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PANORÁMICAS

¿Quién puede matar a un delfín?

Pues los mismos que matan ballenas sin pestañear: los japoneses. Después de ver The Cove (La Cala), el documental que ha ganado el último Óscar, alguno pensará que los americanos se equivocaron al lanzar la bomba atómica. En lugar de Hiroshima y Nagasaki, tendría que haber sido borrada del mapa la aldea de Taiji, desde ahora hermanada con Sodoma y Gomorra como lugar criminal y obsceno al que mejor no acercarse.

Pues los mismos que matan ballenas sin pestañear: los japoneses. Después de ver The Cove (La Cala), el documental que ha ganado el último Óscar, alguno pensará que los americanos se equivocaron al lanzar la bomba atómica. En lugar de Hiroshima y Nagasaki, tendría que haber sido borrada del mapa la aldea de Taiji, desde ahora hermanada con Sodoma y Gomorra como lugar criminal y obsceno al que mejor no acercarse.
Resulta que los, posiblemente, tres animales más bellos de la creación, mejorando lo presente: los toros, los bebés foca y los delfines, son masacrados ritualmente por pueblos salvajes, crueles e ignorantes, a saber y respectivamente, los españoles, los canadienses y los japoneses. Para salvar a los mamíferos marítimos de la falsa sonrisa permanente, un comando de ecologistas y documentalistas se infiltró valientemente –ellos defienden que a riesgo de sus vidas (me entero gracias a la película de que la tortura es algo habitual en Japón, y de que las radicales medidas antiterroristas adoptadas por ciertos países democráticos son allí el pan nuestro de cada día)– en la cala de Taiji para grabar cómo los lugareños, una pandilla de brutales catetos insensibles, pescan (es decir, masacran, aniquilan, asesinan) legiones de delfines, que son utilizados como alimento y para espectáculos circenses en los acuarios.

El equipo de eco-documentalistas cuenta entre sus miembros con el ex entrenador de delfines de la serie televisiva Flipper Ric O'Barry, que no se perdona el haberse comprado un Porche al año en aquellos tiempos, que debió haber dedicado a la liberación de los animalitos. También integra el equipo de activistas una campeona mundial de buceo a pulmón que no para de llorar cuando se produce la captura de los delfines, aunque sospecho que no tendrá tantos miramientos a la hora de aplastar cucarachas. Por parte de los japoneses, son entrevistados fundamentalmente altos cargos de la Administración, que son tratados por la cámara con desprecio y tirria. El montaje para ridiculizarlos es un ejercicio de destrucción de la imagen que sería aplaudido en la Escuela de Documentales Joseph Goebbels. Con su balbuceante inglés, no se molestan los americanos en aprender japonés, y tampoco en utilizar un traductor; los japoneses tienen que soportar con estoicismo cómo esa panda de encantados de haberse conocido les acosa, ninguneándolos en el mejor de los casos y chuleándolos en el peor.

Para los japoneses, la pesca del delfín es legítima y necesaria. Forma parte de su cultura alimentaria; además, deben ser sacrificadas determinadas cuotas para la protección de sus áreas de pesca. El Gobierno, después del ataque de este documental, igual hasta se ha planteado declararla bien de interés cultural. O igual hace como el de Canadá, otro hatajo de bárbaros según los activistas ecologistas, que acaba de elevar el número de focas que se puede matar, ya que su población –la de focas, no la de canadienses– ha aumentado considerablemente; además, quiere apoyar a los pescadores que dependen de la caza de focas para sobrevivir. Entre un pescador y una foca o un delfín, ¿a quién elegiría usted?

The Cove es uno de esos ejercicios simplistas y maniqueos, chauvinistas y racistas a los que nos tiene acostumbrados un tipo de documental de moda desde el éxito de Michael Moore, inspirador de este estilo falsamente humilde, superficial y que prefiere el impacto escandaloso antes que el análisis ponderado de un tema complejo, el sermón autocomplaciente por encima de la ambigüedad inherente a una realidad polifacética. No me extraña que en el Occidente que confunde la sensiblería más banal con la civilización triunfe este documental mientras pasa inadvertido Earthlings, narrado por Joaquin Phoenix, que plantea algo más radical: la matanza generalizada de animales para alimento de la especie humana, siendo indiferente para el núcleo del asunto, salvo torticeras hipocresías, que se trate de vacas o cerdos, ballenas o delfines.

Lo peor de The Cove es que pudiera ser que su tesis fundamental fuese correcta y la pesca de delfines debiera estar prohibida. Pero es tal la manipulación conceptual y audiovisual –chillidos de delfines incluidos–, que cualquiera con un poco de reticencia crítica ante un intento de adoctrinamiento alzará instintivamente la guardia mental. En The Cove se abusa de las terribles pero bellas imágenes de las aguas tintas en sangre, pero no hay rastro de un debate relevante, honesto y con todas las cartas sobre la mesa acerca de la pesca del delfín.

Marvin Harris advertía en su libro Bueno para comer sobre los prejuicios alimenticios. 
Si los hindúes de la India detestan la carne de vacuno, los judíos y los musulmanes aborrecen la de cerdo y los norteamericanos apenas pueden reprimir una arcada con sólo pensar en un estofado de perro, podemos estar seguros de que en la definición de lo que es apto para consumo interviene algo más que la pura fisiología de la digestión. Ese algo más son las tradiciones gastronómicas de cada pueblo, su cultura alimentaria.
Los eco-documentalistas norteamericanos seguramente han jugado de pequeños con peluches de delfín. Y no se come uno a su peluche. Pero los japoneses pescan a los delfines de una forma tan sangrienta como los gaditanos los atunes en las almadrabas, y no creo que los Moore y los Psihoyos vayan con sus eco-activistas a infiltrarse en un atunero para mostrarnos los ganchos con que se asesina a los atunes para nuestro deleite gastronómico. Y si lo hicieran no les premiarían con ningún Óscar. No hay peluches de atunes.

Nada es más relativo que las costumbres gastronómicas, como bien nos enseñan esos finos y vanguardistas cocineros que se llaman Ferrán Adriá y Hannibal Lecter. Los ricos, bien alimentados y sobradamente incultos eco-documentalistas norteamericanos ignoran concienzudamente que los alimentos preferidos por un pueblo vienen dados por una relación de costes y beneficios más práctica que los alimentos que se evitan. Cuando consigan que los tejanos dejen de hacer barbacoas con carne de vacuno, que se vayan a dar lecciones a los japoneses. Ni un minuto antes.

Imaginen un documental de hindúes sobre unos mataderos en Madrid, escenario de un genocidio de vacas sagradas, que mostrase a cámara lenta cómo las golpean y degüellan, las manchas de sangre en el suelo, el matarife sonriendo... Todo ello, a cámara lenta y con música de violines (bueno, si son hindúes, de sitar).

The Cove. Está previsto el estreno en España el próximo mes de junio.


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