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VUESTRO SEXO, HIJOS MÍOS

Sufre si quieres gozar

Queridos copulantes sufridores: La costumbre de repartir leña ya estaba muy extendida en la antigua Roma. Se pegaba, sobre todo, a los esclavos, que no tenían más remedio que chincharse.


	Queridos copulantes sufridores: La costumbre de repartir leña ya estaba muy extendida en la antigua Roma. Se pegaba, sobre todo, a los esclavos, que no tenían más remedio que chincharse.

Había un buen surtido de artefactos, según el tipo de víctima al que estaban destinados, y quizá hasta se vendían en las tiendas, más o menos así:     

–Pues a la señora le recomiendo la varita modelo scutica, ligera y flexible, para toques delicados. Pero, para lomos bastos, nada como el bastón o ferula. La regla o virga está diseñada para el escolar travieso. El señor apreciará más un sofisticado y elegante flagelum, de cintas de cuero que podemos rematar con bolitas de plomo, bajo pedido.

Sin embargo, los expertos dudan de que los romanos fueran tan afectados como para aplicar la flagelación con intención sexual. Ashbee, el historiador victoriano de literatura pornográfica, no lo cree. En cambio, Krafft-Ebing indica un pasaje de Juvenal en el que dice que no sólo los hombres "son así excitados e inflamados de lujuria", sino que, cuando las damas se hacían azotar deliberadamente por los luperci, no era únicamente por la creencia de que los azotes las hacían más fecundas, también por la intensidad del placer así obtenido. Los luperci eran sacerdotes que, cubiertos por pieles de cabra, recorrían las calles en los días de fiesta azotando a las mujeres con látigos de piel de cabra, amparándose en la disculpita de que así estimulaban su fertilidad. Las mujeres descubrían sus espaldas y hombros y se dejaban azotar.

Havelock Ellis dice que algunas cortesanas romanas visitaban el templo de Venus y ofrecían a la diosa un látigo, un freno o unas espuelas como símbolo del buen trabajo que hacían con sus amantes. O sea, que el tema, tan masoquista, del ama estricta cabalgando a un caballero –que se llevó mucho a partir de la época victoriana– ya venía de los burdeles romanos. También en el Satiricón se encuentran referencias al empleo del látigo como remedio de la impotencia en los varones, porque, supuestamente, los latigazos hacían fluir la sangre hacia los genitales, provocando así la erección.

Gradualmente, las costumbres sexuales de los romanos se fueron transformando por la influencia de las creencias cristianas. El cristianismo ponía mucho énfasis en la castidad, pero uno de los métodos para promover esta virtud era la mortificación de la carne, y el instrumento para conseguirla era de nuevo el látigo. Clérigos, monjas y penitentes se flagelaban, y en general se repartía mucha leña para evitar la lujuria.

Los grandes santos tenían la desgracia de ser acosados por hermosísimas mujeres que lo mismo intentaban seducirlos en la soledad de una celda monacal, donde se introducían de forma misteriosa, que les tentaban en una cueva del desierto, donde los sorprendían malviviendo. Se ve que estas malvadas criaturas eran muy antojadizas, y que los santos, cuanto más tétricos, feos y hediondos, más morbo les provocaban.

Sufrían estos castos varones los asaltos de la carne tanto en los maitines como en la sexta, y las calientes pérfidas mostraban sus encantos sin piedad, momento que han inmortalizado por lo menudo los pintores. Pero, en un alarde de heroísmo contra natura, estas almas de acero resistían las acometidas y apartaban de sí a zurriagazos aquellos cuerpos mórbidos. San Edmundo, obispo de Canterbury, San Mateo de Avignon, San Antonio Abad, San Bernardino de Siena y muchos otros fueron gente de mucho mérito porque prefirieron emplear el vergajo a la verga y convertir la carne obscena en carne lesa antes que pasar un buen rato, como todo hijo de vecino.

En la Historia de la pornografía de H. Montgomery Hyde se dice que la flagelación penitencial llegó a ser peligrosa por la afición que tomaron los confesores a disciplinar a los penitentes por su propia mano –sobre todo, creo yo, si se trataba de pecadoras macizas–, y, claro, era peor el remedio que la enfermedad. Así que, en el siglo VIII, el papa Adriano IV, en un alarde de sentido común, prohibió a los sacerdotes que castigaran personalmente a los penitentes. En el siglo XIII, Clemente VI lanzó una bula contra los flagelantes. Pero estas prohibiciones surtieron poco efecto y los azotes continuaron siendo una de las penitencias más apreciadas.

Las monjas tenían su propio estilo, diferente de los clérigos. Había santas que componían una puesta en escena elaboradísima, practicándose torturas delante del resto de la comunidad y mostrando un tipo de exhibicionismo femenino, asceta, flagelante y masoquista. Una de ellas fue Santa Magdalena de Pazzis, que celebra su fiesta el 29 de mayo. La priora la azotaba a conciencia delante de las otras monjas, y ella se revolcaba sobre un lecho de espinas y se arreaba con cadenas. En mi libro de misa de colegiala pone que tuvo muchos éxtasis –no me sorprende– y revelaciones de Dios, y que solía decir: "Padecer y no morir". Yo creo que la pobre estaba como una moto, lo mismo que el personal que hacía llegar a las niñas lecturas tan edificantes.

Pero en esto del sadomasoquismo los ingleses son insuperables. Y tiene su explicación, porque los maestros eran muy aficionados a utilizar el aprendizaje traumático, y, junto con la tabla de multiplicar, el alumno aprendía los secretos de la flagelación. "El placer del maestro es azotar", decía una antigua balada atribuida al poeta Thomas Gray. Los jóvenes príncipes también recibían lo suyo. Cuando alguien preguntó a George Buchanan, preceptor de Jacobo I, si no temía golpear al ungido del Señor, Buchanan respondió: "No, yo nunca toco su extremidad ungida".

Se flagelaba en el hogar, en el ejército, en la administración de justicia; y, claro, se flagelaba muchísimo en los prostíbulos. En Inglaterra se produjo, además, una cantidad ingente de literatura dedicada a la flagelación. En los siglos XVIII y XIX, sobre todo en el periodo de la Regencia, había en Londres muchos establecimientos de flagelación en los que las gobernantas utilizaban sabiamente la vara de abedul.

Un local famoso fue el de la señora Collet, a quien visitó Jorge IV. Pero la más famosa fue la señora Theresa Berkley, que inventó el Caballo Berkley, una máquina para flagelar a los caballeros. Para que luego digan que las mujeres no inventan nada. Un grabado de este ingenio aparece en un libro llamado Venus Schoolmistress or Birchen Sports y publicado en 1810. Esta maestra de gobernantas se hizo muy rica con su negocio, al que acudían generales, obispos, jueces, médicos y nobles, no sólo maduros sino jovencitos que, acostumbrados a los azotes, no concebían la vida sin ellos.

Queridos padres, novios, maridos y esposas: hay que evitar cualquier clase de violencia física, ya que es fácil, para algunos temperamentos, aficionarse al castigo corporal, porque produce una especie de catarsis que relaja o estimula, según el tipo de persona que lo reciba o aplique, y esa sensación de bienestar puede relacionarse con el sexo y crear adicción.

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