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PANORÁMICAS

Lolita se nos ha hecho una MILF

"No me llames Dolores, llámame Lola", piden las mujeres sacrificadas en el altar nominalista de la Virgen homónima. Normal, Dolores no es un nombre muy agradable. Quizás por eso lo eligió Nabokov para la pequeña protagonista de Lolita. Confesiones de un viudo blanco, a la que la vida le destinaba un cruel y espantoso destino.


	"No me llames Dolores, llámame Lola", piden las mujeres sacrificadas en el altar nominalista de la Virgen homónima. Normal, Dolores no es un nombre muy agradable. Quizás por eso lo eligió Nabokov para la pequeña protagonista de Lolita. Confesiones de un viudo blanco, a la que la vida le destinaba un cruel y espantoso destino.

Claro que el nombre del otro protagonista de la célebre novela del ruso tampoco es que fuese para echar cohetes: Humbert. Tanto Haze como Humbert, los apellidos de la niña y el adulto, respectivamente, son invenciones, algo así como Don Quijote para Alonso Quijano. Y es que Nabokov es el más cervantino de los escritores, tan irónico que es complicado saber si, como su maestro español, está a favor o en contra de sus protagonistas, esos caballeros de tan triste figura.

Edurne Uriarte, periodista y politóloga, no entiende que alguien se pueda sentir fascinado por una historia repulsiva, así que no leyó la novela aunque sí vio la película (pero si el argumento es el mismo, ¿por qué se niega a leer y no a ver?). La novela ha cumplido 57 años y la película de Kubrick, en la que también participó Nabokov, cincuenta; concretamente, se estrenó el 13 de junio de 1962. Y ahora que están de moda las MILF (mature I'd like to fuck, cuarentonas e incluso cincuentonas como Sharon Stone o Madonna), es un buen momento para rescatar en su aniversario a la nínfula que fue la luz de la vida y el fuego de las entrañas del papaíto Humbert Humbert.

Aunque Nabokov pudo finalmente publicar su novela –en París, siempre tan libertina–, no estoy muy seguro de que hoy pudiera. La sensibilidad hacia la hipersexualización de la infancia está de moda y bromas sobre la dimensión erótica que puedan tener los niños, las justas (además, Freud está de capa caída).

El caso es que Edurne Uriarte tiene razón en que es una historia repulsiva. Tanto, al menos, como la Divina comedia (según algunas interpretaciones, la mejor ficción pedófila de todos los tiempos). Al menos para el estándar occidental, por el que, según el Acta de Niños y Jóvenes de 1933, las niñas son "criaturas de más de ocho años y menos de catorce" que no deben ser molestadas por sátiros de más de veinte. Le podemos buscar tres pies al gato y rastrear un mensaje humanista, un horizonte feminista y una apoteosis moralista a la novela, pero no nos engañemos: Humbert es un malvado lobo y, ojo al dato, Lolita una pequeña zorra. Porque el problema fundamental no es que Humbert Humbert sea un depravado pederasta, sino que, al mismo tiempo, la pequeña Lo, a sus doce años como doce soles (catorce en la película), es una vampiresa en ciernes, de las de pantaloncitos por las ingles y top que deja ver el ombligo, y que ya husmea los catálogos de tatuajes para cuando cumpla los dieciséis. De la mamá, neurasténica menopáusica que detesta a su retoño, ni hablamos. Y del profesor de artes dramáticos, pedazo de histrión que también la desea, vamos a olvidarnos...

Pero el siglo XX fue así literariamente, señora Uriarte, qué le vamos a hacer: cómo contar historias repulsivas de manera sublime (algo que está en parte de nuestra tradición occidental, échele un vistazo a los clásicos griegos): el imbécil de Leopold Bloom, el mequetrefe de Gregorio Samsa y el criminal por partida doble Humbert Humbert. Este es el legado que nos han dejado Joyce, Kafka y Nabokov.

De todos ellos, no es de extrañar que Kubrick se sintiese más atraído por las perversiones morales de Humbert y las filigranas lingüísticas de Nabokov. Al ruso el cine le parecía primitivo y basto, sin recursos artísticos para igualar el poder de sugerencia, evocación, complejidad y sutileza de la palabra escrita. Y ahí estaba el joven Kubrick, a sus treinta y tres años, para trasladar a metáforas visuales la pirotecnica verbal de Nabokov aplicada a esta historia de amor fou entre un papito y la niñita de sus entretelas. El cineasta norteamericano contó con la colaboración en el guión del mismísimo ruso, cuya aportación entusiasmó a Kubrick, a pesar de que la película diseñada por el novelista duraba sobre el papel una siete horas.

Ejemplo de metáfora visual: en los títulos de crédito aparecen unas masculinas manos robustas a la par que finas pintando con lentitud y precisión las uñas de un juvenil y delicado pie femenino. ¡Ay! Cuánta tensión sexual, cuánta sublimación erótica en esos gestos tan sutiles como firmes. A continuación, salto temporal de cuatro años y vemos a dos machos alfa enfrentándose por lo mismo que llevan enfrentándose los machos alfa desde el principio de los tiempos: una hembra. Sólo que ahora, prodigios de la civilización, tienen un intercambio de palabras y de pelotas de ping pong antes de liarse a tiros.

Desde la aparición del cine los lectores tenemos el vicio de montar en nuestra mente la película que haríamos. Con Lolita imaginé a Cary Grant como el perfecto Humbert Humbert, un ángel endemoniado; a Janet Leigh como la mamá interpuesta, enamorada e histérica; a Brooke Shields como la nínfula inocentemente perversa. Es de esas novelas que rezas para que nunca la adapten (Sobre los acantilados de mármol de Jünger, Ada o el ardor de Nabokov, los relatos de Borges, Meridiano de sangre de Cormac McCarthy...), para que no te las estropeen un director mediocre y unos actores del Método. Pero James Mason, Shelley Winters, Peter Sellers y Sue Lyon estuvieron finalmente perfectos. Bueno, Sue es un poco mayor para el papel, simulaba tener catorce añitos cuando en realidad tenía dieciséis y su personaje realmente tenía doce..., pero es que gracias a Dios había un comité censor que pensaba en las objeciones que pondrían todas las señoras que, como Edurne Uriarte o Rosa Montero (a la que le parecía muy fea Dexter), objetan contra la puesta en imágenes de "atrocidades perversas".

En su momento, las principales editoriales rechazaron el manuscrito con argumentos uriarteanos: "No aparecen personas buenas en el libro", "La segunda parte es muy larga", "Estimado caballero: ¿pretende usted que me metan en la cárcel?". Sin embargo, la pequeña editorial francesa de Maurice Girodias y una crítica entusiasta de Graham Greene (que tuvo que soportar que los reprimidos de turno lo tacharan de "pornógrafo") la catapultaron a la fama.

Pero que conste que no me parece mal que le hagan caso a Edurne Uriarte y no sólo no lean la novela, sino que tampoco cometan su error de ver la película. Algunos, sin embargo, ya hemos sido pervertidos por las descripciones nabokovianas y la imaginaría visual kubrickiana, barrocas e hilarantes, de los seres humanos como una mezcla entre la promiscuidad de los bonobos y la violencia de los chimpancés, así que seguiremos leyendo y viendo Lolita. Hasta que nos destinen al segundo círculo del infierno dantesco, condenados al suplicio de pronunciar su nombre, Lo-li-ta, hasta que se nos rompa el paladar.

 

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