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INVESTIGACIÓN

Los indignados de la ciencia

En investigación clínica se conoce como valle de la muerte el largo recorrido que ha de transitar una molécula desde que es descubierta hasta que se convierte en un medicamento útil. El nombre le viene al pelo: la inmensa mayoría de las que pretenden atravesarlo perece en el intento.

	En investigación clínica se conoce como valle de la muerte el largo recorrido que ha de transitar una molécula desde que es descubierta hasta que se convierte en un medicamento útil. El nombre le viene al pelo: la inmensa mayoría de las que pretenden atravesarlo perece en el intento.

En el mundo se escriben cada año más de 800.000 artículos de investigación sobre nuevas moléculas o sobre aplicaciones novedosas de moléculas conocidas. Sólo un par de decenas, a lo sumo, se convertirán en productos de farmacia.

La desproporción es desesperante. Millones de enfermos que padecen males crónicos, enfermedades raras, patologías graves, no tienen el menor interés en ver aumentado el número de publicaciones de ciencia básica sobre determinados compuestos químicos: quieren acudir a su médico para que les recete la píldora que les aliviará o curará. Sin embargo, el sistema de generación de conocimiento científico, sobre todo en Europa y, más aún, en España, parece caminar en la dirección opuesta. Los investigadores obtienen becas, reconocimiento, títulos, despachos y cátedras cuando trabajan para generar papers de ciencia básica, pero se exponen a coscorrones, desincentivos, trabas y unas perspectivas miserables si deciden lanzarse al mundo de la empresa y generar producto. Los premios Nobel se los llevan generalmente los primeros.

En principio, parece lógico que el valle de la muerte sea ancho y profundo. Si un centro de investigación tiene la habilidad de descubrir una sustancia relacionada con un tipo de cáncer, por ejemplo, habrá de probar la relación en animales de laboratorio. Si la prueba tiene éxito, será necesario comprobar en más animales o en cultivos celulares la toxicidad de la sustancia en cuestión, su seguridad, su estabilidad, su susceptibilidad a la degradación... Ninguna empresa estaría tan loca como para lanzarse a la fabricación de un producto basado en una molécula que no hubiera pasado ese trámite.

Pero el camino no se acaba ahí. Si se aprueba la patente de una molécula comprobada en animales, habrá que demostrar su valía en seres humanos. Es entonces cuando comienza el larguísimo periplo de los ensayos clínicos. Primero en Fase I, con un grupo reducido de voluntarios que sirve para detectar posibles toxicidades. Luego en Fase II, con individuos que padecen la enfermedad que supuestamente cura esa molécula en comparación con grupos de control que se están tratando con los mejores medicamentos disponibles hasta la fecha. Llega la Fase III, que consiste en realizar ensayos en cientos o miles de pacientes por diferentes investigadores en paralelo.

La mayor parte de las moléculas no pasa de esta fase. Si lo logran, tendrán opciones de ser comercializadas; pero tendrán que superar ensayos de Fase IV, en los que se monitoriza el comportamiento de los productos tras llegar al mercado. Sólo cuando esta fase ha dado unos resultados definitivos, el laboratorio que ha invertido millones de euros y más de 10 años en el desarrollo de un medicamento puede empezar a pensar en amortizar su inversión.

El valle de la muerte no sólo es un cementerio de ideas, también es un cubo de basura al que se arrojan miles de millones de euros y los mejores años de las carreras de muchos investigadores.

Existen muchos motivos por los que este estado de cosas no cambia. En primer lugar, la cultura académica es terriblemente alérgica al mundo de la empresa. La expresión transferencia de conocimiento está en prácticamente todas las estrategias de política científica, pero se queda siempre en el limbo de las ideas. Transferir conocimiento supone ayudar al científico a que abandone la comodidad del academicismo, a que deje de pensar que con publicar artículos en revistas de impacto como Science, Nature o The Lancet ha justificado su salario.

En segundo lugar, el sistema de publicación científica prima los artículos sobre nuevos hallazgos o aquellos que apoyan hipótesis establecidas. Es más difícil lograr un hueco en las grandes revistas de referencia con un artículo que ponga en duda una línea de investigación o critique unos resultados antes consolidados. El caso de la enfermedad de Huntington es paradigmático: hay casi 300 posibles objetivos de investigación (entre genes, dianas, etcétera) y otras tantas teorías que los validan. Pero no existen casi estudios que alerten de que quizá ninguna de ellas haya sido enfocada correctamente.

