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MEMORIAS ERRÁTICAS

Por palacios y pensiones

En Kioto y sus alrededores hay unos cuarenta antiguos palacios, templos, villas y parques merecedores de la más atenta visita. Como turistas de pocos preparativos, típicos bárbaros, en fin, nada teníamos previsto cuando nos encaminamos a aquella ciudad. En el autobús, desde el que apreciamos que Japón también disponía de una campiña esplendorosa, trabamos amistad con un amable señor de Kioto, que se hizo cargo de nosotros.

En Kioto y sus alrededores hay unos cuarenta antiguos palacios, templos, villas y parques merecedores de la más atenta visita. Como turistas de pocos preparativos, típicos bárbaros, en fin, nada teníamos previsto cuando nos encaminamos a aquella ciudad. En el autobús, desde el que apreciamos que Japón también disponía de una campiña esplendorosa, trabamos amistad con un amable señor de Kioto, que se hizo cargo de nosotros.
El Pabellón Dorado, al norte de Kioto. Foto: Cristina Losada.
No sólo nos buscaría pensión, la primera con tatami que catarían mis huesos, y nos invitaría al sushi de rigor, sino que también nos acompañaría por cuanto era digno de verse.
 
Siguiendo a duras penas a nuestro incansable cicerone, hicimos un cursillo acelerado por las obras maestras de la arquitectura y la jardinería japonesas. Las había con secretos, como el palacio del nightingale floor, como lo denominó el guía que enseñaba las dependencias. El shogun había querido que el suelo de su residencia sonara al pisarlo, a fin de precaverse de los intentos de asesinato, que abundaban en la época. Que el suave crujido fuera como el canto del ruiseñor ya era para nuestros oídos, educados en sonidos más salvajes, menos evidente.
 
Nuestro amigo nos llevó hasta las afueras para que admiráramos el templo del Pabellón Dorado, con sus jardines, estanques, puentes e islas. En todas partes los jardines eran de una belleza sobrecogedora. Parecían fruto del capricho de la Naturaleza, pero no. En ellos no había árbol ni arbusto ni piedra que se hubiera colocado sin considerar la coloración de las hojas en cada estación, el reflejo en el estanque, el efecto en el conjunto y otra miríada de detalles. Había jardines que incorporaban la silueta de algún monte lejano. Y la maestría consistía en que nada de eso se notara, que todo pareciera tan casual como una tirada de dados. Eran, en definitiva, obras de arte.
 
Visitamos el jardín emblemático de la filosofía zen y del arte surgido de su influjo: el jardín con rocas y arena del templo del Dragón Apacible, el Rioan-ji. Luego se extendería por el mundo aquella estética, bien que en pobre imitación, pero uno percibía allí, en su inescrutable magnitud, la distancia entre aquel Oriente y nuestro Occidente. Recorrimos umbríos senderos que llevaban a las casitas de té anexas a villas palaciegas, y en algunos templos colgamos de los árboles tiras de papel, con las que se pedía la realización de algún deseo.
 
Nuestros deseos, los de Augusto y los míos, respecto al ritmo del viaje empezaron a divergir poco después. De Kioto fuimos a Nara. Allí descubrimos el bullicio de los centros comerciales subterráneos, la afición por las máquinas de juego, y que los japoneses, tan eficientes y educados durante el día, podían desmelenarse por las noches con algunas tazas de sake de más. Esto nos reconfortó, pero al regresar a Tokio Augusto consideró que ya tenía suficiente de un país donde salirse de la norma era la excepción y no la regla.
 
Yoko Ono y John Lennon.En cambio, yo quería quedarme. Japón me gustaba, y el californiano, que también, había sido expulsado de casa por su novia. Ésta, que atendía a ejecutivos estresados en un club nocturno, no estaba dispuesta a mantenerlo y él no encontraba trabajo. No era tan fácil como había creído que lo contrataran sin disponer de permiso.
 
