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SISMOLOGÍA

¿Puede la ciencia evitar otro Haití?

Casi con idéntico desabrigo, apartamos la mirada de los escombros aún polvorientos de un Haití que ya no es en busca del rostro reconfortante de Dios, o del científico. Y en el fondo nos da igual. Porque ni uno ni otro parecen dispuestos a consolarnos.

Casi con idéntico desabrigo, apartamos la mirada de los escombros aún polvorientos de un Haití que ya no es en busca del rostro reconfortante de Dios, o del científico. Y en el fondo nos da igual. Porque ni uno ni otro parecen dispuestos a consolarnos.
Duele, sobre todo, la incapacidad de la ciencia. Acostumbrados como estamos a creer que ella sí lo puede todo, nos cuesta aceptar que su dominio de la naturaleza apenas se extiende unos metros más allá de la probeta del laboratorio. Transcribimos las leyes por las cuales creemos que funcionan las cosas, pero somos incapaces de modificarlas un ápice.

A la pregunta que da título a esta columna solo se le puede contestar con un agorero "no". La ciencia no podrá evitar otro Haití. No podrá siquiera predecir con cierto grado de certeza cuándo ocurrirá el próximo.

La sismología es una disciplina joven que, en sus escasos años de vida (apenas un siglo y medio), ha avanzado a paso de gigante. Hace 150 años no sabíamos ni siquiera por qué se movía la Tierra. En ese tiempo se han diseñado los modelos actuales de tectónica de placas, se ha aprendido a medir las ondas sísmicas que proceden del subsuelo, se han inventado aparatos capaces de detectarlas a niveles de intensidad milimétrica, se han desarrollado arquitecturas capaces de resistir los vaivenes del manto agitado, se han implantado estrategias de rescate y mitigación de daños... Pero no se ha podido evitar ni un solo terremoto. No se ha podido alertar a la población con suficiente antelación de las mayores catástrofes que ha padecido.

"La civilización existe con el premiso de la Tierra, y ésta se halla sujeto a cambio sin previo aviso". Lo dejó escrito Will Durant en su Historia de las civilizaciones y encierra una verdad científica incuestionable. La Tierra es opaca a nuestro entendimiento. Cualquier relación con ella no deja de ser un juego de cartas donde los ases no están, precisamente, en nuestra mano.

Al contrario de lo que ocurre con la transparente atmósfera o con la desnuda multiplicidad de los rayos de luz o con el cristalino escaparate de los átomos, el centro de la Tierra está vedado a nuestra vista. No podemos viajar con él, no podemos extraer de él muestras, imitarlo a escala real, tocarlo, diseccionarlo. Lo conocemos a partir de los datos indirectos que nos ofrecen, oh paradoja, los terremotos. O sea, que el único modo de conocer a los terremotos, de aprender a dominarlos, pasa por que haya terremotos.

Las ondas sísmicas son una especie de huella dactilar del corazón terrestre. Cada capa de materia que atraviesan, cada sustancia que agitan provoca en ellas una distorsión peculiar. Estudiando esas ondas, sus variaciones, intensidades, direcciones y frecuencias, los sismólogos pueden elaborar mapas de la estructura y el comportamiento del interior del planeta. Pero esos mapas son a la naturaleza lo que las radiografías a nuestro comportamiento: meras imágenes en negativo de una realidad mucho más compleja.

Sabemos cuál es la porción de planeta que tiene más probabilidades de sufrir una catástrofe (el cinturón imaginario que une todos los puntos de intersección ente las placas tectónicas). Pero también sabemos que un terremoto puede ocurrir en cualquier lugar y en cualquier momento.

Es imposible establecer predicciones deterministas de un suceso geológico. Los astrónomos son capaces de conocer con certeza cuándo se producirá el próximo eclipse de sol. Los meteorólogos pueden predecir la probabilidad de que llueva mañana. Los sismólogos no pueden hacer ni una cosa ni la otra. No conocen las ecuaciones que subyacen a la recurrencia sísmica, no pueden meter los ojos directamente en el modelo de estudio y carecen de precursores válidos de la actividad sísmica al modo de "Si hay nubes, es probable que llueva". Ni la composición química de las aguas subterráneas, ni la detección de anomalías en la corteza terrestre, ni las pautas de sismicidad pasada funcionan como precursores. Todo eso se ha probado, todo eso ha fallado.

Así las cosas, a lo más a que los humanos hemos podido llegar es a prevenir los efectos de un terremoto y mitigar anticipadamente los daños. Las poblaciones cercanas a zonas de riesgo pueden proteger sus construcciones, articular planes de emergencia y educar a su población para casos de catástrofe. Flaco consuelo. Porque ni el mejor de los planes resulta eficaz ante un magnitud 9.

Para colmo, los seres humanos tendemos a arremolinarnos allá donde la naturaleza nos espera con más virulencia. Lejos de ocupar el espacio amplio que la corteza nos brinda, construimos nuestras ciudades como enjambres alrededor de zonas sísmicas y volcánicas, al abrigo de las tierras templadas y las cordilleras, tentando a la suerte una y otra vez.

Es por eso por lo que no creo que existan catástrofes naturales. Y sí la humana catástrofe que supone nuestra desigual relación con una naturaleza lejos aún de siquiera parecer domada.
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