la iglesia. El serio y supuesto magistrado, de aire vanguardista, apariencia socialista Garibaldi, considera que son responsables al mismo nivel las empresas con cuentas de resultados que los autónomos sin cuento; algún día, a más de uno le pedirá cuentas la conciencia. O su carnet, si lo tiene.

En lo que se juzga no interviene la realidad, sino la impresión de la realidad. Y ni para aclararlo pide el juez perito, que en las asociaciones de periodistas, ahora que hay tanto paro, seguro que estarían dispuestos a enviar uno que sepa, para explicar lo que es un plató, un impacto televisivo, una audiencia solapada, un ejercicio veraz de la información en manos de las empresas, cada vez más solos y abandonados por la ley restrictiva, que va dándole terreno a los conflictos ambiguos del honor, en detrimento de la claridad expositiva de la libertad de expresión. El periodista era en la Transición una vaca sagrada porque predicaba la liberación, el camino nuevo de la democracia. Hoy, caído del caballo como Saulo, gesticula entre dos tandas de publicidad, mientras que los monstruos de la tele hacen de periodista en su lugar, con más manteca y menos responsabilidad. Mientras canta el gallo Crisis, que diría Miguel Hernández.

Tiempos aquellos en los que los magistrados del Supremo defendían las mismas cosas que muchos periodistas, y por tanto la libertad y la justicia eran posibles, porque todo el mundo sabía su oficio, se entregaba a él y ajustaba el tiro. No, que ahora llega al Supremo alguien empujado por el viento de la izquierda o de la derecha. Y dicta sentencia sin pensar sólo en el Aranzadi. A veces enrabietado, ignorante del mileurismo que invade la profesión, la orfandad con que el periodista se enfrenta a leyes mordaza, sin siquiera un triste seguro de responsabilidad civil, ya que nadie le asegura, y que las asociaciones de la prensa han sido incapaces de lograr. Es decir, que hubo un tiempo en que los que iban en moto lo tenían difícil para contar con protección legal, pero hasta ellos lo consiguieron; los únicos que todavía salen al asfalto sin protección ni contrato, sin casco ni chaleco antibalas, son los periodistas. ¡Y que luego digan que el juez vela por que el imputado no quede indefenso! Desde luego, no se da en todos los casos.

Un periodista en la tele cobra un caché tasado, no como una estrella de lujo, que se revaloriza con cada pelea, divorcio o amago de embarazo. Un periodista va a precio fijo y responsabilidad ilimitada, como les gusta decir a los magistrados que condenan periodistas, con lo que les cae "sentencia solidaria", a los tres lo mismo, que como todas las palabras de la jerga contiene una mentira, porque no tiene nada de solidaria: ni el rico cubre al pobre, ni la empresa al autónomo. Sólo quiere decir que se abandona al mileurista en manos del millonario. Al periodista, en manos de sus patronos, sin ninguna justicia ni equidad. En fin, lo de antes; otra vez ahora, pero bajo la falsa apariencia de la democracia. ¿Puede el periodista esperar justicia, esta vez sí, en el Constitucional, la última frontera?

En estos tiempos, la verdad no gusta o gusta poco. Los jueces se equivocan, lo vemos todos los días. Algunos errores judiciales provocan daños muy graves, y algunos de sus compañeros los contemplan con benevolencia. Piensen, por ejemplo, en Sevilla, donde una niña pagó con su vida uno de los últimos errores judiciales, y querían tasar el desastre en mil quinientos euros. En cambio, los periodistas no pueden equivocarse, porque si se equivocan, les cae encima la injusticia hasta la ruina, un castigo miles de euros que nunca han ganado. Y eso que es raro que alguien muera por el error de un periodista. Que se sepa, no se ha producido nunca ningún caso. Salen para ganar el fijo del caché y responden con el grueso de su patrimonio. A eso le llaman justicia en la Sala de lo Civil del Supremo. Porque en esta ocasión el juez ni por un momento contempla que puede ser un defensor de la ley el que se equivoque. Ni siquiera vale para nada la titulación, el pasado impecable y la ausencia de antecedentes.

La justicia es una cosa antigua que a mi modo de ver no tiene casi nada en común con el derecho. Por eso cuando coinciden, gritamos "¡Federico!, ¡Federico!" con alegría.
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