Menú
COMER BIEN

Sardinas con chispa

Verano y mar son dos conceptos que forman una asociación de ideas prácticamente indisoluble en la mente de muchos ciudadanos, que no conciben sus vacaciones sin acercarse a la costa a tomar el sol y bañarse en la playa. Y es que el mar, en verano, tiene si cabe más atractivos que el resto del año. Entre ellos, cómo no, los gastronómicos.

Verano y mar son dos conceptos que forman una asociación de ideas prácticamente indisoluble en la mente de muchos ciudadanos, que no conciben sus vacaciones sin acercarse a la costa a tomar el sol y bañarse en la playa. Y es que el mar, en verano, tiene si cabe más atractivos que el resto del año. Entre ellos, cómo no, los gastronómicos.
"Fértil en peces", adjetivaba Homero cada vez que en sus poemas aparecía el mar, el océano. Fértil en peces, sí, pese a los esfuerzos del hombre por acabar con esa generosidad de la despensa marina. Peces que convertimos en pescados, y pescados que son las verdaderas joyas de la gastronomía estival. Bueno, pescados y otros seres que viven en el mar, como mariscos y cefalópodos, moluscos que algunos consideran mariscos, y lo son según el Diccionario, pero no a juicio de los gastrónomos.

En verano, el mar ofrece alguno de sus mejores sabores. Están, para empezar, los chipirones, que en el estío sufren un fenómeno similar al que experimentan allá por Navidades los besugos: en cuanto abandonan el medio marino se ponen por las nubes, fenómeno que no hay libro de ciencias naturales capaz de explicar y cuya solución tal vez esté en aquel texto de Eeconomía –el Samuelson– que debíamos estudiar los aspirantes a periodista.

Verano es también el tiempo del más fino de todos los túnidos, el atún blanco o bonito del norte, últimamente desplazado un tanto del favor popular por su primo el atún rojo, el gigante de la familia, que es cierto que tiene un sabor más potente, pero menos sutil, y que, además, deberíamos tener en cuarentena por el grave riesgo de extinción al que su sobrepesca parece haberle condenado. Atún blanco, pues, que es el protagonista de los mejores marmitakos.

Pero hay un pescado, también azul, que es el rey del verano. Hablamos, como habrán podido suponer, de la sardina. El refranero advierte: "Por San Juan, la sardina pringa el pan"; aunque la práctica demuestre que las mejores sardinas son las que se pescan y se consumen "de Virgen a Virgen", es decir, de la del Carmen, el 16 de julio, a la de agosto, el 15 de ese mes. De idus a idus, más o menos.

Verano, playa, sardinas... La combinación es magnífica. Pero las sardinas también se merecen venir a casa y ser cocinadas de otra manera. Unas sardinas asadas a la brasa, con o sin intermediación de la parrilla, no son plato para cocinar bajo techo, como tampoco lo son las sardinas al espeto. Más que nada, porque la casa olerá a sardinas asadas mucho más tiempo del deseable. Esas cosas, como apuntamos, en la playa o en el chiringuito. En casa... hay que buscar otras soluciones.

Pero no hay problema: las sardinas están buenísimas casi de cualquier manera. Hoy hay cocineros creativos que les aplican recetas llenas de imaginación y, a veces, hasta de sabiduría. Pero no vamos por ahí, sino por cosas para hacer en casa, sin rompernos la cabeza y sin ingredientes exóticos. El repertorio, ya decimos, es amplio, desde la fritura al escabeche.
 
El recuerdo de las sardinas picantes en conserva nos guió para preparar en casa unas sardinas con picardía por un sistema que no tiene nada que ver con el de las latas, que no suele ser más que una salsa de tomate con picante. Nuestra receta tiene algo de escabeche, pero de escabeche actual, breve y caliente, y también algo de esa forma tradicional de preparar el besugo, con el refrito de ajo y guindilla. Vamos allá.

Háganse con un kilo de sardinas fresquísimas, más grandes que pequeñas. Supriman cabeza, tripas y espinas –traten de eliminarlas todas–, y dejen sólo los lomos. Una vez en perfecto estado de revista, pónganlos unos junto a otros, con la piel hacia abajo, en una fuente de horno, sin grasa ninguna, que bastante tienen las sardinas. Sálenlas, y olvídense de ellas un rato.

Pongan aceite de oliva en una sartén, y añadan dos o tres dientes de ajo en estado de láminas, así como unos cuantos aros de guindilla, o unas cuantas cayenitas, a su gusto; la cantidad de guindilla o cayena dependerá de la picardía que quieran dar a las sardinas. Doren los ajos hasta que empiecen a tomar color, y retiren la sartén del fuego; será, también, el momento de quitar los ajos, con los que pueden hacerse unos chips de aperitivo, y las guindillas, y añadir un chorrito de buen vinagre. Viertan la mezcla, caliente, sobre las sardinas, y lleven la bandeja al horno, que habrán tenido la precaución de tener ya caliente. En, como mucho, dos minutos estarán: han de quedar jugosas; de todos modos, el tiempo dependerá de su horno, que se supone conocen bien.
 
Y ya. A la mesa. Unas patatitas cocidas, tal vez con una hojita de laurel en el agua donde se cuezan, son la compañía perfecta, junto con un buen albariño fresquito, para unas sardinas que no dejarán en casa secuelas olfativas... pero que recordarán todo el verano; y, seguramente, repetirán.
 
 
© EFE
0
comentarios