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MEMORIAS ERRÁTICAS

Por el "cementerio", entre las dunas

Todo viajero de pro que se interna en el Sáhara tiene su pequeña historia de tuaregs, y si no la tiene se la inventa, que no es difícil tejer alguna anécdota con lo que se oye de los nómadas del desierto aquí y allá.

Todo viajero de pro que se interna en el Sáhara tiene su pequeña historia de tuaregs, y si no la tiene se la inventa, que no es difícil tejer alguna anécdota con lo que se oye de los nómadas del desierto aquí y allá.
Un tuareg.
El aspecto y la indumentaria de estos gallardos habitantes de las arenas dan alas a la fantasía. Son altos, de piel morena, y algunos tienen ojos azules, rutilantes entre el paño oscuro con el que se cubren cabeza y rostro. Su origen es bereber y, aunque islamizados, sus costumbres difieren de las de los árabes, y en particular las de sus mujeres. A algún europeo encontré que había vivido entre ellos, sospecho que acogido al favor de una dama. Tenía ojos azules, el elegido. Lo digo para los que estén pensando en una aventura sahariana de esa clase.
 
También Jan y yo tuvimos nuestro tuareg. No hubo que inventarlo. Apareció él solito, cuando acampábamos en un amplio valle del Hoggar. Y, como para ir contra la imagen legendaria de los hombres azules, no llegó en camello, sino en un 4x4. Uno modesto y algo añoso, pero un vehículo más apropiado que los nuestros para el lugar. Andaba por allí a la busca de no sé qué plantas medicinales con las que quería remediarse un dolor de espalda. Vivía en Tamanrasset y se ofreció a acompañarnos hasta allí. Habíamos pasado algunas horas en medio de aquellas montañas de rara fisonomía, y dimos por acabada la contemplación; había que continuar si no queríamos achicharrarnos bajo el sol del verano.
 
Tamanrasset venía a ser un campamento permanente de los tuareg, nombre que les dieron sus enemigos árabes y significa "almas perdidas", aunque ellos se llamaban a sí mismo imochag, "los que son libres". Esto lo cuenta Paul Bowles, que anduvo no tan al sur, pero por la zona, en los años 50. Después el término se impondría y ellos mismos se identificaban como tuareg.
 
En aquel poblado se habían hecho sedentarios los nómadas, que vivían en casas de adobe o ladrillo y se dedicaban a sus negocios, fueran cuales fueran. No supimos a qué se dedicaba nuestro amigo, pero debía de ser figura importante, a juzgar por sus modales y su casa. Se relacionó con nosotros de igual a igual, sin la suspicacia o el deseo de obtener algo que solían enturbiar el contacto con los argelinos. Nos llevó a un mecánico, pero éste no supo decir si la suspensión del coche azul estaba kaputt, como sospechábamos.
 
A partir de ese punto dejaba de existir aquella sucesión de jirones de asfalto y cráteres que habían bautizado como La Transahariana. Se acababa la pretensión civilizada y empezaba la pura naturaleza, que ahí era la arena pura. Los kilómetros hasta In Guezzam, siguiente punto habitado, no debían de ser más de cuatrocientos, pero eran los más complicados. Un poco inconscientes de los riesgos, como siempre, emprendimos la travesía animados por primera vez en mucho tiempo: por fin, llegábamos al final, y por fin, íbamos a disfrutar de un desierto como Dios manda.
 
Al verse ante la extensión de arena cubierta de surcos dejados por los vehículos sentía uno la euforia del niño al que conceden un enorme espacio para jugar como le dé la gana. Sólo había que elegir una de aquellas rodadas y tirar para adelante.
 
Coches abandonados en las inmediaciones de In Guezzam. Foto: photobiker.com La pista más usada se reconocía con facilidad. Era a sus lados donde más carcasas de coches requemadas por el sol testimoniaban que aquello no era coser y cantar. Había de todo en aquel cementerio de automóviles, pero abundaban los restos de vehículos que no estaban hechos para aquellas aventuras, como dos caballos, escarabajos, dyanes y otros por el estilo.
 
¿Aguantarían los nuestros? Muchos de los coches se hallaban patas arriba, luego habían volcado. Pues al peligro de la arena blanda, en la que podía quedar uno atascado, se añadía el de la arena dura y arrugada como la uralita, sobre la cual el agarre de los neumáticos era precario, y el derrape y el vuelco fáciles. Se imponía lo de despacio y con buena letra, pero cuando las condiciones mejoraban apretábamos el acelerador. Los coches iban levantando a su paso olas de arena.
 
A la caída del sol, desde la cima de una duna, Jan decidió que era el momento de celebrar algo. Había llevado consigo una cerveza alemana de medio litro. Y tras constatar que no estaba demasiado caliente, teniendo en cuenta el lugar, resolvió abrirla y beberla. Lo primero fue posible, lo segundo no. Antes de que cayera en el vaso, la cerveza se evaporó en espuma. Toda ella. Quedaron unas gotas como prueba de que había sido, alguna vez, un líquido. A mí no me importó, pues no era yo amiga de la birra, pero a Jan no le sentó aquel desaire.
 
Cada tanto, una duna se interponía en el camino. Eran muy bonitas y daba gusto subirse a una y lanzarse por la arena abajo, como en un tobogán. Pero atravesarlas con los coches era menos divertido. Topamos con la duna más imponente a la peor hora, al mediodía. Como habíamos hecho otras veces, estudiamos el terreno hasta encontrar una brecha practicable. Probé suerte yo primero. Convenía pasar a cierta velocidad, pero no demasiada, y no dudar a medio camino. Algo falló, y la arena trincó al coche.
 
Había que sacar las planchas metálicas y la pala y currar bajo el sol. Así lo hicimos, pero en lugar de salir de la arena el coche hundía más en ella sus traseras. En esos intentos andábamos cuando el motor decidió pararse. Tocaba abrir el capó y ver qué diablos pasaba. ¿Era el carburador, que ya había dado señales de mala conducta? Bajo el calor aquél no estaba uno muy inspirado. Nos vimos apresados allí para muchas horas, o para siempre. Y así hubiera sido de no mediar la aparición de un 4x4 moderno, cristales ahumados y aire acondicionado. Sus ocupantes, argelinos de cierto rango, decidieron parar.
 
La solución fue el remolque. Llevábamos una cuerda, y con ella unimos su coche al nuestro. El 4x4 empeñó toda su potencia, y con la ayuda de las planchas y de la providencia logró sacar el 504 de la arena. Al cabo volvió a arrancar el motor. El carburador había sufrido un simple ahogo. Nosotros también. Sudados y agotados, nos tomamos después un respiro. Tumbada a la sombra de mi coche, y viendo en lontananza a un camión argelino, parado también, me conminé a no ceder, cuando pasara el tiempo, a la tendencia a olvidar lo malo y embellecer la experiencia. Más que nada, para no repetirla.
 
Bowles decía que nadie que haya permanecido en el Sáhara durante algún tiempo sigue siendo la misma persona que cuando fue allí, y que, una vez experimentado el bautismo de soledad, uno quiere volver a esa tierra inmensa de luz y silencio. No estoy segura de que ese fuera mi caso. Las dificultades del viaje fueron pesando más que la belleza del paisaje, y no lamenté nada dejarlo atrás y aproximarnos a la frontera que marcaría el final de algunas penalidades. No sabía que iba a ser el principio de otras.
 
 
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