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NOVEDAD EDITORIAL

'¿Quién mató a Efialtes?'

Hace más de treinta años, cuando apenas habían transcurrido diecisiete desde que los medos se retiraron de Europa, vencidos por mar y por tierra por los griegos, hacía ya tiempo que había yo dejado de ser efebo y apenas me acordaba de los veranos en que los hombres importantes de Atenas visitaban la palestra con la exclusiva finalidad de admirar mi cuerpo.


	Hace más de treinta años, cuando apenas habían transcurrido diecisiete desde que los medos se retiraron de Europa, vencidos por mar y por tierra por los griegos, hacía ya tiempo que había yo dejado de ser efebo y apenas me acordaba de los veranos en que los hombres importantes de Atenas visitaban la palestra con la exclusiva finalidad de admirar mi cuerpo.

Ahora ya nada queda en mí de aquella lozanía y de aquel brillo. Pero en el tiempo en que comienza mi narración, todavía era capaz de suscitar la admiración de hombres y mujeres.

Aquel día aciago amaneció con un gran sol, como si Zeus hubiera querido engañarnos y deslumbrarnos para ocultarnos los signos que anunciaban terribles acontecimientos. Muchos, no obstante, recordarían, luego de acontecida la tragedia, haber visto una bandada de grajos revolotear por la acrópolis durante la mañana. Aquel día, digo, fui temprano al ágora. Hacía unos meses que había llegado Parménides de Elea a la ciudad. Llegó acompañado de su discípulo Zenón. Andaba yo deseoso de aprovechar toda ocasión que se presentara de recibir las enseñanzas de cualquiera de los dos. En el cuerpo del maestro habían comenzado a mostrarse los odiosos signos de la vejez, aunque su mente gozaba todavía de la agilidad de una liebre de Tesalia. Hoy tengo a Parménides por un filósofo superior a Zenón, pero entonces fue éste quien atrajo más mi atención. En mi estupidez, espero que fruto de mis pocos años y no de una idiocia congénita, me resultaba fácilmente aceptable, y no especialmente digno de admiración, que un hombre veinticinco años mayor que yo fuera infinitamente más sabio. Y, en cambio, no entendía que otro de mi misma edad fuera capaz de enredarme en la maraña de sus argumentos. Recuerdo indeleble de mi estulticia es la pequeña cicatriz que aún hoy percibo debajo de mi lengua, huella que ha quedado de la herida que me hice con mis propios dientes. Ocurrió que, al final de uno de los discursos de Zenón, quedé embelesado y continué mirándole con la boca tan abierta, que ésta pareciera la cueva de Polifemo. Mi amigo Megaristo, al verme así, pasmado como estaba, no pudo evitar la tentación de cerrármela con un golpe seco de su codo en mi barbilla. Me mordí y empecé a sangrar. El dolor me sustrajo del ensimismamiento.

Pues bien, aquel día me dirigí temprano al ágora a buscar el corro, siempre numeroso y heterogéneo, que habitualmente se formaba alrededor de Zenón. A éste le gustaba impartir sus enseñanzas en la estoa Pécile, los soportales más modernos del ágora en aquel tiempo y que son, aún hoy, los más cómodos de todos los que se encuentran en Atenas, pues están orientados al mediodía. Allí el ambiente es propicio a la filosofía, alimentada la vista y apaciguado el espíritu por las bellas pinturas de Polignoto y Micón, que representan las hazañas de los héroes de Atenas. Llegué a tiempo y empezó Zenón su discurso cuando los que le rodeábamos hubimos quedado en silencio. Explicó el filósofo aquel día, entre la fascinación de los más jóvenes y el asombro de los más viejos, que nada hay de lo que debamos desconfiar más que de nuestros propios sentidos, los mayores enemigos de la razón. Y esto, según él, se podía comprobar fácilmente pues, tal y como enseguida demostraría, el sonido no existe.

–¿Cómo es que el sonido no existe si, cuando se produce, yo lo escucho tal y como escucho ahora tus estupideces? –dijo uno de los más próximos al sabio.

Zenón no se inmutó ante el insulto y comenzó a discurrir:

–¿Estás seguro de que me oyes? –dijo el filósofo dirigiéndose al que había puesto en duda su afirmación.
–Tan seguro estoy de ello como de que el sol salió esta mañana –contestó.

Luego comenzó el maestro una de las exhibiciones que tan famoso le han hecho.

