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CIENCIA

Más de 500 mundos

¡Qué lejos han quedado los tiempos en los que un niño de primaria podía decir de carrerilla los nombres de los planetas conocidos! De todos. De los nueve que componían la nómina. Hoy, el empeño sería algo más complicado: son más de 500 los catalogados. Ocho de ellos (nueve si contamos al dudoso Plutón) orbitan alrededor de una estrella llamada Sol. El resto gira en sistemas capitaneados por otras estrellas lejanísimas y de nombres impronunciables.


	¡Qué lejos han quedado los tiempos en los que un niño de primaria podía decir de carrerilla los nombres de los planetas conocidos! De todos. De los nueve que componían la nómina. Hoy, el empeño sería algo más complicado: son más de 500 los catalogados. Ocho de ellos (nueve si contamos al dudoso Plutón) orbitan alrededor de una estrella llamada Sol. El resto gira en sistemas capitaneados por otras estrellas lejanísimas y de nombres impronunciables.

Un equipo de investigadores de la NASA quiere sacar adelante el primer catálogo que numere, clasifique y nombre los mundos. Sería la primera guía interplanetaria de la historia. El objetivo es determinar cuáles de esos exoplanetas son potencialmente habitables. Porque la ciencia cree que, necesariamente, alguno debería serlo.

Por desgracia, el único modelo de vida que conocemos es el nuestro, el prodigio de biodiversidad que puebla nuestro planeta. Esta considerable limitación nos obliga a realizar cualquier extrapolación sobre la vida extraterrestre a partir de lo que sabemos sobre la de aquí. La aparente distancia formal entre la lechuga y el mosquito, entre el ser humano y la ameba, entre la medusa y el rinoceronte ha de convertirse, por arte de la especulación científica, en modelo único de estudio.

Los científicos han indagado mucho sobre la habitabilidad de la Tierra: ¿qué es lo que ha hecho de este planeta merecedor del privilegio de albergar la única vida en millones de kilómetros a la redonda?

Aunque parezca mentira, ocurre que la única condición imprescindible para que se produzca algún tipo de vida es que exista una fuente de energía. Podemos imaginar seres extraterrestres alimentados por cualquier tipo de sustancia, que utilicen la luz de una estrella para realizar funciones fotosintéticas, que metabolicen gases ácidos de la atmósfera de su planeta, que vivan en las profundidades de una roca soportando presiones imposibles, que respiren oxígeno o que no realice tipo alguno de respiración. Podemos pensar en gigantescos animales aferrados a un suelo del que extraen minerales y nutrientes o en pequeños y veloces organismos que fagociten productos químicos del aire. Podemos darles una reproducción sexual o creer que se reproducen por autoclonación en virtud de las condiciones de estrés del ambiente. Prácticamente todas esas posibilidades tienen su par en algún tipo de vida de nuestro planeta. Lo que se antoja absolutamente imposible es generar un modelo de vida carente de una fuente de energía que lo alimente, sea ésta la que fuere: calor, luz, movimiento, reacción química, electricidad, reacción atómica...

Por eso, un planeta digno de albergar vida debe ser aquel que sea capaz de generar suficiente energía para alimentarla. De momento, la mejor fuente de energía conocida, la más potente, espontánea e inagotable es la luz y el calor de una estrella. En nuestro caso, el Sol.

¿Qué hace tan especial a nuestro Sol como para que pueda permitirse el lujo de dar hogar a un tipo de vida aparentemente único en la galaxia? Parece ser que es su tamaño. O mejor dicho, su brillo, Mejor aún, la conjunción entre su tamaño y su brillo, es decir, lo que los físicos conocen como tipo espectral.

