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DRAGONES Y MAZMORRAS

Silencio, se mata

El título que he puesto a mi crónica es el mismo del de aquel libro de André Glucksmann y Thierry Wolton que denunciaba la falacia de lo que después serían las oenegés, así como los desvíos de las ayudas supuestamente humanitarias que jamás llegaban a quienes estaban destinadas.

El título que he puesto a mi crónica es el mismo del de aquel libro de André Glucksmann y Thierry Wolton que denunciaba la falacia de lo que después serían las oenegés, así como los desvíos de las ayudas supuestamente humanitarias que jamás llegaban a quienes estaban destinadas.
El filósofo francés André Glucksmann.
Se da la circunstancia de que yo fui la traductora al español de aquella obra, y aprovecho para comentar que nunca estuve satisfecha con el resultado de esa traducción, que hice a matacaballo, condición que nunca hay que aceptar, pues cuando una cosa sale mal nada importa si se ha tardado poco o mucho en hacerla.
 
Lo mismo ocurre con los libros escritos a toda prisa, desastre del que tenemos pruebas casi a diario. Viene esto a cuento de la visita que Glucksmann acaba de hacer a España. En Madrid, donde tienen su sede mis mazmorras, el ya viejo "nuevo filósofo" (apelación con que se lanzaron ruidosamente al ruedo de las ideas los filósofos postsartrianos) hizo doblete. Por la mañana, y presentado por José María Aznar, el escritor francés pronunciaba una conferencia titulada 'Actualidad del nihilismo' en el Aula Magna de la Universidad San Pablo-CEU, cerrando así el ciclo 'La revolución de la Libertad', organizado por la FAES y del que creo haberme hecho eco aquí en ocasiones anteriores, pues lleva funcionando desde noviembre; por la tarde presentaba el libro El discurso del odio, que acaba de publicar la editorial Taurus (felizmente traducido por Mónica Rubio), en el Círculo de Bellas Artes, en diálogo con Josep Ramoneda.
 
En cumplimiento de mi deber, asistí a ambos actos sin perder detalle. Me parecía que podía resultar interesante compararlos. Analizar a los presentadores, calibrar al público, contrastar los coloquios; en definitiva, tomar el pulso a las respectivas convocatorias. Si la audiencia del CEU era moderadamente numerosa sin duda se debía al hecho de que estaba compuesta principalmente por estudiantes, público indudablemente cautivo pero a quien no podía sino hacer muchísimo bien escuchar las palabras y conceptos que ahí se expresaban, cosa que se reflejó debidamente en algunas de las preguntas que se hicieron al conferenciante.
 
José María Aznar.Pero no anticipemos. Aznar, como dije, introducía a Glucksmann, y lo hacía en su calidad de presidente de la FAES y en ausencia de Ana de Palacio, organizadora del ciclo. El que lo presentara como uno de los pensadores más importantes del momento, y sin perjuicio de la mucha estima que tengo por la valiente actitud de Glucksmann, da idea de cómo está el patio en materia de pensamiento; me refiero a la cualidad, a la densidad, lo que no altera en modo alguno el grado de compromiso ni su impacto social. Pero pasemos. Glucksmann empezó a desgranar verdades como puños, y lo que dijo fue, más o menos, lo siguiente:
 
Europa, tras diez años de narcisismo pacifista que pareció extenderse sobre Occidente cuando en 1989 cayó el Muro de Berlín, se despertó bruscamente a la dura realidad de la persistencia del mal con la caída de las Torres Gemelas de Manhattan, el 11-S. Durante esa beatífica siesta se creyó que no teníamos enemigos. Sin embargo, ahí estaba la revolución de Jomeini, anclada en los tres grandes factores del odio que Glucksmann desarrolla en su nuevo libro: el antiamericanismo, el antisemitismo y la misoginia.
 
No se supo prever que aquello rebasaría el Irán y se extendería por el mundo musulmán como una peste cuyas consecuencias estamos sufriendo ahora. Tampoco se atendió a otros focos: en Ruanda los hutus asesinaron en tres meses a un millón de tutsis, a razón de 10.000 por día, sin que la ONU atendiera a la petición de 5.000 cascos azules hecha por uno de sus funcionarios, lo que habría podido detener la matanza. Nadie protestó, ni siquiera Juan Pablo II, y eso que se trataba de cristianos contra cristianos.
 
