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CIENCIA

Me equivoqué

La noche del 12 de marzo, sábado, mientras en la central nuclear de Fukushima la presión interna del edificio de contención número 1 escalaba hasta más allá de los 800 kilopascales, los teléfonos y las redes sociales hervían insomnes, a la caza de una fuente fiable de información.


	La noche del 12 de marzo, sábado, mientras en la central nuclear de Fukushima la presión interna del edificio de contención número 1 escalaba hasta más allá de los 800 kilopascales, los teléfonos y las redes sociales hervían insomnes, a la caza de una fuente fiable de información.

El foco de atención de miles de periodistas de medio mundo había dejado de ser (en sólo 24 horas) el efecto devastador de la fuerza del tsunami. Decenas de miles de japoneses sucumbían a la ola del olvido mediático, ajenos a que la madrugada europea los había sustituido por su nueva pesadilla, una palabra que corrió como la pólvora por las redacciones y se enseñoreó de los titulares: Meltdown! Fusión del núcleo.

Inmunes a la histeria del miedo radiactivo, fueron muchos los que depositaron todas sus esperanzas en la razón y en la ciencia. Yo también. Al amanecer del domingo los datos fríos y objetivos arrojaban una radiografía fácilmente interpretable por cualquier físico nuclear. Fukushima no era, ni podía ser, Chernobil. La contaminación radiactiva aún estaba lejos de producirse. Pero miles de microsieverts de oportunismo y demagogia habían contaminado ya irremisiblemente el debate. En una y otra dirección. De ese modo, los informes técnicos, las informaciones llegadas desde Tokio, las mediciones de radiación, las imágenes aéreas... dejaron de ser datos para convertirse en argumentos arrojadizos de uno y otro bando. Del pro al anti y del anti al pro. Empezaban a oler a chamusquina.

Sólo así se entiende que en la mañana del lunes nadie acertara con el titular adecuado para dibujar la auténtica imagen de los acontecimientos. Ese día, nos guste o no, lo único que verdaderamente estaba claro era que la ingeniería y la física habían salvado la vida a miles, quizás cientos de miles, de japoneses. Que hasta entonces las centrales nucleares niponas habían respondido con toda la seguridad que la ciencia es capaz de aportar al envite de la naturaleza. El edificio resistía, los reactores se habían detenido, las medidas de evacuación habían sido tomadas con celeridad, la información desde el núcleo del reactor fluía. Si alguna de esas cuatro condiciones hubiera fallado (como ocurrió en Chernobil), miles de ciudadanos de las proximidades del complejo energético habrían estado en graves problemas, añadidos a los que el tsunami ya había provocado. No. Nadie se atrevió a dar el titular oportuno para el momento:

"Miles de japoneses, a salvo gracias a la rápida intervención de los técnicos nucleares".

En tales condiciones, mientras unos trataban de aferrarse a la imagen transparente que los datos arrojaban (yo también), otros decidieron jugar a la lotería del alarmismo. Apostaron por ignorar las evidencias y poner todo su dinero en la casilla Catástrofe. Prefirieron ejercer de brujos capaces de intuir un futuro incompatible con las informaciones que la realidad dibujaba. Utilizaron la bola mágica de cristal templado al miedo en lugar de la tozuda información de los medidores de estrés estructural, los contadores de radiación, los sensores de temperatura, los inyectores de refrigerante. Abandonaron el método científico para jugar a la ruleta del Apocalipsis. Y la ruleta giró y giró, sorteando todas las opciones razonables posibles, hasta que la bola blanca se detuvo en la casilla que nadie (me gusta seguir pensando que nadie) deseaba: ¡Catástrofe!

Los que pedían mesura y rigor habían comprado sus boletos para la esperanza (yo también), boletos adquiridos en la almoneda de la razón. Y se ven obligados a compartir el agitado escenario del casino viendo a algunos exhibiendo ahora (sólo ahora) sus billetes junto a una indecorosa sonrisa de "Ya os lo dije".

Mientras el destino se empeñaba en desbaratar, como una cascada de piezas de dominó, todas las previsiones posibles, los vendedores de miedo subían sus apuestas y recorrían el salón de juegos arrimando a su causa a nuevos acólitos de la religión del "Ya os lo dije": políticos medrosos en eterna precampaña electoral, comentaristas desinformados que absorbían el caos con la avidez del adicto al titular, científicos estrella cegados por la luz del telediario en directo, mandamases del emporio nuclear timoratos y asustadizos paseando a gritos un sentimiento de culpa que los convertía en presas fáciles... Entre esa feligresía, los alarmistas trataban de recoger píldoras de credibilidad con las que reponer sus exiguas existencias, severamente mermadas después de tantas alarmas incumplidas, tantas catástrofes acumuladas que pudieron haber sido y no fueron.

Pero la ciencia seguía estando allí, con sus 50 héroes acorazados tratando de refrigerar los núcleos de los reactores, con sus doctores aprovisionando de yoduro de potasio a la población, con sus ingenieros contabilizando el porcentaje de combustible expuesto. Y quienes no pertenecían a ningún lobby siguieron apostando sus fichas a la cada vez menos políticamente correcta casilla de la prudencia. Yo también.