Por último, la concesión de patentes es un piélago de trabas burocráticas, legales, éticas y financieras capaz de desanimar al mismo Job. En el panorama económico actual, además, la obtención de recursos es cosa casi milagrosa. Las continuas fusiones de empresas farmacéuticas han reducido el número de actores. Las dificultades económicas han conducido a muchas de ellas a optar por adquirir los derechos sobre investigaciones ya iniciadas en vez de lanzarse a una nueva línea de trabajo. El hueco dejado por los laboratorios farmacéuticos ha sido ocupado por empresas de biotecnología con menos músculo. En muchos casos, detrás de los grandes ensayos clínicos hay dinero procedente de fondos de inversión, pero esta fuente también ha cortado su suministro con la crisis. Los pocos agentes de capital riesgo que se atreven a acompañar a una molécula por el valle de la muerte exigen cada vez más pruebas a los investigadores. Si antes con un par de genes en la cartera se podía lograr la financiación para un ensayo, ahora es necesario presentar más y más controles. El problema es que cada fase de investigación es varias órdenes de magnitud más cara que la anterior. Y nadie se atreve a ser el primero en tirar el dinero al aire esperando que el viento lo lleve a buen puerto.

Mientras, las empresas farmacéuticas derivan buena parte de su capital a la generación de productos que no requieren tanto control y que repercuten más directamente en el mercado. Farmaco-cosmética, dietética, medicina del bienestar, sustancias contra la alopecia, la impotencia... Lo que algunos han dado en llamar "medicina para sanos": una plétora de formulaciones que no curan enfermedad alguna pero que se venden como churros.

Ante este panorama, los pacientes de enfermedades crónicas han empezado a organizarse. Son lo que el doctor Alejandro Jadad, médico investigador de la Universidad de Toronto y uno de los principales activistas de la llamada e-health (el uso de las nuevas tecnologías para la relación con el paciente), ha llamado los "indignados de la ciencia". Hartas de que el sistema decimonónico, estatista y burocrático obstaculice la investigación, las asociaciones de pacientes se empiezan a organizar utilizando internet y las redes sociales. Se crean foros de autoconsejo y, lo que es más sorprendente, se generan bases de datos sistematizadas sobre determinadas enfermedades. De manera gratuita y en internet, páginas como patientslikeme.com reúnen las experiencias de cientos de miles de enfermos que padecen más de 1.000 enfermedades diferentes. Todos comparten sus cuitas, analizan sus diagnósticos, comparan la efectividad de sus tratamientos. Puedes introducir tu edad, tu enfermedad y tu receta médica y obtendrás miles de referencias de otros pacientes en todo el mundo que están en tus mismas circunstancias. "Ha llegado la hora de la innovación en reverso: yo aprendo de mis pacientes más que ellos de mí", dice Jadad.

Otras asociaciones han decidido agrupar los datos de sus pacientes de manera estadísticamente relevante para ofrecérselos a las compañías farmacéuticas y lograr que investiguen con ellos. "¿Qué necesitas para probar una nueva cura para la diabetes? ¿Mil hombres y mujeres entre 35 y 45 años con 10 años desde su debut diabético y niveles de HBA1C superiores a 7 en el último semestre? ¡Aquí los tienes!".

El propio Alejandro Jadad, junto a Jack Bender, ha realizado un estudio sobre 620 grupos de Facebook que ofrecen información y apoyo a pacientes con cáncer de pecho. Muchos de ellos son capaces de atraer fondos para la investigación o la solidaridad y el 50 por 100 está gestionado por jóvenes, adolescentes e incluso niños que lo hacen en nombre de sus madres o abuelas enfermas. Una de las fuentes de información más ricas del planeta en cuestiones genéticas (Wikigenetics) fue creada por un grupo de padres de niños con enfermedades raras.

En este panorama, el experto académico en ensayos clínicos, el preparado durante años para sistematizar datos, realizar tablas estadísticas y validar controles, puede pasar a formar parte de la nómina de profesionales innecesarios junto al linotipista. O no...

Porque las resistencias al cambio aún son demasiado grandes. Hay pocos médicos que, como el doctor Salvador Casado (@doctorcasado en Twitter), médico de atención primaria en la localidad madrileña de Villalba, se jacten de "recetar links de internet y vídeos tanto como medicamentos". Cuando Casado y Jadad se subieron a la palestra del último encuentro sobre investigación médica organizado en Madrid por Cäiber (Plataforma Española de Ensayos Clínicos), la sonrisa a media asta y el rezongar de posaderas de algunos de los asistentes evidenciaba que aún hay mucho camino por recorrer. Que seguimos anclados en un concepto trasnochado de la atención médica, centrado en el academicismo y en el culto al hospital. Esa montaña de acero y hormigón que seguramente sea la obra pública más cara por metro cuadrado y cuya inauguración sigue considerándose el mayor logro que puede alcanzar un gestor sanitario.

 

twitter.com/joralcalde

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