Fue preciso el 11-S para que una parte de Occidente se diera cuenta de que hay un enemigo; un enemigo que ya no está parapetado tras una nación o unas siglas; un enemigo invisible, indefinible, cuyos mejores apoyos están en Occidente, en ese sector tan numeroso de occidentales que se han creído el discurso del odio de los islamistas, que piensan que, efectivamente, las Torres cayeron por culpa de la maldad de los americanos o que el 11-M, en Madrid, fue culpa de la alianza del Gobierno de España con los americanos. Creen que basta con votar a los que están en contra de los americanos para quedar libres. Pero esto no es ni mucho menos así. Hay una amenaza terrorista diseminada por el mundo, con una capacidad de devastación inmensa.
 
Esa capacidad de destrucción, de 1945 a 2001, la detentaban unos pocos países; ahora está dispersa, y aúna la capacidad física de Hiroshima a la capacidad teórica de Auschwitz de matar porque sí. Después del 11-S gran parte de la humanidad ha decidido seguir durmiendo un sueño al que ya no tiene derecho. Ante esas personas que están decididas a matar, incluso muriendo ellas mismas, ante ese nihilismo absoluto no cabe la indiferencia. Decir que la pobreza es lo que ha llevado a eso es un insulto a los pobres.
 
Detalle de la portada de la edición francesa de EL DISCURSO DEL ODIO.Los que, sin intervenir directamente en las matanzas, proporcionan los recursos materiales para llevarlos a cabo también son nihilistas. Lo son, por ejemplo, los oficiales rusos que proporcionan coches y armas a los terroristas chechenos (y aquí conviene informar de que Glucksmann es un gran defensor de la independencia de Chechenia y gran detractor de Putin, y que no entiende el apoyo de las potencias occidentales a este último). Esos soldados no creen en nada, forman un ejército nihilista a quien nadie juzga ni pone trabas.
 
Contra el nihilismo, G. propone fomentar en las personas el sentimiento de libertad, el respeto por los derechos humanos. Un amigo suyo le preguntó a un niño ruandés de 13 años que llevaba un fusil si no tenía miedo de matar a su madre; el crío contestó: ¿por qué no? Eso, dice Gluksmann, es la fórmula del nihilismo, porque no son las grandes ideas las que sustentan al nihilismo, y reta a cualquiera a leer la trascripción de las discusiones en el seno del PC chino mientras decidían la matanza de Tiananmen.
 
Sin embargo, el nihilismo viene de lejos. La crisis de valores dura desde Atenas. El nihilismo no ve el mal, pero la civilización consiste en la posibilidad de ver el mal de frente y no, como reprochaba Maquiavelo a unos pacifistas de su época, decir que está mal hablar mal del mal.
 
Hasta aquí Glucksmann. El contenido de este discurso, que les he resumido con algún pormenor, marcó el de su intervención vespertina, en el Círculo de Bellas Artes, aunque ante un público bastante escaso y no demasiado favorable, como pude comprobar por las deserciones que se producían conforme el escritor formulaba sus tesis sobre el odio, el antisemitismo y la nada satisfactoria izquierda europea.
 
Durante el debate se plasmó la razón de esa desbandada, cuando alguien que se identificó como perteneciente a algo así como una oficina de defensa europea le espetó que él, Glucksmann, dijera lo que dijera, no era ni mucho menos de izquierdas, sino muy afín al pensamiento de "cierto grupo liderado por Aznar que se llama la FAES", y talmente parecía que le estaba acusando de haber pertenecido a la legión Cóndor. Pero Glucksmann, que no en vano es francés, luego un discutidor nato, le devolvió uno por uno sus argumentos, remitiéndole a su triste condición odiadora y fanática.
 
El defensor de Europa, indignado, no esperó a que Glucksmann terminara, lo que no tardó en suceder, con el aplauso de unos cuantos. Demasiado pocos.
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