–Entonces, ¿serías capaz de oír el ruido de un grano de mijo al caer?
–Cualquiera que no sea sordo puede oír perfectamente el ruido de un grano de mijo al caer –dijo el hombre con suficiencia.
–¿Y medio grano? ¿Serías capaz de oír el ruido que hace medio grano de mijo al caer al suelo?
–Supongo que sí, que sería capaz de oír el ruido de medio grano de mijo al caer.

Los que le rodeábamos dirigimos nuestra mirada al maestro con un gesto entre desilusionado y expectante. Pero Zenón se mostraba seguro:

–¿Y la mitad de medio grano? ¿También oirías el ruido que hace la mitad de medio grano de mijo al caer?

El espontáneo polemista dudó. Luego nos pareció que iba a decir que sí, pero antes de que pudiera hacerlo, la pequeña multitud que habíamos llegado a ser gritamos:

–No, no, no...

Zenón echó el cuerpo hacia atrás mostrando su satisfacción, en un signo inequívoco del que se tiene ya por triunfador:

–¿Lo ves? Si la mitad de medio grano de mijo al caer no hace ruido, es decir, su sonido es igual a cero, la suma de varias mitades de medio grano de mijo al caer ha de ser también igual a cero. Conclusión: un saco lleno de granos de mijo no hace ningún ruido al caer.

Todos le miramos asombrados. Él, por su parte, dejó que estrujáramos nuestros sesos tratando de descubrir dónde se escondía la trampa, pues no podíamos dar por bueno que el saco de granos de mijo no hace ruido al caer cuando es obvio que lo hace. Pasados unos instantes, alguien sintió la necesidad de recordarlo:

–Pero lo cierto es que el saco de granos de mijo ¡sí hace ruido cuando cae al suelo!

Zenón sonrió entonces con picardía:

–Si el saco de granos de mijo hace ruido al caer y, sin embargo, las distintas mitades de medio grano de mijo que lo integran no lo hacen, ¿qué ha de significar semejante contradicción?

Nos habíamos quedado sin respuestas, así que continuó él:

–¿Qué significa que la suma de varias cosas, que no producen ruido, lo hace?

Nuevo silencio.

–Sencillamente, significa que el sonido no existe. Es una invención caprichosa de nuestros sentidos. Ahora lo hay, ahora no lo hay; ahora se escucha, ahora no se escucha. El sonido se comporta irracionalmente y nada que no se atenga a la razón puede tenerse por real ni darse por hecha su existencia.

Cuando ya estábamos todos convencidos de que el sonido no existía y que, por tanto, carecía de sentido tomar ninguna precaución ante cualquier estruendo que escucháramos a nuestra espalda, Zenón se sonrió y luego, abiertamente, comenzó a carcajearse con escándalo:

–No habéis entendido nada. Absolutamente nada. Probablemente, la mitad de medio grano de mijo al caer hace alguna clase de ruido, pero nosotros no somos capaces de oírlo. Sólo podemos percibir la suma de esos pequeñísimos ruidos, pero no cada uno de ellos aisladamente. Si varias mitades de medio grano de mijo caen sucesivamente hasta completar el saco, nada oiremos; pero, si cae el saco completo, escucharemos perfectamente el ruido que hace al caer. Y esto ¿qué significa?

Ulterior silencio entre el auditorio.

–Significa –continuó Zenón– que no podemos fiarnos de nuestros sentidos. Es posible que el sonido exista, pero no podemos oír todos los sonidos que existen. Es posible que el sonido no exista y que no sea más que una invención de nuestros sentidos. La conclusión es: no podemos aceptar nunca como definitiva la información que nos suministran nuestros sentidos. Fiaros sólo de la razón. La razón no os engañará nunca.

Y, mientras lo decía, se señalaba con el índice la cabeza para ilustrar sus palabras. Aquel día tuvimos suerte porque, la mayoría de las veces, Zenón no se tomaba la molestia, como había hecho en aquélla, de retirar sus redes. De costumbre, nos dejaba allí, debatiéndonos inútilmente, tal y como hacen los peces cuando salen del mar enredados unos con otros en las mallas de los pescadores. Y así quedamos cuando nos explicó cómo el pélide Aquiles es incapaz de alcanzar a la tortuga o cómo la flecha nunca llega a su destino, lo que demuestra, entonces, según él, que el que no existe en esta ocasión, en vez del sonido, es el movimiento.

