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CRÓNICA NEGRA

Salvad a los taxistas

El taxista es un bien básico de la civilización. Gracias a él, uno puede trasladarse con rapidez y comodidad, disponer de su tiempo a placer y sentirse completamente libre en un lugar, incluso si somos de fuera. Ahora se estudia el emplearlos para trasladar las siempre necesarias bolsas de sangre, que tantas vidas salvan.

El taxista es un bien básico de la civilización. Gracias a él, uno puede trasladarse con rapidez y comodidad, disponer de su tiempo a placer y sentirse completamente libre en un lugar, incluso si somos de fuera. Ahora se estudia el emplearlos para trasladar las siempre necesarias bolsas de sangre, que tantas vidas salvan.
Pese a su indudable utilidad, los trabajadores del taxi no siempre están debidamente protegidos ni cuidados. Los taxistas trabajan de espaldas al peligro. Mientras conducen pueden llevar detrás una amenaza letal. Algunos dejan la vida en el trabajo. Las últimas décadas han sido fiel constancia de lo dicho: conductores apuñalados, disparados o quemados dentro de sus coches por ladrones y atracadores. Lo que no es tan frecuente es que, siete años después del asesinato de uno de ellos, parte de su familia se vea angustiada por una decisión judicial que puede dejarla sin casa a consecuencia, precisamente, del crimen sufrido. Es uno de esos casos incomprensibles en los que, aunque se aplica la ley al pie de la letra, sin embargo no se hace Justicia.
 
El honrado José María García Corral, principal soporte de una humilde familia, se encontraba de guardia el 21 de febrero de 1999 en la parada de la Plaza Roja de Santiago de Compostela cuando un individuo solicitó que lo trasladara a Ordes. Una vez allí, le ordenó que fuera por la calle de la Iglesia, oscura y solitaria, donde sacó un cuchillo de veinte centímetros de hoja y le pidió todo el dinero.
 
Tras un forcejeo, el taxista resultó herido de muerte, con una docena de cuchilladas. Una historia por desgracia repetida y que merece toda nuestra atención. El coraje de la víctima era tal que logró ponerse en pie y dar unos pasos para pedir ayudar. Poco después se desplomó.
 
El agresor consiguió huir con el monedero, que contenía unas 20.000 de las antiguas pesetas. Días más tarde, el 11 de marzo, se entregó a la policía y reconoció los hechos. Algunos creen que porque se sabía a punto de ser cazado. El tribunal encargado de juzgarle consideró como atenuante este acto de supuesto arrepentimiento, así como el hecho de que se trataba de un toxicómano que había estado en tratamiento. No obstante, aunque el fiscal valoró el delito como homicidio, el jurado le consideró responsable de un delito de asesinato y de otro de robo con violencia.
 
Pese a la dureza de la calificación, el resultado fue una condena de dos penas de prisión, una de siete años y seis meses, y la otra de un año y nueve meses. Además, se marcó una cuantiosa indemnización para la madre y los hermanos de la víctima, a lo que se añadían los gastos funerarios y hospitalarios y las costas.
 
Como el autor se declaró insolvente, toda la indemnización quedó en papel mojado y la familia, tan necesitada de ayuda, no cobró nada. Por potra parte, la condena les pareció muy pequeña y recurrieron al Tribunal Superior de Galicia, que, sin que pudieran imaginarlo, confirmó la resolución que les parecía tan mala y desestimó el recurso. Ellos, indignados, no quisieron que quien dejó a su ser querido convertido en un colador saliera tan bien parado y volvieron a recurrir, en casación, al Supremo, cosa que habría hecho cualquiera.
 
Fue cuando se produjo el tercer acto trágico de este drama, que añade dolor al dolor: en sentencia la, de la que fue ponente el hoy fiscal general del Estado, Cándido Conde Pumpido, entonces magistrado de la Sala Segunda, tampoco se admitió el recurso, y se condenó a la familia al pago de las costas procesales, que fueron tasadas en 7.125 euros, lo que para ellos supone una fuerte cantidad de dinero. El juzgado ya ha notificado el embargo. De aplicarse, el resultado final de esta historia será que quienes sufrieron un asesinato, no estuvieron conformes con el dictamen y no vieron un duro de la indemnización, se van a ver arruinados.
 
He aquí algo que debe ser revisado con carácter general, porque si en puridad la casación desestimada da paso al imperativo de que los denunciantes se hagan cargo del importe del trámite, hacer justicia requiere principalmente de un conocimiento humano y profundo de los hechos, de una impregnación de lo que sucede, para decidir en auxilio de la ley, y en ningún caso puede ser castigar doblemente a las víctimas. Eso sería, tal vez, "hacer Derecho", pero no "hacer Justicia".
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