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CIENCIA

Niños, teléfonos y cáncer

Lo voy a decir con una sola frase, sin complicaciones científicas y técnicas, de manera sencilla y plana, para que no quede duda: las antenas de telefonía móvil no producen cáncer a los niños.

Lo voy a decir con una sola frase, sin complicaciones científicas y técnicas, de manera sencilla y plana, para que no quede duda: las antenas de telefonía móvil no producen cáncer a los niños.
Ya está dicho, aunque me temo que de poco servirá. Seguiremos presenciando manifestaciones de grupos de falsos ecologistas y ludditas varios en las puertas de los colegios advirtiendo de los peligros de convivir al lado de un poste de teléfonos.

No es que la frase sea mía; se trata del título del último informe científico sobre la materia publicado por el Imperial College de Londres. Para elaborarlo se estudió a un grupo de 1.397 niños menores de cinco años con leucemia, tumores cerebrales u otras patologías cancerosas del sistema nervioso central detectadas. A ese grupo se le comparó con otro de niños nacidos en los mismos días y que no habían desarrollado enfermedad alguna de ese tipo.

Se analizó la distancia desde los hogares maternos a los postes de telefonía móvil más próximos a los críos en el momento en que vinieron al mundo, así como la actividad energética de dichos postes a 700 y a 1.400 metros.

Las conclusiones literales de la investigación no dejan lugar a dudas. "No apreciamos relación alguna entre la cercanía al hogar de una antena de teléfono móvil durante el proceso de embarazo y crianza y el aumento del riesgo a desarrollar un cáncer". En realidad, las probabilidades que tienen los niños que viven cerca de una instalación de ese tipo de padecer dicho mal son idénticas a las de que no.

La relación entre antenas de telefonía móvil y cáncer es un tema largamente debatido y que, para ser honestos, presenta demasiadas aristas como para despacharlo con la frase plana que abría esta columna.

El uso del teléfono celular, que ha experimentado un incremento exponencial en la última década, no deja de ser una práctica demasiado reciente como para que la experimentación científica arroje resultados duraderos. La interpretación de los datos extraídos de estos trabajos es ciertamente difícil, debido al pequeño tamaño de las muestras y a los muchos sesgos que pueden producirse en las investigaciones. Pero en los últimos años el número de estudios contrarios a una relación entre la citada tecnología y el cáncer es abrumador. Puede que no tanto como para dejar de exigir más investigaciones, pero sí es suficiente como para dejar de enarbolar el manido y siempre mal entendido principio de precaución.

Lo que la ciencia puede determinar es la auténtica naturaleza de las radiaciones que llegan al ser humano (en este caso, a las mujeres embarazadas y a sus criaturas) procedentes de las antenas. Lo sabemos por la física de partículas y por el sentido común. Las señales de teléfono viajan en modo de microondas, uno de los segmentos más conocidos del espectro electromagnético. La frecuencia a la que estas ondas se desplazan es muy baja (entre la de la radio y los infrarrojos), por lo que no pueden considerarse radiaciones ionizantes. Se llama radiaciones ionizantes a aquellas que tienen el poder de penetrar en la estructura molecular de un organismo y provocar modificaciones en ella. Por ejemplo, pueden romper los lazos moleculares del ADN y generar mutaciones. Eso es lo que hacen la radiación nuclear y la radiación ultravioleta con nuestras células, y por eso ambas, por encima de una determinada dosis, son cancerígenas.

Las radiaciones no ionizantes a la frecuencia de las microondas del teléfono no producirán jamás ese efecto, por muy grande que sea la dosis a la que se nos suministre. Pruebe usted a electrocutarse con la electricidad que le llega de la pila del transistor de su mesilla de noche: ya puede sacudirse descargas por un millón de años, que no le pasará nada.

Aun así, la legislación de todos los países desarrollados establece escrupulosas medidas de control de las instalaciones de telefonía móvil y obliga a los operadores a mantener la potencia de sus emisiones muy por debajo de los umbrales de seguridad. En realidad, las empresas de telefonía podrían instalar antenas de mayor potencia y nuestros teléfonos podrían recibir otras frecuencias de microondas sin efecto alguno para nuestra salud. Con ello sería necesario levantar menos postes, y posiblemente se reducirían las interferencias y pérdidas de cobertura. Pero las normas de seguridad son extremas.

En tecnología no existe el riesgo cero. Ningún aparato humano está exento de efectos secundarios. Pero los riesgos de la telefonía no proceden, precisamente, de la capacidad carcinógena de sus ondas. Sin duda, las muertes derivadas del mal uso del teléfono cuando se conduce o la contaminación ambiental generada durante el proceso de producción de los dispositivos (o de la acumulación de las baterías usadas) son problemas que, de largo, superan a la posibilidad, cada vez desmentida con más datos, de que la comunicación por microondas genere tumores.

Les hemos presentado el estudio más reciente que lo demuestra, pero a buen seguro no será el último. Porque la ciencia, en temas de seguridad tecnológica, no puede descansar.


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