Pericles.Aquel día, en el que por primera vez escuché de los labios de Zenón la aporía del grano de mijo, estaba él recogiendo los óbolos que sus pasmados oyentes quisimos darle cuando vimos cómo se acercaban hacia nosotros los que hacía poco se habían convertido en los dos hombres más importantes de Atenas. Efialtes andaba de forma desgarbada, descalzo, como los esclavos, arrastrando los pies, levantando con ellos más polvo que el carro de Aquiles cuando tiraba del cadáver de Héctor ante las murallas de Troya. Desaliñado, casi sucio, su rostro parecía el de un campesino ático, de nariz chata y labios prominentes. Se apreciaba que no le gustaba frecuentar al barbero y cualquiera que no le conociera jamás habría sospechado el poder que acumulaban sus manos. Pero Efialtes, aunque no pertenecía a una familia aristocrática, disponía de considerables rentas, que le hubieran permitido calzar unas buenas sandalias e ir adecuadamente aseado. Los que éramos sus adversarios políticos, los aristócratas atenienses, pensábamos que la poca atención que prestaba a su aspecto era debida, no a la indolencia o a la falta de educación, sino al propósito de que, con los pies desnudos y el vestido andrajoso, el demos lo percibiera como alguien próximo y familiar, a la par que despegado de los lujos de que disfrutan los aristócratas. ¡Qué verdad es que idénticas costumbres, como la de llevar los pies descalzos, en hombres diferentes son consecuencia de muy diferentes actitudes! Muchos años después de aquel día nefasto conocí a un hombre que, como Efialtes, tiene por norma no utilizar sandalias ni clase alguna de calzado. Pero, lo que en Sócrates es sobriedad, en Efialtes era teatralidad; lo que en aquél es sabiduría, en éste era únicamente apariencia.

A Efialtes le acompañaba Pericles, que andaba garbosamente, con el mentón apuntando al cielo en la típica actitud orgullosa que ha caracterizado siempre a los miembros de su familia, los Alcmeónidas. Los labios finos, la nariz recta, los ojos grandes, la frente altiva, todo en él rebosaba nobleza y gallardía. Una sobria túnica larga de lino, discreta, pero de calidad, le daba el clásico aspecto del aristócrata orgulloso y elegante de Atenas. Caminaba con pasos largos y pausados, saludando con un leve gesto de la cabeza a todo el que conocía. Incluso un bárbaro se hubiera dado cuenta de la superior nobleza de Pericles. ¡Y dicen los demócratas que tanto da ser de una familia que de otra! No se percatan de que la diferencia no está, lógicamente, en el lugar donde se nace, sino en la diferente educación que se recibe según se ve la luz en uno o en otro ambiente. Entre nosotros se aprende el orgullo de ser quien se es y entre ellos sólo se atiende a pasar lo mejor posible, sin consideración a lo que se representa ni a lo que se es, únicamente preocupados de cómo se está, de modo y manera que el sacrificio se asume solamente para estar a la postre mejor y nunca con el exclusivo fin de ser mejor. Efialtes no andaba descalzo porque así lo exigiera su sentido de la dignidad, sino para asegurarse el favor del demos. Pericles, al menos, tiene la dignidad de presentarse tal cual es: un noble ateniense.

Por aquel tiempo, y desde hacía ya muchos meses, Efialtes y Pericles, tan distintos en tantas cosas, se habían hecho inseparables. Al poco de iniciarse esta extraña amistad, después de hacerse evidente que Pericles, renegando de su clase, prefería encuadrarse dentro del partido democrático, algunos de los que nos identificábamos con el partido oligárquico creímos que la proximidad de un aristócrata a Efialtes serviría, cuando menos, para moderar su brutal instinto subversivo. Pensamos que un noble capaz de influir en las decisiones de Efialtes nunca permitiría que éste fuera demasiado lejos en sus insensatas reformas. Sin embargo, en aquellos días en que Zenón se ganaba la admiración de los ciudadanos atenienses, estábamos empezando a convencernos de que nos habíamos equivocado con Pericles. Nada hizo para impedir el ostracismo de Cimón, el hombre más querido de Atenas; tampoco hizo nada por evitar que el Consejo del Areópago fuera privado de la mayoría de sus prerrogativas. Esta última fue una medida extraordinariamente grave porque el Areópago era el único órgano en el que la voz de los aristócratas prevalecía y su control nos había permitido hasta entonces impedir que las decisiones más equivocadas, por apresuradas, de la Asamblea pudieran llegar a ser desarrolladas. Es verdad que, formalmente, nunca tuvo el Areópago la función de controlar a la Asamblea y sí la de ser guardián de las leyes, esto es, la de ser algo así como un tribunal encargado de juzgar, no las conductas de los hombres, sino sus decisiones políticas. Su misión era la de revocar aquellas que fueran tenidas contrarias a nuestras leyes tradicionales, las que la ciudad se dio con ocasión de las reformas de Clístenes cincuenta años antes, cuando fue expulsado el último tirano de Atenas. Y no es menos cierto que el Areópago, en muchas ocasiones, abusó de la función que le estaba encomendada utilizándola para revocar decisiones que no eran abiertamente contrarias a las leyes, pero sí excesivas, peligrosas o simplemente opuestas a los intereses de la ciudad. Pero, con todo, el Areópago era un eficaz freno a la temida demagogia, ante la cual los despreocupados ciudadanos atenienses carecían de defensa. Efialtes, con sus reformas, suprimió este freno y Atenas tomó decididamente, ante la lamentable indiferencia de un aristócrata como Pericles, el camino hacia su propia destrucción.

