Corría el año 1980, y mientras algunos se preparaban para los tiempos alegres de la movida yo, sin preparar gran cosa, y con bien poca alegría, hice mi propia movida: largarme. Tomé la decisión en el ascensor del periódico en cuya redacción trabajaba. Las aventuras políticas de los últimos años del franquismo y de la Transición se habían acabado; el enemigo había desaparecido, y con él, el escenario en que habíamos actuado los que nos teníamos por adalides de la libertad. Mis creencias políticas se habían hecho una confusa bola de cenizas una vez sometidas al fuego de la realidad.