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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

Sardinas frescas

En 2003 –o quizá fue en 2004–, un amigo me contó que Pilar Miró lloró de verdad leyendo una crítica mía a una de sus películas. Habían pasado años y más años, porque mi crítica debió de aparecer en Diario 16 de 1977. Mi primera reacción fue de sorpresa, y algo así como de pena y remordimiento tardíos.

En 2003 –o quizá fue en 2004–, un amigo me contó que Pilar Miró lloró de verdad leyendo una crítica mía a una de sus películas. Habían pasado años y más años, porque mi crítica debió de aparecer en Diario 16 de 1977. Mi primera reacción fue de sorpresa, y algo así como de pena y remordimiento tardíos.
Pilar Miró.
Evidentemente, no recuerdo los términos de mi artículo, sólo un detalle, porque era el punto culminante, la piedra de escándalo de la película: se veía a la bella Ana Belén desnuda hacer el amor con un señor, y hacerlo ella encima, símbolo de poder sexual para ciertas feministas carpetovetónicas. Resulta que mientras se apañaba, su compañero tenía un infarto y moría, pero Ana Belén –su personaje– continuaba la faena, y llegaba al orgasmo con el cadáver.
 
Recuerdo, y es lo único, que yo ironizaba sobre las posibilidades de permanecer erecto del muerto, de satisfacer las exigencias de una bella y a todas luces sensual joven dama. Creo que añadía que iba a consultar el caso con algún amigo médico. Pero, insisto, esa escena era la única abundantemente comentada, y era lógico que yo también la comentara, puesto que fue el motivo del relativo éxito comercial de la película. Todos querían ver a la bella Belén follar con un cadáver.
 
Después de mi primera reacción, me dije que un –o una artista– que no tolera las críticas no se merece la menor consideración. Aquí, como en todas partes, el criterio es la libertad: cualquiera tiene el derecho a realizar, escribir, pintar, las obras que le den la realísima gana, y a opinar libremente sobre ellas.
 
Pocos meses después vi por primera vez a Pilar Miró, en circunstancias divertidas. Mi entrañable amiga Carmen Martín Gaite estaba adaptando para el cine, con y para Pilar Miró, un cuento suyo, y quería que Laurent Terzieff encabezara el reparto. Éste estaba en Madrid, de paso hacia Marruecos, donde iba a rodar una versión marroquí de las Bodas de sangre de García Lorca. La obra es mala de nacimiento, pero me han dicho –yo no la vi– que la versión cinematográfica marroquí es de aquelarre. La cita tuvo lugar en el Gijón, y yo noté que Pilar Miró me miraba con odio, pero no se atrevió a decirme nada, habida cuenta de mi posición estratégica de amigo de Carmiña y de Terzieff.
 
Reconozco que en Diario 16 gozaba de libertad de expresión, algo que para mí es fundamental. Hubo sólo un ligero percance cuando, en mi crítica a El Acorazado Potemkin, de S. M. ("Su Majestad") Eisenstein, denuncié las mentiras históricas de su versión sonorizada, que se presentaba en Madrid. Román Orozco, que ejercía de director ejecutivo, me la publicó, pero al día siguiente hizo lo propio con una avalancha de artículos y cartas laudatorios del gran director soviético. Yo no criticaba el talento (discutible), de Eisenstein, sino el comentario off, totalmente mentiroso, que atribuía a los bolcheviques la insurrección de la tripulación del célebre acorazado, cuando por aquel entonces los bolcheviques aún no existían. Protesté, y además duramente, y me publicaron mi protesta, con lo cual no puedo quejarme realmente.
 
Cabe decir que he tenido suerte en la prensa española: tuve que esperar a que Giménez-Alemán fuera director de ABC para conocer la censura, tan hipócrita como radical. Sin decirme nada, un día dejaron de publicar mis artículos. Más recientemente sufrí otro caso de censura, en La Razón. Se portaron mucho más cortésmente, ya que me anunciaron por teléfono que me iban a censurar, dándome a entender que existía un pacto de no agresión entre el Imperio Polanco y el Imperio Lara, y como yo arremetí contra Polanco y El País, me censuraban en nombre de la libertad de expresión, no faltaba más.
 
La libertad de expresión es infinitamente mas importante que los disgustos de algunos o las lágrimas de otras. Sin libertad de expresión no hay democracia, no hay libertad individual, y me atrevo a afirmar que no existiría lo que entendemos por civilización. Algo que Zapatero no entenderá jamás, porque para él civilización se resume en bajarse los pantalones, expresión machista popular que significa, como es bien sabido, rendirse ante el enemigo para evitar conflictos. Lo cual no los evita, sino que los provoca.
 
He comenzado con ejemplos personales, bastante nimios, porque me divertía recordarlos (por cierto, también me censuró Jean Daniel en Le Nouvel Observateur), pero sé muy bien que ocurren cosas peores todos los días: censuras comerciales, censuras podridas o frescas, como las sardinas. El caso más célebre actualmente, y el más indignante, es, claro, el de Federico Jiménez Losantos. Como no se le puede censurar, es demasiado importante, se le intenta acorralar judicialmente, con pleitos y multas. No lo lograrán. Saludaré, una vez más, la tolerancia de la COPE. Se me ha dicho en varias ocasiones que si le toleran es porque les conviene. Yo no estoy nada seguro de que lo que dice Federico, que no deja títere con cabeza, convenga siempre a los obispos. Me imagino, incluso, que a veces puede molestarles, y sin embargo defienden su libertad de expresión.
 
La libertad de expresión constituye un elemento fundamental de la lucha de siglos a favor de sociedades más democráticas, más libres, defensoras de los derechos individuales y la igualdad y enemigas de los privilegios. No fue una lucha contra molinos, porque durante siglos dominó la idea de que quien no pensaba como el Poder, la Corte, la Iglesia, o las religiones sin Iglesia, etc., no sólo no tenía derecho a hablar, sino a vivir siquiera.
 
Esta barbarie ha cesado en ciertos países, pero no en todos. Recordemos los totalitarismos del siglo XX, o sea ayer por la tarde, en los que no ser comunista, o no ser nazi, y decirlo se castigaba con la cárcel, la deportación o la muerte. No puede decirse que eso haya terminado, no puede decirse que en China exista libertad de expresión, o que en Rusia no esté exageradamente controlada. En este sentido, como en otros, los países anglosajones siguen siendo modélicos.
 
Pero lo peor, claro, es el islam radical. ¿Qué coño importan mis problemitas con ABC o La Razón al lado de la condena a muerte por los islamistas de cualquiera que no piense como es debido? Y como ellos mismos, los islamistas radicales, tampoco piensan lo mismo, y prefieren muchas veces el poder a la doctrina, el caos es total.
 
Lo más inquietante, lo más indignante, es que en Occidente, en nuestro Occidente tan imperfecto, pero al que algo de civilización había llegado, en nombre de una versión enajenada de la libertad de expresión se defiende su negación. Cuando los asesinos lanzan sus fetuas, ministros, primeros o segundos, columnistas, sindicatos de enseñanza, partidos, toda la ralea muniquesa que domina en España, en Francia y en otros países acusa al que por hablar ha sido condenado de ir provocando, de no respetar las tradiciones culturales de otras civilizaciones y, por lo tanto, de merecer lo que le ocurre.
 
Que nadie cuente conmigo para ofrecer mi culo a Alá con motivo del fin del Ramadán u otros festejos. Y cuando digo Ramadán pienso en otras cosas, también.
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