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MEMORIAS ERRÁTICAS

Mariposas y sanguijuelas

La marea turística, aunque no muy crecida, iba y venía, dejando su efímero rastro en las arenas de White Beach, y también sus buenos dólares o pesos. Yo, en cambio, me quedaba, y por esta posición de turista asentada tenía más trato con los lugareños que con los extranjeros, que llegaban con el tiempo tasado y enseguida levantaban el vuelo.

La marea turística, aunque no muy crecida, iba y venía, dejando su efímero rastro en las arenas de White Beach, y también sus buenos dólares o pesos. Yo, en cambio, me quedaba, y por esta posición de turista asentada tenía más trato con los lugareños que con los extranjeros, que llegaban con el tiempo tasado y enseguida levantaban el vuelo.
Mejor dicho, con algunos lugareños: que la mayoría trataba al forastero con cortesía pero no intimaba con él. En eso era aquél un típico lugar turístico, por pequeño y poco masificado que fuese.
 
Por fuerza, mi principal interlocutor era Sony, el yerno de la señora simpática que me había alquilado la cabaña. Llevaba el bar y hacía las veces de cocinero. Como yo desayunaba y cenaba allí, que eran las dos comidas diarias que me podía permitir, solíamos hablar y me contó cómo había llegado allí. Él era de Manila, pero había ido a Puerto Galera una vez para asistir a un concierto de rock en la Hobbit House. La Hobbit, que era un local en el que trabajaban únicamente enanos, tenía una sucursal en una playa cercana a Puerto. Pues bien, Sony había conocido a una chica durante el concierto. Los dos se enamoraron, empezó un noviazgo y al final hubo boda. La chica era hija de la señora antedicha. Con la incorporación de Sony a la familia, y por iniciativa suya, se había montado aquel negocio de las cabañas y el bar.
 
El suyo era, seguramente, el mejor negocio de cuantos había en la playa. El bar llamaba la atención, y las cabañas también merecían nota. Eran sencillas habitaciones con poco más que una cama protegida por un mosquitero, pero habían tenido la buena idea de hacerles a todas una pequeña terraza, que venía a ser un puesto de observación privilegiado y a la sombra. Sin embargo, como estaba en el extremo opuesto a la entrada de la playa, caían en él pocos turistas, y Sony no estaba muy contento. Tenía mujer e hijo que alimentar, además de suegra y otros familiares adheridos.
 
Imagen tomada de www.hotelsilver.com.Por otro lado, y esto no me lo decía, pero se lo notaba, tampoco estaba muy satisfecho con su ocupación. Los turistas le atacaban los nervios. Le fastidiaban los caprichosos, pero sobre todo le enervaban los que, como él decía, venían a dar lecciones a los filipinos.
 
Se refería a la gente que después de unas semanas de estancia ya hacía diagnósticos sobre la situación del país, juicios sobre el carácter de los filipinos y señalamiento de defectos y posibles correcciones. La verdad es que todos los viajeros y turistas nos dedicábamos a ese tipo de cháchara. Pero no sólo en Filipinas. Ese totum revolotum de experiencias, percepciones, análisis y clisés es el meollo de las conversaciones entre los extranjeros que llevan algún tiempo en un país. Aparte de contarse sus aventuras y de recomendarse unos a otros tal o cual sitio, no hablan de otra cosa. Pero tenía algo de razón Sony. Había de esos sabihondos pesados, que siempre saben mejor que nadie qué hay que hacer, que acababan con la paciencia de cualquiera.
 
Al cabo de unos días de playa, calma y soledad, se me acercaron unos adolescentes que revoloteaban alrededor de los turistas, sin mezclarse del todo con ellos. Con gran secretismo, me preguntaron si les dejaría yo entrar en mi cabaña para fumar marihuana, porque no podían hacerlo en ningún otro sitio sin ser vistos por alguien. Vamos, que a sus familias no les gustaría saber que se habían contagiado de los vicios de los occidentales. Les dejé la cabaña, y allí se dedicaron a fumar en una especie de pipa de agua que habían hecho con una caña de bambú y que cuidaban como si fuera un gran tesoro.
 
