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COMER BIEN

Regreso y gloria del tocino

Uno de los placeres gastronómicos que recuerdo de mi niñez es el que me proporcionaba poner punto final a un cocido saboreando un trozo de pan con el que había aplastado otro de tocino: gloria bendita, que alcanzaba proporciones colosales si, por casualidad, al binomio pan-tocino se unía un poco de tuétano del hueso de caña que llevaba todo cocido que se preciase.


	Uno de los placeres gastronómicos que recuerdo de mi niñez es el que me proporcionaba poner punto final a un cocido saboreando un trozo de pan con el que había aplastado otro de tocino: gloria bendita, que alcanzaba proporciones colosales si, por casualidad, al binomio pan-tocino se unía un poco de tuétano del hueso de caña que llevaba todo cocido que se preciase.

Por aquel entonces, una niña que pasados los años sería mi mujer solía ir a pasar unos días, al final del verano, a un pueblo del bellísimo valle del Sil. Allí, sus tías le daban para merendar una hermosa rebanada de pan gallego calentada en la cocina bilbaína, en la que se hacía la misma operación con unas lonchas, cortadas a cuchillo, de tocino entreverado, que se colocaban sobre el pan. Las mejillas de aquella niña, tras semejante merienda, se ponían coloradas, y sus tías le decían: "¡Ahora es cuando tienes buen color, no cuando llegaste de Coruña...!". Comíamos tocino como si fuéramos cristianos viejos del Siglo de Oro. Hasta que la clase médica nos amenazó con el terrible espectro del colesterol y mandó el tocino al Índice de Alimentos Prohibidos, en el que estaban cosas como el pescado azul y el aceite de oliva... sin tener en cuenta la ingesta diaria de huevos con bacon de los anglosajones, que al parecer eran inmunes al colesterol malo. Así que hubo que dejar el tocino.

Nuestros abuelos sí que comían tocino. Una de las mías, de origen abulense, se descolgaba a veces preparando en casa unas patatas revolconas con torreznos que quitaban el hipo y me encantaban. Y el llamado Picadillo, en uno de sus libros de principios del siglo pasado, describe la tortilla de torreznos que se hacía preparar cuando debía ir a alguna de las romerías que proliferan en el verano galaico. Vean cómo era:

Sartén al fuego y en la sartén mucho tocino de jamón dividido en dados que tengan aproximadamente un centímetro en todas direcciones. Dejemos que el tocino se deshaga y vaya soltando, engorde, la grasa. Batid muchos huevos, pero muchos, muchos. (...) Y el tocino va cambiando poco a poco de coloración, bañado por la grasa que desprende. Cuando el ojo del observador aprecie que el dorado es todo lo apetitoso que puede dar de sí, es la ocasión de añadir los huevos batidos y salados convenientemente por una mano comedida. A revolver para que el huevo no se pegue al fondo de la sartén y, cuando tome una mediana consistencia sólida, dejadlo un momento en reposo sobre la lumbre y dadle la vuelta a la tortilla. Volved a poner al fuego la sartén y repetid la operación de dar la vuelta dos o tres veces, procurando escurrir toda la grasa que sobre. Colocadla después en una fuente y dejadla enfriar. Llenad después vuestras fiambreras, y a dormir.

Sí, porque eso se comía frío.

No creo que me emocionase: me encanta el tocino, pero no soporto las grasas frías, que es cuando saben, precisamente, a grasa. Por fortuna, el tocino ha vuelto por donde solía, y ha aterrizado incluso en las grandes mesas, en los grandes restaurantes.

Quede constancia de que esto empezó antes de la crisis, así que no es por economía, sino por sabor. Tocino con apellido: de papada, de pecho, de panceta... No de jamón, por muy ibérico que sea: cocinado, sabe rancio. Los otros, bien tratados en los fogones, con cocciones lentas y largas que los confitan y les dan una textura deliciosa, pueden dar muchas satisfacciones.

Nunca olvidaré un tocino de papada con trufa negra que me dio un día mi amigo Santi Santamaría: corteza crujiente, interior veteado con textura que recordaba al tocino, sí, pero al tocino de cielo... Como la panceta confitada con escolta de lentejas de Pedro Subijana, que me recordó una preparación parecida de Michel Guérard.

O la papada de cerdo con oronjas (Amanita caesarea) y trufa blanca de Óscar Velasco... Y las creaciones de cocineros gallegos del nivel de Pepe Solla o Xosé T. Cannas con papadas y pancetas de cerdo celta, que hay vida más allá del cerdo ibérico, aunque algunos parezcan no creerlo; una papada con pimientos de Padrón y parmesano, una panceta con grelos y caldo de chorizo...

Sí: me gusta el tocino, desde los simples torreznos de algunos bares madrileños –en otros no hay quien los pase– hasta esas preparaciones de alta cocina... pasando por los montados que me hago en casa con el tocino, ahora entreverado, no blanco como el de mi infancia, del cocido. El sabor del Siglo de Oro, el alimento que sostuvo a Europa, a la cristiandad.

Tengo a la vista la edición que hizo Tusquets de esa joya que es La cocina cristiana de Occidente, de don Álvaro Cunqueiro, de cuyo óbito se cumplen este mes treinta años. En su portada, como ilustración, aparece un cordero. Queda tierno, sí. Pero si algún animal se merece ser el símbolo de esa cocina cristiana occidental y presidir su portada es, desde luego, el cerdo. O, como también era llamado en el Siglo de Oro, utilizando la figura gramatical de designar el todo por la parte, el tocino.

 

© EFE

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