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PANORÁMICAS

Scarlett y Pe, en el harén de Bardem

Javier Bardem tiene como amante a Scarlett Johansson mientras seduce a Rebecca Hall, al tiempo que se acuesta con Penélope Cruz, que a su vez se lo monta con la primera, como bien sabe Chris Messina, el marido de Rebecca... Amistades peligrosas con el Mediterráneo, la arquitectura de Gaudí y las litografías de Miró al fondo.

Javier Bardem tiene como amante a Scarlett Johansson mientras seduce a Rebecca Hall, al tiempo que se acuesta con Penélope Cruz, que a su vez se lo monta con la primera, como bien sabe Chris Messina, el marido de Rebecca... Amistades peligrosas con el Mediterráneo, la arquitectura de Gaudí y las litografías de Miró al fondo.
No es Chordelos de Laclos porque Woody Allen ha sustituido el aire trágico de un amor imposible por la atmósfera romántica, cómica y erótica del Sueño de una noche de verano o de La flauta mágica. Pero ha mantenido una voz en off omnisciente de narrador que le da a la película un parecido con las novelas irónicas y distanciadas del siglo XVIII.
 
Dos amigas norteamericanas, Vicky (Rebecca Hall) y Cristina (Scarlett Johansson), llegan a Barcelona para pasar unas vacaciones de verano. Allí conocen, también en el sentido bíblico, a Juan Antonio (Javier Bardem), un atractivo pintor expresionista, mezcla de Julio Iglesias y Jackson Pollock, que tiene la exitosa costumbre de seducir a las mujeres hablándoles de su tormentosa relación con María Elena (Penélope Cruz), a su vez una curiosa combinación de Arthur Rimbaud y Belén Esteban.
 
El mundo al revés. Cuando Woody Allen filmaba sus sarcásticas caricaturas de los burgueses bohemios de Manhattan era ensalzado por los europeos y denostado por sus compatriotas. Ahora que se ha convertido, por exigencias del guión y del presupuesto, en un cineasta europeo, y últimamente español, los que antes tanto le vitoreaban deploran sus películas por superficiales y afectadas y los otros le aclaman. A los europeos les interesaba las parodias allenianas que pintaban a los neoyorquinos como unos neuróticos existencialistas que escuchan jazz, pero cuando el que toca el clarinete llega a Barcelona se rasgan hipócritamente sus nacionalistas vestiduras y protestan porque uno de los cineastas que mejor filman lo urbano se haya inventado una ciudad brillante y lujosa, elegante y epícurea, luminosa y limpia, en la que los españoles hablan inglés como si tal cosa, beben cava o tinto en las copas apropiadas y lloran escuchando a Paco de Lucía del mismo modo que Allen se ponía sentimental escuchando un solo de Duke Ellington. Lo que mola en Barcelona y alrededores, hasta Cádiz por lo menos, es la pose nihilista-masoquista.
 
Allen me recuerda cada vez más al viejo Picasso, millonario y famoso, que, con el mercado del arte y los críticos apartándolo respetuosamente como una reliquia, se dedicó a enfrentarse a los maestros del pasado, de Velázquez a Rubens, pasando por David. Han tenido que pasar cincuenta años para que el esnobismo de la vanguardia de turno desaparezca y su obra final se reconozca como una de las cumbres del artista malagueño. Pero aún no ha aparecido el José Bergamín que se refiera al último Allen como el más puro, el más perfecto.
 
Woody Allen.Alejado de sus raíces neoyorquinas y del lastre de su propio personaje, Woody Allen sorprende y descoloca en todas y cada una de sus últimas propuestas: Match Point, Scoop, El sueño de Casandra Vicky... Cada una de ellas es un vértice de una trayectoria en zigzag en la que Woody Allen dialoga con los grandes directores clásicos, más allá de las ya típicas referencias a Bergman o Fellini.
 
Vicky Cristina Barcelona provoca un déjà vu. Este componente metacinematográfico se hace explícito con La sombra de una duda de Hitchcock, una enfermiza historia de amor incestuoso, pero resulta abundantemente implícito con Vacaciones en Roma de Audrey Hepburn/William Wyler, las Locuras de Verano de Katherine Hepburn/David Lean, los cruces amorosos salpicados de diálogos reflexivos de Rohmer y, a partir de la irrupción, que es una erupción, del personaje de Penélope Cruz, se acerca al mundo desaforado y kitsch de Pedro Almodóvar. También, por supuesto, Casablanca, porque, como en la película de Michael Curtiz, los personajes de Woody Allen llegan a la sabia y pragmática conclusión de que la mejor manera de conservar el amor es renunciar a él a tiempo (como demostró en el magnífico capítulo que le dedicó al clásico de Bogart y Bergman el profesor de Filosofía Juan Antonio Rivera en Lo que Sócrates diría a Woody Allen)
 
Envuelto en la luz dorada de la fotografía de Javier Aguirresarobe, este cuento de hadas libertinas y faunos enamorados es, qué duda cabe, una postal bidimensional de Barcelona, y Oviedo de refilón, que bajo la mirada atenta y desprejuiciada de Allen se confirma, para horror de patrioteros vernáculos, en rompeolas de todas las Españas, con sus acentos no catalanes, sus putas felices y sus bares-qué-lugares, sus másteres en Cultura Catalana, sus masías reconvertidas para los mesías del arte contemporáneo y los paseos en velero o avioneta.
Para el que llega de fuera, España es España, una unidad, una hegemonía; luego descubres su diversidad y su riqueza cultural, y también los choques culturales que hay en ella.
El localismo ficcionado es universalizado gracias unos temas eternos: la aspiración al amor, la búsqueda de la felicidad y la intromisión del azar delinean una aspiración revolucionaria de no conformarse con el propio destino, huyendo los protagonista de ellos mismos a través de ficciones o traiciones a ellos mismos y los demás. Todo lo cual es creíble gracias a la labor actoral de Javier Bardem, Penélope Cruz, Scalett Johansson y Rebecca Hall, en ese estado de gracia que suele conseguir Allen dejando a los intérpretes en completa libertad.
 
Woody Allen tiene una complejidad cultural que choca con las corrientes simplificadoras, en la forma y en el fondo, de las tendencias cinematográficas predominantes. Y es que, más allá de los referentes cinematográficos, Allen tira de fuentes literarias para dotar de una dimensión extra al tratamiento de los temas. Cuando la comedia al uso es básicamente adolescente e inocentona, los vínculos de Allen con los grandes narradores literarios, y la construcción de sus películas circula en paralelo a estructuras narrativas decimonónicas, son interpretados poco menos que como una ofensa por el jibarismo intelectual que domina la escena. Bajo la superficie glamurosa y frívola de unos bohemios dedicados al dolce far niente, Allen articula una sutil disquisición sobre la naturaleza del amor. La conclusión es stendhaliana en su melancólico pesimismo: el hecho de que el amor sólo es reconocible en la experiencia de la pérdida irreparable.
 
 
VICKY CRISTINA BARCELONA (EEUU-España, 2008; 96 minutos). Dirección y guión: Woody Allen. Intérpretes: Javier Bardem, Penélope Cruz, Scarlett Johansson, Rebecca Hall. Fotografía: Javier Aguirresarobe. Clasificación: Deliciosa (8/10).
 
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