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CURSO ACELERADO DE PROGRESISMO

Redistribuyendo, que es gerundio

La riqueza está muy mal repartida, como lo demuestra el hecho de que ni usted ni, sobre todo, yo seamos ricos. Constatada la existencia de esta evidente injusticia social, el progresismo descubrió hace tiempo la poderosa herramienta de la redistribución, a cuyo estudio dedicamos el presente capítulo de nuestro magno CAP.

La riqueza está muy mal repartida, como lo demuestra el hecho de que ni usted ni, sobre todo, yo seamos ricos. Constatada la existencia de esta evidente injusticia social, el progresismo descubrió hace tiempo la poderosa herramienta de la redistribución, a cuyo estudio dedicamos el presente capítulo de nuestro magno CAP.
Un redistribuidor, a punto de entrar en acción.
Al contrario de lo que sostiene el neoliberalismo salvaje, la riqueza ni se crea ni se destruye, tan sólo se transforma; aunque para ser más exactos, lo que se transforma es el lugar en el que se deposita. El principal objetivo de un Gobierno de progreso ha de ser, por tanto, modificar las estructuras de reparto de forma que la riqueza pase a los bolsillos de los sectores más capacitados para darle un uso revolucionario.
 
Como la burguesía despótica suele ser refractaria a que los progresistas administremos directamente sus ganancias, los ingenieros sociales del progresismo, a quienes tanto debemos, decidieron que la única forma de vaciar los bolsillos de los acaparadores sin recurrir a la violencia era inculcar en estas clases "productivas" (dicho sea con el máximo desprecio) una nueva moral, según la cual todo beneficio obtenido a través del esfuerzo personal es, en esencia, un robo hacia los sectores ociosos (dicho sea con la máxima admiración). De esta forma, cualquiera que no se dejara esquilmar convenientemente por las imaginativas políticas redistributivas de los gobiernos de progreso pasaría a ser tachado de insolidario, explotador y, en última instancia, convertido en un apestado social.
 
El éxito de la estrategia ha sido tan rotundo que todos los gobiernos, incluso los más conservadores, son fervientes defensores de lo que hemos dado en llamar "Estado del Bienestar", en feliz hallazgo léxico. Hasta las grandes fortunas del planeta hacen periódicamente su acto de contrición desembolsando numerosos millones de dólares para alimentar la maquinaria redistributiva. Un caso paradigmático es el de Bill Gates, que derrama anualmente un diluvio de dólares precisamente sobre los enemigos del sistema que le ha hecho rico. La victoria, como ven, no ha podido ser más completa.
 
Pero no basta con hacer que la gente se deje vaciar el bolsillo con la mayor naturalidad, sino que hay que establecer los mecanismos necesarios para que toda esa ingente cantidad de dinero huérfano encuentre el calor necesario en las faltriqueras de aquellos que mejor uso pueden dar al mismo.
 
A través de la redistribución de la riqueza transferimos a la gente necesitada parte de lo que los capitalistas le roban mediante la explotación de los medios productivos y la fuerza laboral. Pero no debemos dejarnos llevar por cuestiones sentimentales, que, aunque importantes, pueden hacernos perder de vista la verdadera finalidad de este proceso de ingeniería redistributiva. La principal tarea que las gentes de progreso debemos llevar a cabo es la transformación radical de la sociedad, de forma que algún día no haya que recurrir a la redistribución, pues la riqueza estará toda depositada en el lugar oportuno.
 
Mas para esta difícil misión, como es obvio, resulta imprescindible contar con los agentes más dinámicos. En esta tesitura, las gentes de la cultura y los intelectuales comprometidos ejercen un papel vital. Su trabajo en la demolición de la moral tradicional, con vistas a crear una nueva generación que sitúe la veneración al Estado y sus agentes en el vértice de la existencia, es trascendental para el alumbramiento de la nueva sociedad progresista. Por este motivo, no importa que la mayor parte de los representantes más conspicuos de la cultura y el pensamiento contemporáneo sean ya ricos; conviene seguir redistribuyendo riqueza a sus bolsillos con el fin de que no decaiga su entusiasmo en la dura labor que realizan de forma desinteresada.
 
El cine español, por ejemplo, debe subvencionarse mucho más de lo que se hace hasta ahora, por la sencilla razón de que cada vez son más los genios que produce, y más intenso su compromiso en la agudización de las contradicciones del sistema tradicional. Se trata, por tanto, no de una cuestión económica, sino de un acto de justicia del Estado progresista hacia sus agentes revolucionarios más destacados.
 
Parte de este trabajo ya está realizado, hasta el punto de que tan sólo algún grupúsculo irreductible, como este periódico y unos cuantos apéndices más de la sociedad civil, mantienen una defensa numantina de los principios que sustentan el nefasto sistema occidental capitalista, como la propiedad privada, la libertad individual, el libre mercado y una moral de corte judeocristiano.
 
Respecto a esto último, nuestro presidente, D. José Luis Rodríguez Zapatero, con gran agudeza intelectual, llegó a la inatacable conclusión de que todos los males de nuestra sociedad provienen del cristianismo. En efecto, así es. Sólo falta que se decida a actuar en consecuencia y suprima de una jodida vez las ayudas estatales a la Iglesia Católica, que aunque ejerce una intensa labor redistributiva ayudando a los más desfavorecidos, por otra parte es el principal bastión de la moral tradicional, a cuya destrucción los progres hemos consagrado nuestra existencia.
 
Además, ¿se imaginan cuánto bien podrían hacer nuestras gentes de la cultura con la millonada que actualmente redistribuimos a las arcas vaticanas?
 
 
 
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