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CIENCIA

Los antiagoreros

El pesimismo corre que se las pela por los foros internacionales. Lo hizo en la ONU, lo hizo en Pittsburgh y lo hará sin duda en Copenhague el próximo diciembre.

El pesimismo corre que se las pela por los foros internacionales. Lo hizo en la ONU, lo hizo en Pittsburgh y lo hará sin duda en Copenhague el próximo diciembre.
La idea es unánime: "El mundo camina hacia un calentamiento sin precedentes con consecuencias devastadoras. Es el momento de hacer algo para salvarlo". ¿Y quién puede hacerlo? ¿Quién posee la varita mágica para trocar el negro fario? Nuestros gobernantes. Con sus políticas coercitivas, sus apelaciones al sacrificio y sus subsidios, serán capaces de dejar el planeta como los chorros del oro allá por el 2100 o el 2150. O no. Pero, claro, para entonces ya no estarán por aquí, y nadie les pedirá cuentas...

No es el que optimismo sea una herramienta intelectual muy lustrosa. Sobre todo ese de pastiche y colorín que consiste en pregonar a los cuatro vientos que to er mundo es güeno. Pero, ante la ola de desesperanza difundida por quienes han de salvarnos, empiezan a aparecer cabezas bien amuebladas que proponen un baño de realismo positivo. El mundo, dicen, ha estado ya muchas veces a punto de irse al carajo, pero en ninguna de ellas la salvación ha venido de los políticos, los alarmistas, los profetas o los burócratas, sino de los científicos.

Encabeza esta insurgencia antiagorera Jesse Ausubel, científico ambiental y uno de los impulsores de la primera Conferencia Mundial sobre el Clima (1979). En lugar de seguir el camino ecoalarmista de sus compañeros de campaña, Ausubel ha preferido contar al mundo su confianza en el poder redentor del ingenio humano.

Causó pavor su definición de las energías renovables como "combustibles de boutique": porque a pequeña escala parecen atractivas pero a la grande son absolutamente inconcebibles. La cantidad de espacio y recursos necesarios para satisfacer las necesidades energéticas mundiales con paneles solares y molinos de viento es tal, que la alternativa verde terminaría "secuestrando al medio ambiente", advirtió. Y ahora se desmarca con la convicción de que antes de que el planeta perezca achicharrado los seres humanos más inteligentes habrán sabido dotarse de la ciencia necesaria para compensar el calentamiento.

Durante siglos, las sucesivas generaciones han dudado de que sus descendientes pudieran sobrevivir en las mismas o mejores condiciones. Es una suerte de atavismo involuntario temer que a nuestros nietos les va a ir considerablemente peor que a nosotros, sentirnos terriblemente culpables y sucumbir a la tentación tratar de poner remedio. La base intelectual del manido concepto de desarrollo sostenible descansa en ese temor: "Preferimos arruinar a nuestra generación antes que arruinar a la de nuestros nietos".

La idea puede parecer loable, pero el caso es que la historia demuestra que, generación tras generación, los seres humanos tendemos a ser cada vez más, y más prolíficos, ricos, sanos y longevos. En todos los órdenes, en todos los continentes.

A pesar de las predicciones catastrofistas, nuestros aires están más limpios, nuestros ríos más cristalinos, nuestros bosques más lustrosos; los países menos favorecidos son menos pobres, la nómina de economías desarrolladas es más abultada y el número de democracias, mayor...

Muchas personas consideradas expertas en las décadas de los 50, 60 y 70 anunciaron que la humanidad no llegaría al siglo XXI sin antes experimentar grandes colapsos, carestías formidables, desastres medioambientales y crisis de sobrepoblación. Todos decían tener la ciencia de su mano. Pero todos erraron. ¿Por qué? Sencillo: subestimaron el poder curativo del cambio tecnológico.

Durante el último siglo, los agricultores se las han ingeniado para producir más alimentos utilizando menos terreno, gracias a la ciencia de la agricultura de alto rendimiento y a la modificación genética. Los ingenieros han construido motores más eficaces, hasta el punto de que la cantidad de energía primaria que requerimos hoy para mover y calentar a la población mundial es mucho menor de la que se necesitaría si utilizáramos los motores y calderas de la época en que Malthus asustaba a medio planeta con sus predicciones de un mundo sin recursos.

El caso de la alimentación es paradigmático. Los mayores productores de maíz del planeta (que están en Estados Unidos) generan una media de 20 toneladas de cereal por hectárea cultivada. Pero la media mundial es de sólo 2. Esto quiere decir que si en los próximos 60 o 70 años los agricultores de todo el mundo (sobre todo los más pobres) pudieran aproximarse a la media de los campeones estadounidenses, 10.000 millones de personas podrían consumir las mismas calorías que consumen los norteamericanos de hoy... utilizando la mitad de terreno cultivado. El suelo libre que quedaría disponible, por ejemplo para regenerar bosques y selvas, sería más grande que toda la Amazonía.

En esas condiciones, ni siquiera un aumento de las temperaturas tan grave como el de la peor previsión del Panel Intergubernamental contra el Cambio Climático pondría en peligro nuestra capacidad de alimentar a toda la población mundial.

El reto no consiste en gastar 180.000 millones de dólares para atajar las emisiones de carbono, tal como propone Kyoto; el reto de una agricultura más eficiente sólo es alcanzable si se invierte más dinero en ciencia y tecnología de los alimentos, se olvidan los complejos antitransgénicos y se favorece el libre comercio, huyendo del fantasma del proteccionismo que suele acompañar a todas las amenazas ecologistas.

Las crisis ambientales son consecuencia de muchos factores: relación entre población y recursos, migración, preferencias en el consumo de determinados productos, avance tecnológico, etc. Las primeras pueden tener efectos catastróficos, pero las dos últimas pueden actuar como sabios factores de corrección.

Si miramos hacia atrás en la historia nos damos cuenta de que, en la mayoría de los casos, la tecnología ha servido para compensar los efectos negativos del resto de factores. Ausubel está convencido de que nuestra civilización puede alimentar a 20.000 millones de personas y, de paso, mejorar las condiciones ambientales. "La tecnología ha liberado a los seres humanos de la esclavitud del medio ambiente –dice–. Y ahora podemos utilizarla para liberar al medio ambiente del efecto de los seres humanos".

Su confianza en la ciencia, el progreso y el ingenio humano en libertad es compartida por muchos. No por aquellos que se empeñan en pagar los errores del pasado a golpe de ecotasas, industrias subsidiadas, protocolos incumplibles y eslóganes de demagogia verde. Ni Obama, ni Brown ni Zapatero nos van a sacar de ésta. Si hay alguien capaz de hacerlo, seguro que está trabajando anónimamente en algún laboratorio. Ese mismo laboratorio al que, para colmo, ahora le quieren reducir su feble presupuesto.
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