Los turistas que arribaban a White Beach no eran un modelo muy recomendable para la juventud local. El que no se daba al fumeque o a los hongos alucinógenos, otra de las especialidades de la zona, bebía en exceso. Una noche, estando yo allí y en parte por mi culpa, fue especialmente escandalosa.
 
Acababa de llegar una remesa de extranjeros, entre ellos una pareja de danesa e italiano y varios ingleses recién llegados de Japón, donde vivían dando clases de inglés. Los británicos eran los más ruidosos y el bar, habitualmente tranquilo, aquella noche echaba chispas. Atraída por el jaleo, allá fui. Al cabo de un rato, todos los forasteros habíamos formado peña, y charlábamos y bebíamos cerveza y ron a un ritmo que terminó por fatigar a Sony. Se cerró el kiosko, pero la playa seguía abierta.
 
No sé si los ingleses no bebían nunca en Japón y estaban aprovechando el tiempo perdido, pero al poco uno de ellos cayó al suelo, como presa de un mareo. Cuando fui a echarle una mano vi que estaba tan contento tirado en la arena. No cesaba de decir: "I love you, I love you". Uno de sus amigos tuvo que llevárselo a rastras. El grupo fue menguando, hasta que quedamos cuatro a la luz de la luna.
 
El italiano había viajado por Suramérica y manteníamos la típica conversación de viajeros que comparan sus recorridos y se regocijan de las coincidencias. Llevábamos un rato cuando oí un grito, me di la vuelta y me encontré a la danesa, que minutos antes estaba lejos, a punto de descargarme un puñetazo en la cara. El italiano se interpuso. Se liaron a voces. Un inglés me alejó de la pareja. No tardamos en oír el sonido de golpes.
 
Lo peor vendría al día siguiente. Los lugareños lo habían oído todo y las mujeres jóvenes, que solían sacar unos pesos lavando la ropa de los turistas, me hicieron a mí culpable de la trifulca. Me reconvinieron con esta frase: "Don’t be a butterfly!". O, como me explicaron por si no lo entendía, que no fuera de hombre en hombre como de flor en flor. Hablar con hombres diferentes ya era demasiado.
 
El italiano salió de las catacumbas con un ojo morado. Había llevado la peor parte. Me había protegido de la furia de su novia, pero yo no se lo iba a agradecer. Traté de templar gaitas con la danesa. Ella pensaba lo contrario de las filipinas: siempre y en toda circunstancia, la culpa era del hombre. Todavía era más inexplicable entonces que hubiera tratado de golpearme. Por suerte, la pareja emigró pronto. Y apareció Jim, el novio por el que habían preguntado las mujeres curiosas a mi llegada.
 
Jim y Sony hicieron buenas migas. Nos contó que uno de sus proyectos era organizar expediciones a la selva para el turistamen y decidimos servir de cobayas para el experimento. Una tarde subimos con él monte arriba, hasta llegar a parajes de vegetación espesísima. Hacía un sol espléndido, pero allí reinaba la penumbra. Con un machete, Sony iba abriendo camino. El calor y la humedad eran tan grandes que resultaba difícil respirar. Había que ascender con mucha calma. Pero estuvimos a punto de perderla cuando nos dimos cuenta de lo que nos subía por las piernas: decenas de sanguijuelas. Eran bichos pequeños, parecían hojitas diminutas, nada, pero se adherían a la piel con fuerza tremenda y se dedicaban a los suyo, a chupar sangre. Continuamente había que estar limpiándose las piernas de sanguijuelas, y aun así no se daba abasto.
 
Hubimos que decirle a Sony, con franqueza, que no creíamos que aquellos paseos por la selva fueran una buena idea. No veíamos al común de los turistas soportando con estoicismo el ataque de las sanguijuelas.
 
 
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