Los argumentos utilizados por Efialtes fueron un paradigma de retórica demagógica. Según él, desde que los tiranos pisitrátidas habían sido expulsados, habíamos cubierto los atenienses un largo camino cuajado de dificultades y de heroísmo para terminar cayendo en una tiranía de peor condición por estar disfrazada con un manto de democracia aparente. Su conclusión fue que en realidad Atenas estaba siendo gobernada por la tiranía de la oligarquía ateniense, ejercida a través de su órgano más significativo, el Consejo del Areópago. Éste, para Efialtes, no era más que un lobo con piel de cordero. Y es que, según él, sus aristocráticos miembros, los areopagitas, perseguían hacerse subrepticiamente con todos los poderes de la ciudad para privar de ellos al pueblo, que únicamente estaba representado en la Asamblea de ciudadanos. Fue bochornoso ver cómo Efialtes desacreditaba la institución con la más baja de las estratagemas, provocando el desprestigio de sus honorables miembros con juicios y procesos, de forma y manera que llegó a ser raro el areopagita que no fue juzgado y condenado. Y yo me pregunto: ¿es que hay forma más ruin de lucha política que la de llevar ante los tribunales a los adversarios políticos? ¿Es honesto abusar de las debilidades de los demás para sobresalir entre ellos, no por los propios méritos, sino por los defectos de los otros? Admito que muchas de las acusaciones se comprobaron fundadas, pero respondían a conductas, no del todo honestas, que estaban generalizadas entre los magistrados y, sin embargo, sólo los areopagitas fueron acusados y condenados. Estoy convencido de que el último objetivo de Efialtes no era restaurar la ética pública, sino destruir la institución que estorbaba a sus proyectos de reforma. Así que Efialtes empleó a la Justicia como una herramienta vil para conducir a Atenas hacia la democracia que él llamó "avanzada" y que yo maldigo como "radical" y "tiránica" y que es la que hasta hoy padecemos. No habría Pericles podido encontrar mejor ocasión para demostrar sincero respeto hacia sus antepasados que esta que entonces se le presentó de moderar la furia reformista de Efialtes. Sin embargo, nada hizo para atemperarlo. Al contrario, destruyó nuestras escasas esperanzas de que el proceso fuera abortado cuando se mostró implacable en sus acusaciones contra Cimón, el único que podía haber evitado el desastre, propiciando que fuera condenado al ostracismo. ¡Cuán remotos parecían, a pesar de hallarse tan próximos, los días en que el demócrata Temístocles y el aristócrata Arístides colaboraban y se esforzaban al unísono por conseguir una Atenas más grande y poderosa! Tras ello, llegado el momento de que los aristócratas, con el noble Cimón al frente, dirigiéramos la ciudad, Efialtes decidió romper las reglas del juego para desembarazarse de su adversario. Fue entonces cuando Pericles, lejos de mitigar siquiera la velocidad de las reformas y la vehemencia de las acusaciones, jaleó al demagogo para que perseverara en su propósito. Creo, aun sin tener ninguna prueba de ello, que, sin el apoyo de Pericles, Efialtes jamás habría alcanzado sus metas. Sí habría podido aportar el empuje y el entusiasmo en la búsqueda de una libertad mal entendida, pero fue Pericles el que puso la inteligencia, su mucha inteligencia, al servicio de aquellas ideas descabelladas.

 

NOTA: Este texto es un fragmento de ¿QUIÉN MATÓ A EFIALTES?, la segunda novela de EMILIO CAMPMANY, que acaba de publicar la editorial Ciudadela.

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