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MEMORIAS ERRÁTICAS

Otavalo y el milagro de los dólares

La escalera del hotel Viena no llevaba al cielo. De momento, nos condujo a un cuarto donde no habían sido avaros con el barniz; y, acto seguido, a la reyerta. Jan no estaba dispuesto a pasar la noche entre los vapores de aquel aroma. Yo no pensaba salir en busca de otra pensión. Tomadas las posiciones, y dado nuestro historial, no había negociación posible. Jan cogió la puerta y yo me quedé allí. Tuve la impresión de que aquello era el final. Y, en efecto, Jan no apareció al día siguiente, ni al otro. 

La escalera del hotel Viena no llevaba al cielo. De momento, nos condujo a un cuarto donde no habían sido avaros con el barniz; y, acto seguido, a la reyerta. Jan no estaba dispuesto a pasar la noche entre los vapores de aquel aroma. Yo no pensaba salir en busca de otra pensión. Tomadas las posiciones, y dado nuestro historial, no había negociación posible. Jan cogió la puerta y yo me quedé allí. Tuve la impresión de que aquello era el final. Y, en efecto, Jan no apareció al día siguiente, ni al otro. 
La suerte estaba echada. Me había quedado sola y era el momento de decidir. El dilema era sencillo: continuar el viaje o regresar a Europa. Con un billete de vuelta que no vencía hasta el año siguiente, no había que pensar mucho. Iba a quedarme.
 
Además, me gustaba Ecuador. Era entonces un país tranquilo, más si se lo comparaba con sus vecinos. Pero mis recursos financieros no daban para seguir viviendo como una turista. Debía encontrar alguna fuente de ingresos, algún trabajillo que me permitiera  ir tirando. En Esmeraldas había intentado el negocio de dar clases de yoga. No me había acompañado el éxito, pero seguía pensando que mis conocimientos de tal arte podían servirme en aquel país, y más por exóticos que por abundantes.
 
Llamé por teléfono a varios gimnasios de Quito ofreciendo un tipo de yoga que había decidido apellidar "chino" para darle más novedad. Sólo uno se mostró interesado, lo que ya era sorprendente. Y en éstas me acordé de Otavalo, de lo que me habían contado en Atacames unos viajeros acerca de una academia que ofrecía cursos variopintos.
 
Fui para allá una tarde, en una buseta que iba rumbo a Ibarra, una población de más enjundia y más próxima a la frontera con Colombia. Me dejó en la carretera principal e hice a pie el camino hasta el pueblo. Y cuando entré en la plaza me dije que había dado con el lugar. El silencio era tal que se oía el murmullo de las copas de los árboles al mecerse con el viento. Al fondo, entre la línea de montañas, se alzaba como un guardián,  un volcán apagado. Parecía un lugar fuera del tiempo.
 
La academia era bien conocida en el pueblo. Se encontraba al otro lado, al borde mismo de un puente bajo el que pasaban las aguas de un riachuelo. El edificio era sencillo y de construcción reciente. Su directora me recibió al momento.
 
Carol era una mujer alta, delgada, seria y agradable. Como buena americana, se mostró receptiva y confiada. No le extrañó que una desconocida, y para más, extranjera, apareciera por allí ofreciéndose a dar clases. El único inconveniente era que no necesitaba a una profesora de yoga, pues ya contaba con una, de la que estaba muy contenta. Lo que precisaba, justo entonces, era una profesora de ballet. La que tenía acababa de comunicarle su marcha.
 
¡Ballet! Había asistido yo en Madrid a clases de danza, pero danza moderna, y ella quería una profesora de clásico. Era un contratiempo, pero, pensándolo mejor, ¿por qué no iba a poder hacerlo? A fin de cuentas, la preparación para la técnica que yo conocía, los ejercicios de barra y todo lo demás, era la misma que para el ballet clásico. La mayoría de las alumnas iban a ser principiantes. Y, sobre todo, no había encontrado en ninguna otra parte durante aquel viaje un sitio de apariencia más plácida que Otavalo. Le dije que podía hacerme cargo.
 
Detalle de la portada de una edición en alemán de CIEN AÑOS DE SOLEDAD.El siguiente escollo era más difícil de remontar. El sueldo que me iba a pagar no me llegaría para vivir. Mis reservas estaban bajo mínimos. Sólo si me hacía enviar algún dinero del que aún tenía en España podía aceptar el trabajo e instalarme en Otavalo. Se imponía regresar a Quito y hacer gestiones.
 
En el hotel Viena, en el mismo cuarto del olor a barniz, ya evaporado, donde releía los Cien años de soledad en la versión alemana que alguien se había dejado allí, me di cuenta de que el dinero no llegaría tiempo. Aunque llamara por teléfono, un lujo impensable, sabe Dios cuánto tardaría la transferencia. Y del servicio de correos, al que había fiado el asunto, ¿qué esperar? Si uno se adentraba en los laberintos y cavernas de la oficina central se daba cuenta de que allí también reinaba otro tiempo y sobrevivía otra época. La oportunidad que se me había presentado iba a volatilizarse tontamente. Sólo un milagro me sacaría del apuro. Y ocurrió.
 
Había llegado el doloroso momento de desprenderme y cambiar uno de los pocos travellers que me quedaban. Había que pagar el hotel y la comida, que por barata que fuera costaba algo. Aquella mañana la agencia de cambio estaba a rebosar. Algo había ocurrido con el valor del peso ecuatoriano, que el personal se había lanzado a comprar o vender dólares.
 
Logré cambiar al cabo de un rato y, huyendo del tumulto, me fui a uno de los pequeños mostradores laterales para arreglar los documentos. Al levantar la chequera, ya casi vacía, vi bajo la tapa de cristal, extendido sobre el fondo del pupitre, un billete de cien dólares. ¿Era un dibujo, un billete de broma? No. Eran cien dólares auténticos, que debían de haber caído por la ranura que había entre el cristal y la madera. Una cantidad que en Ecuador, y para mí, era una fortuna.
 
Dudé unos segundos. Podía dar el aviso a uno de los empleados. Pero esos dólares, ¿a qué bolsillo irían a parar? Su dueño los había perdido, se le habían deslizado, seguramente tenía un taco de ellos y por eso no había echado en falta un billete. Y si yo daba el cante, ninguna garantía había de que se lo restituyeran. Aquel billete iba a ser del primero que lo sacara de su escondite.
 
Yo llevaba un lápiz con el extremo de goma. Con cuidado, y tratando de que nadie se percatara de lo que iba a hacer, introduje el lápiz por la ranura, acerqué el billete a ella y lo subí. Salió fácilmente. Al sacarlo quedó a la vista otro billete igual. Embarcada en la operación, no iba a interrumpirla ahora. En medio del guirigay que había en la oficina,  no debía de llamar la atención que permaneciera en aquel mostrador algo más de tiempo.
 
Cuando saqué el segundo billete vi que había otro más. ¡Aquel pupitre era una mina! En cuanto tuve el tercer y último billete en mis manos, salí de la oficina conteniendo las ganas de echar a correr. Nada me impedía ya trabajar en la academia, vivir en Otavalo y quedarme en Ecuador. Con 300 dólares en el bolsillo, era rica.  
 
 
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