Se llama tipo espectral de una estrella a la temperatura de su fotosfera. En la mayoría de las estrellas, al menos en aquellas de secuencia principal (entre enanas rojas y gigantes azules), esta temperatura está directamente relacionada con la masa del astro. Para que un planeta que ronda una estrella pueda albergar vida es necesario que la fotosfera estelar no esté demasiado fría ni demasiado caliente. Un calor extremo impediría la formación de una atmósfera estable, por ejemplo, y literalmente achicharraría cualquier intento incipiente de actividad biológica. Un frío excesivo tendría efectos quizás más perniciosos para la vida a punto de brotar.

Los físicos han determinado que el rango ideal para que un planeta sea habitable es que gire alrededor de una estrella cuya fotosfera arda entre 4.000 y 7.000 grados kelvin. ¡Oh casualidad!: el Sol está justo en el medio de este termómetro, con sus cerca de 5.800 grados kelvin.

Deducimos, pues, que el Sol es una estrella cuyo rango espectral es compatible con la vida. Algo por otro lado evidente desde el momento en que usted está leyendo esto.

Pero no sólo de temperatura vive la vida. Existe una catarata de factores añadidos que han de coincidir en el tiempo y en el espacio para que brote la primigenia brizna de biodiversidad.

Pensemos, por ejemplo, en el tiempo. Se diría que, a los ojos de un ser humano atareado, la vida pasa muy deprisa: es breve. En realidad, lo es a ojos de cualquier ser humano y de cualquier otro ser vivo. Puede incluso que lo sea desde el punto de vista de una especie. Los menos de 200.000 años que lleva el Homo sapiens sobre la faz de la Tierra no son más que un parpadeo en relación con la evolución geológica del planeta. Sin embargo, la vida es un proceso lento, paciente, pausado. Los primeros microorganismos dignos de llamarse así en nuestro mundo afloraron hace cerca de 3.800 millones de años. Tuvo que pasar la friolera de 300 millones de años para que aparecieran los primeros seres unicelulares, que soportaron las inclementes condiciones de clima y volcanismo propias de un mundo recién nacido. Y luego hubieron de transcurrir 2.500 millones más para que algunos de esos bichitos empezaran a metabolizar elementos del agua y liberar oxígeno. La producción en masa de estos seres generó una nueva atmósfera y cambió la superficie del planeta. Fueron responsables de la aparición de los primeros organismos consumidores de oxígeno, primero simples y unicelulares, luego cada vez más complejos, dotados de racimos de células con funciones distintas. Células que permitían a estos entes buscar la luz, luego aprovechar las sombras, luego alimentarse de compuestos orgánicos, luego reproducirse sexualmente... A medida que los grupos de células fueron especializándose y creciendo en número, las funciones de que eran capaces sus seres portadores fueron más complejas: hacer una tela de araña, construir un nido, cazar, educar a la prole... rellenar una quiniela.

Si nos pregunta qué es la vida, entonces, ¿qué debemos responder? Que es el torpe devenir de unos animales grandotes que sólo saben hacer bien cuatro cosas y llevan sólo 500 millones de años sobre la Tierra. O bien que es la sabia perseverancia de unos microorganismos con un currículo de más de 3.500 millones de páginas.

La vida requiere tiempo, sí. Pero ¿cuánto? Una vez más, sólo podemos imaginar la respuesta observando la vida que conocemos, la terrestre. En este caso han sido necesarios unos cuantos miles de millones de años. Por eso las estrellas que viven menos de ese tiempo o que son incapaces de mantener ciertas condiciones de estabilidad durante ese tiempo no son buenas candidatas a dotar de vida a alguno de sus planetas.

La ciencia ha sido capaz de contabilizar cuántas estrellas de este tipo hay en la Vía Láctea: entre un 5 y un 10 por 100 de los cerca de 100.000 millones de astros que la abarrotan. Según este dato, la probabilidad de que existan estrellas con habitabilidad suficiente es enorme. Puede haber cientos de miles de planetas susceptibles de caer en la órbita de esos astros y contar con la suficientes condiciones para ser nidos biológicos. Visto así, los 500 que ahora la NASA quiere catalogar parecen una minucia, ¿no?

 

twitter.com/joralcalde

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