Una semana después, la tragedia ha cambiado de bando. El tsunami ha dejado de estremecernos y sus víctimas no acongojan nuestros corazones tanto como las últimas mediciones de microsieverts de isótopos volátiles, con sus décimas y sus centésimas fluctuantes. ¿Por qué será que el terremoto de Japón es el que ha despertado la menor ola de solidaridad europea en la historia de las grandes catástrofes naturales? Los lobbies entretanto se remangan para recoger el rédito de su desesperada apuesta. Y el rédito llega a raudales. El nuevo debate nuclear, reabierto desde las cenizas del anterior, ya enarbola su mantra, escondido tras supuestas manifestaciones de apoyo al pueblo japonés que restaña sus heridas tras la desgracia del 11-M (maldita fecha): "¡Hay que cerrar Garoña!".

El número de muertos y desaparecidos a consecuencia del tsunami sube tan rápidamente como bajan los niveles de radiación en las proximidades de Fukushima, pero hay que cerrar Garoña. Medio millón de desplazados por la ola del maremoto buscan refugio en medio de la nevada nipona, pero hay que cerrar Garoña. Los japoneses dan a todo el planeta una lección de pundonor, organización, solidaridad y desarrollo tecnológico mientras se tragan las lágrimas tras la mayor catástrofe natural que recuerdan. Pero hay que cerrar Garoña.

Un mundo sin Garoña es un mundo mejor, más habitable, más verde.

Entre marzo y diciembre de 2011, la Organización Mundial de la Salud prevé la muerte de 11.000 haitianos afectados de cólera. Cerremos Garoña.

Según datos de la reaseguradora alemana Munich Re, en 2010 murieron 295.000 personas en desastres naturales (los terremotos de Haití y Chile y las inundaciones en India y Pakistán, a la cabeza). Hay que cerrar Garoña.

Doscientos muertos en los incendios forestales de Australia. ¡Habrá que cerrar Garoña!

No importa que en el mundo sigan muriendo cientos de miles de personas víctimas de la malaria, y que millones lo hagan por enfermedades víricas intestinales, mientras los grupos ecologistas se niegan a utilizar la manipulación genética para detener el avance de los microorganismos que las producen. Ahora, la prioridad es cerrar Garoña. ¡Qué más da si el aumento especulativo del precio de los cereales y las sequías en el Cuerno de África conducen a la muerte por hambre a poblaciones enteras, mientras los laboratorios de medio mundo temen la reacción pública contra sus semillas transgénicas! Siempre nos quedará Garoña. ¿Que hoy nuestros propios informes nos dicen que el aumento del CO2 es una amenaza inminente para la estabilidad climática del planeta? Pues mañana cerraremos Garoña.

El mantra se adueña de las conciencias y nubla el entendimiento. Hasta el punto de que nadie parece apreciar que la ciencia que hay detrás de las garoñas del mundo es exactamente la misma que permite a los molinos de viento generar energía casi limpia y segura. Que no hay dos legiones de científicos enfrentadas para dominar el mundo. Que no existe el Yin y el Yang de la física, el lado oscuro de la fuerza, el cielo y el infierno de la energía. Aireando impúdicamente sus pancartas frente a la embajada de Japón (bonita manera de respetar a los sufrientes), los grupos ecologistas vociferan contra un supuesto ejército de científicos locos conjurados para matarnos a todos a base chupitos de cesio-137. Pero ignoran que esos científicos atesoran el mismo saber que ha permitido extraer luz eléctrica de los rayos de sol a través de sus idolatradas células fotovoltaicas. Gracias a ellos podremos optar en el futuro a tener molinos de aerogeneración más eficaces y baratos, paneles solares más pequeños y potentes, instalaciones de biomasa más factibles, motores movidos por la fuerza de las olas que no floten en la nube de la ciencia ficción. Y centrales nucleares menos costosas, más pequeñas y aún más seguras.

Porque todo eso es igual de necesario. Necesitamos mejores molinos, mejores huertos solares, mejores coches eléctricos. Y mejores centrales de generación nuclear. Necesitamos mejores cultivos modificados y adaptados al ambiente cambiante, y mejores vacunas extraídas de organismos transgénicos, y mejores medicamentos probados en animales, y mejores materiales extraídos de la explotación de la tierra. Y necesitamos crecer y necesitamos que el bienestar traspase las fronteras del rico Occidente. Necesitamos, en fin, que la ciencia avance hasta el extremo de desarrollar más complejos industriales capaces de resistir un terremoto de nueve grados sin inmutarse, como hizo Fukushima minutos antes de la ola asesina.

Pero eso no lo van a lograr los lobbies. Ni los que se encaraman a las chimeneas con vacuos mensajes al sol ni los que esconden la cabeza bajo el ala de la culpa cuando vienen mal dadas. Eso sólo lo van a lograr los científicos, los técnicos, los ingenieros. Al menos, aquellos que no estén dispuestos a aparecer en un telediario de máxima audiencia escupiendo entre sonrisas de complacencia que el mundo se va a acabar tal y como ellos mismos habían pronosticado. Como si mendigaran el minuto de gloria que las academias ya están hartas de negarles.

En la madrugada del domingo 13 de marzo se equivocaron aquellos que, con los datos en la mano, pensaron que los reactores de Fukushima alcanzarían el grado de refrigeración necesaria para evitar males mayores. Yo también. Una semana después, aún hay una pandilla de ilusos que creen, yo también, que es posible un mundo en el que la ciencia y la tecnología nos ayuden a negociar el inevitable riesgo de vivir, y buscan por las esquinas un alma al que convencer de que, tras el desastre de Japón, los únicos perdedores deberían ser las víctimas y los buitres oportunistas.

 

http://twitter.com/joralcalde

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