Ya antes de la excursión a Kioto me había contado de su apretada situación en un bar en el que, por las imágenes difusas de un televisor, nos enteramos de que habían asesinado a John Lennon. La noticia cayó en Japón con especial intensidad. La mujer de Lennon era japonesa, pero había además gran afición al pop y al rock. En uno de los parques de la capital se reunían los domingos pandillas vestidas al estilo de la época de Elvis Presley, ellos con vertiginosos tupés y ellas con faldas de acampanados vuelos.
 
Augusto sacó un billete para Hong Kong en el Baikal, el mismo barco ruso que nos había traído desde la URSS, y quedamos en vernos dos semanas después en la entonces colonia británica. En Tokio nos alojábamos esos días en otro albergue juvenil, más céntrico pero regido por normas draconianas.
 
A las seis despertaban al huésped poniendo por los altavoces una canción que taladraba los tímpanos, y tras darle el desayuno le expulsaban a las frías semitinieblas exteriores. No se podía volver hasta la noche. El dormitorio de mujeres estaba tomado por una pandilla de jovencitas inglesas que hablaban como cotorras a la vez que rellenaban resmas de postales navideñas. En efecto, la Navidad se acercaba y los japoneses también se aprestaban a celebrarla.
 
En ese trance, me apunté sin dudarlo a una pensión que había encontrado el californiano en un barrio alejado del centro. Se llamaba English House y no desmerecía de las pensiones que Dickens pinta en sus novelas londinenses. La suciedad formaba parte de su naturaleza y era, por tanto, irreversible.
 
No disponía, por supuesto, de las instalaciones de baño que habían tenido los albergues, con auténticas piscinas de agua hirviente en las que se entraba no para lavarse, lo cual debía hacerse antes, sino para cocerse. El baño japonés ejercía efectos resucitadores, y yo achaqué el brío con que trabajaba la gente a aquellas abluciones nocturnas. En la pensión sólo había una ducha, convertida en reserva natural de hongos.
 
Losada, con su cicerone a las puertas de un palacio de Kioto. Hicimos una escapada a Nikko, estación invernal, en las montañas dominadas por el frío. Bajo los brillantes rayos del sol (que eso significa, dice el poeta Basho, el nombre del monte) empecé a entender a la novia del californiano. De vuelta en Tokio, los días hasta embarcarme se me hubieran hecho aún más largos de no ser por los ratos que pasamos con Hiro.
 
Había vivido en California y ahora era socio en una pequeña empresa de videojuegos. Con él frecuentamos un café lleno de relojes que marcaban la hora de las principales ciudades del mundo y en el que sonaba jazz, otra gran afición de los japoneses. Los clientes tenían a su disposición gruesos tomos de cómics, otro producto importado que los japoneses habían adaptado, como todo, a su gusto.
 
Era Hiro jovial y entusiasta, aunque colérico. Nos llevó a su casa el día de Navidad, y su madre viuda nos preparó la cena con una dulzura y amabilidad que no alteraban los gritos de su hijo, reconviniéndola por no traer cerveza con suficiente celeridad o por cualquier otro detalle.
 
Llegó el momento de las despedidas. Prometí y me prometí volver a Japón no para descifrar sus enigmas, sino para disfrutar más tiempo de ellos. El californiano me acompañó hasta el puerto de Yokohama. El viejo Baikal estaba allí, en una mañana fría y soleada que arrancaba destellos del mar y de los grandes barcos fondeados en la bahía.
 
A bordo, un grupo de jóvenes japoneses que portaban raquetas de tenis se despedía con serpentinas y pañuelos de sus familiares en el muelle. Iban a Hong Kong a jugar un campeonato. Al subir, los rusos me habían puesto en la mano las pastillas para el mareo. No sabía bien cuánto habría de necesitarlas; tampoco que no surtían efecto.
 
 
– Capítulo 1: La escapada.
– Capítulo 2: De París a Moscú.
– Capítulo 3: Una noche en el Metropole.
– Capítulo 4: Entrada en Siberia.
– Capítulo 5: Trueque en el Transiberiano.
– Capítulo 6: De un imperio a otro.
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