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VUESTRO SEXO, HIJOS MIOS

¡Sexo!

Queridos copulantes: ahora que he conseguido despertar vuestro interés con esta palabra mágica que emplean los estudiantes para reclamar la atención, cuando quieren comprar apuntes o vender un casco de moto y redactan esos anuncios que cuelgan en los pasillos de las facultades, aprovecharé para intentar iniciaros en el sexo desde un enfoque poco frecuentado pero, en mi opinión, tan excitante o más que cualquier otro.

Queridos copulantes: ahora que he conseguido despertar vuestro interés con esta palabra mágica que emplean los estudiantes para reclamar la atención, cuando quieren comprar apuntes o vender un casco de moto y redactan esos anuncios que cuelgan en los pasillos de las facultades, aprovecharé para intentar iniciaros en el sexo desde un enfoque poco frecuentado pero, en mi opinión, tan excitante o más que cualquier otro.

Ya sé que todos vosotros estáis al tanto de lo que ocurre con las semillitas, pajaritos, mariposas y otras simplezas metafóricas, y seguro que, llegado el momento, habéis jugado a los papás y las mamás e, incluso a lo mejor, hasta tenéis nietos y no soy yo quién para enseñar a parir a mi abuela. Pero, en esto del sexo, no todo son picardías y veréis que se están muriendo y se están aprendiendo cosas muy gordas y muy políticamente incorrectas.

Para empezar, lamento deciros que, aunque estéis sobrados de hormonas, vuestro instinto sexual es bastante precario. ¿Y eso? Pues eso es debido a que el instinto sexual puro y duro no hubiera sido una buena idea para la evolución de nuestra especie porque habría interferido en las relaciones sociales típicamente humanas y en el uso de la voluntad en la gestión del sexo. Es cierto que las personas, como los animales, tenemos sexualidad desde que nacemos, pero nuestros instintos no nos dicen qué hay que hacer con ella, de forma que, si hubiéramos vivido la desgraciada infancia de Tarzán de los monos, a lo más que podríamos aspirar es a formar un matrimonio blanco con Chita –o su hijo–, porque eso que les pasó a los protagonistas de El lago azul, aparte de ser una cursilada, conviene ponerlo en tela de juicio.

Muchos de nuestros parientes primates aprenden también a comportarse sexualmente dentro de su grupo social, pero los humanos tenemos que desvelar y asimilar el sexo de forma intelectual y de ahí que nuestro aprendizaje varíe de una sociedad a otra. Debido a la plasticidad de nuestros instintos, a menudo las sociedades no son capaces de leer correctamente la naturaleza humana y percibir las peculiaridades biológicas con las que la evolución nos ha distinguido de otras especies, para poder subrayarlas con las oportunas normas culturales.

Pero, queridos míos, menos mal que me tenéis a mí, porque interpretar mal el sexo puede traer problemas a una sociedad. Los antropólogos nos confirman que los errores son frecuentes, descomunales y a veces salen caros. Para que os hagáis una idea, algo tan evidente como que existen dos fenotipos sexuales, –masculino y femenino– era cuestionado en algunas culturas –los azande, los pima, los mohave, los chukchee, etc.– que afirmaban la existencia de varios sexos supernumerarios entre los que cada individuo podía optar. Ya me diréis cómo se puede organizar una sociedad así. La relación entre el embarazo y el coito, también ha sido mal interpretada entre las tribus primitivas: para los arapesh tener un niño era un trabajo arduo pues creían que se formaba a partir de la sangre de la madre y de las aportaciones de semen de su padre durante todo el embarazo. En cambio, en algunas tribus de Canadá, el coito sólo servía para franquear la puerta al espíritu del bebé que subía por las botas de las mujeres y se abría paso por el cuerpo de la que elegía como madre.

Muchas sociedades han estado francamente desacertadas en sus costumbres sexuales. La promiscuidad, por ejemplo, es una rareza, pero no porque no se haya intentado sino porque no da buen resultado (lo siento), una trampa en la que han agonizado no pocas sociedades. En cambio, otras culturas han ignorado los aspectos atrayentes del sexo –que fueron seleccionados a lo largo de millones de años de evolución– y se han empeñado en negar la cualidad placentera de la heterosexualidad. Entre los manus, puritanos empedernidos de las Islas del Almirantazgo, las relaciones sexuales constituían una obligación repugnante. Lo mismo que los habitantes de Marind-Anim que vivían en el temor de que las parejas fueran incapaces de practicar el coito y conseguir una nueva generación. Naturalmente, llegó el día en que no la consiguieron. En estas sociedades recalcitrantes al sexo, la homosexualidad masculina en la adolescencia es una constante socialmente aceptada y a veces regulada. De la Inglaterra victoriana, hipócrita y ñoña, han quedado documentados muchos casos de jóvenes que no habían sabido consumar el matrimonio por ignorancia y torpeza. Claro que los que lo consumaban tampoco lo tenían muy claro entonces. "Por suerte para la sociedad, la idea según la cual las mujeres poseen sensaciones sexuales, puede rechazarse como una vil calumnia", sostenía Lord Acton, que entre sábanas debía ser un poco petardo. Fue una época y no duró mucho.

Buscando ese viejo sustrato biológico, propio de la naturaleza humana, a través de las tinieblas en las que nos dejan nuestros instintos, se pueden dar palos de ciego y perpetrar chorradas monumentales como la de Engels cuando se empeñó en que la familia sólo había sido creada para transmitir la propiedad. Pero tampoco el Papa está muy afortunado en su lucha contra los anticonceptivos porque ignora que las presiones evolutivas actuaron justamente a favor de la calidad de los bebés humanos y no de su cantidad. Pocos ejemplos habrá, como éste del sexo, en que la humanidad, en sus diversas culturas, se haya empecinado tanto en confundir sus deseos con la realidad, lo que debería ser con lo que realmente es. El problema está en los efectos perversos que pueden tener lugar en una sociedad que actúa contra natura. Considerar la maternidad como una horterada resulta peligroso, pero señalar las estrategias sexuales masculinas como modelo y anatemizar las femeninas como causantes de discriminación, puede ser peor aún. Abaratar el sexo y permitir que los hombres disfruten, por fin, de lo que siempre han buscado –sexo abundante sin compromiso– es muy moderno pero funesto. Y, fijaros bien, tampoco es natural dormir con la conciencia tranquila porque nuestro óbolo tiene la magia de multiplicar los pobrecitos niños lejanos y ajenos mientras nosotros mismos nos hacemos la eugenesia lenta y persistentemente. Otras formas de actuar son posibles y más acertadas desde el punto de vista biológico.

Permitidme que os vaya interpretando el sexo tal como se fue modificando durante millones de años de evolución al mismo tiempo que crecía nuestro cerebro y trataré de enfrentaros a nuevas conjeturas, bastante chocantes en algunos casos, que pueden ampliar vuestros horizontes, arrojar luz sobre la parte más enigmática de vuestra humanidad y haceros reflexionar para que, a la hora de tomar decisiones relacionadas con vuestras realidades biológicas, seáis sabios y prudentes por vuestro bien y el de la especie. Os prometo que también hablaré de cochinadas.
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