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CIENCIA

Mi médico me toca poco

¿Les puedo contar algo íntimo? Acabo de salir de una visita al médico con una contractura muscular de caballo. Pensaba que el doctor iba a aplicarme sus sabias manos para conocer el alcance de la lesión, quizás incluso para organizar a golpe de dedo el anudado desorden de mis músculos. Pero nada. Se ha limitado a mirar de lejos mi espalda y recetarme un analgésico. Puede, en cualquier caso, que funcione; pero a mí me ha hecho caer en la cuenta de que los médicos ya no tocan como antes.

¿Les puedo contar algo íntimo? Acabo de salir de una visita al médico con una contractura muscular de caballo. Pensaba que el doctor iba a aplicarme sus sabias manos para conocer el alcance de la lesión, quizás incluso para organizar a golpe de dedo el anudado desorden de mis músculos. Pero nada. Se ha limitado a mirar de lejos mi espalda y recetarme un analgésico. Puede, en cualquier caso, que funcione; pero a mí me ha hecho caer en la cuenta de que los médicos ya no tocan como antes.
El tacto está en la base de la historia de la medicina. Todos los sabemos incluso cuando somos unos tiernos infantes. De niños, cuando jugamos a ser médicos lo primero que hacemos es coger la muñeca de nuestro pequeño paciente y simular que miramos un reloj para tomarle el pulso.

Las crónicas de la antigua medicina tradicional china están preñadas de casos en los que el enfermo suplica al médico que acuda a su casa para tomarle el pulso. El acto de tocar al paciente, casi reflejo, es incluso anterior al de interrogarle sobre los síntomas o indagar entre sus familiares en busca de información valiosa para el diagnóstico.

Los médicos tradicionales chinos de la época precristiana eran conscientes de que la medicina consistía en un sutil juego de sentidos. El historiador Sigehisa Kuriyama lo narra de manera magistral en su obra The expresiveness of the body (La expresividad del cuerpo), de 1999:
Al principio, los médicos chinos conocieron tres modos de establecer la condición física de una persona: mirar (wang), escuchar, oler y preguntar (wen) y tocar (quie). En la práctica, su actividad se centraba sobre todo en el quiemo (la palpitación de los mo).
El legado de la medicina tradicional china nos deja centenares de obras sobre el modo de captar tactilmente esa palpitación, pero muy pocas sobre el uso de la vista o el olfato.

No le va a la zaga la tradición médica occidental. Ya el griego Galeno escribió siete tratados sobre el pulso, tema importante y recurrente a lo largo de la historia de esta disciplina del saber y de la técnica que es la medicina. No en vano, el pulso ha sido calificado como "el lenguaje con el que la naturaleza se comunica con el médico" (Julius Rucco, Introducción a la ciencia del pulso, 1827).

El descubrimiento de que tocando las muñecas de las personas se podrían conocer secretos sorprendentes sobre su salud no sólo debió de ser una revelación fascinante para los médicos chinos y griegos, sino que supuso una especie de piedra fundacional de la diagnosis. Desde entonces, ninguna época ha dejado de tener su versión del doctor con los dedos en el envés de la muñeca de un paciente, desde la Edad Media hasta nuestros días. Y, de ese modo, el tacto ha sido, también en Occidente, un valor fundamental.

El futuro de la cirugía nos propone, sin embargo, adentrarnos en un terreno en el que el tacto puede dejar de ser útil. En definitiva, puede que nos hallemos ante el primer momento en la historia de la medicina en el que se propone una separación física efectiva entre médico y paciente como estrategia por seguir. ¿Cuán de separados?

En 2006 un equipo de astronautas y buzos se embarcó en una curiosa aventura para dar respuesta a esta pregunta: tenían que caminar por el fondo del océano simulando un paseo espacial y someterse a un simulacro de operación quirúrgica dirigido desde la superficie por un médico, que utilizaría sistemas de telerrobótica.

La experiencia fue fascinante. Una tripulación de seis acuanautas vivió 18 días en el laboratorio submarino Aquarius, a 20 metros de profundidad bajo Cayo Largo (Florida), dentro del programa de la NASA Neemo 9 (Extreme Environment Mission Operations). El objetivo primario no era otro que perfeccionar los protocolos de actuación durante las exploraciones espaciales.

Entre las pruebas establecidas, una llamaba poderosamente la atención: el ensamblaje y puesta en marcha de un robot cirujano capaz de realizar pequeñas intervenciones, como la cura de heridas o la inmovilización de elementos fracturados, a través de una conexión a internet. El médico canadiense Mehran Anvari, veterano pionero de la telemedicina, condujo un simulacro de sutura sentado delante de su ordenador en la ciudad canadiense de Hamilton (Ontario). El supuesto paciente era, en realidad, un simulador de los que se utilizan en las facultades de medicina, de goma y látex, al que hubo que practicarle una cura para detener la hemorragia que le había causado un accidente.

Algún día, estas experiencias serán reales. No está muy lejos la era en que los viajes tripulados a la Luna y quizás a Marte sean un hecho cotidiano. Así, se hace imprescindible empezar a pensar en sistemas de asistencia sanitaria que puedan transcender las fronteras de espacio de nuestro pequeño planeta. Desde que el doctor envía una orden desde Ontario hasta que la recibe el robot en Florida, transcurren al menos 2 segundos. El cirujano ha de hacer un verdadero esfuerzo de concentración para adelantarse todo lo posible a este lapso: dos segundos, en algunos casos, pueden suponer la frontera entre la vida y la muerte.

Pero eso no es nada comparado con los 12 minutos de lapso que se producirían en una hipotética misión a Marte. Plantearse siquiera la posibilidad de que un médico, acostumbrado al frenesí de las salas de urgencias, al inmediato efecto de la adrenalina inyectada sobre las constantes de un paciente agonizante, a la rapidez con la que se sutura una herida o se tapona una hemorragia, ha de esperar más de diez minutos entre que toma una decisión y ésta se lleva a efecto sobre el cuerpo del paciente, supone un auténtico salto al vacío. Es, probablemente el mayor cambio de mentalidad sucedido en la historia de la medicina.
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