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MEMORIAS ERRÁTICAS

Llegada al país de los kiwis

La cuestión no era querer sino poder. Para viajar a Nueva Zelanda no había vuelos baratos, como el que había conseguido, eso sí, en las precarias aeronaves de Cubana, para ir y volver de América del Sur. Mis ahorros estaban en las últimas. Pero tenía aún una pequeña propiedad: mi antiguo coche, un cuatro latas azul.

La cuestión no era querer sino poder. Para viajar a Nueva Zelanda no había vuelos baratos, como el que había conseguido, eso sí, en las precarias aeronaves de Cubana, para ir y volver de América del Sur. Mis ahorros estaban en las últimas. Pero tenía aún una pequeña propiedad: mi antiguo coche, un cuatro latas azul.
Un kiwi.
Había ido a Marruecos, había cruzado España varias veces y se había metido por pistas imposibles. A todo ello había sobrevivido en buen estado, y desde que andaba yo de viajera lo utilizaba mi hermano. Mi padre, comprensivo con mis andanzas, me sugirió que se lo vendiera. No me parecía del todo adecuado, pero, a falta de otras fuentes de financiación, se lo propuse. Con las 200.000 pesetas del coche, ya tenía para el billete de avión.
 
A todo esto, había ido de Basilea a España, aprovechando el viaje en coche de una inquilina de la Feldbergstrasse al sur de Francia. Desde allí, subiendo y bajando a trenes diversos y esperando horas en las estaciones, llegué a Galicia a principios del otoño. En noviembre, con el dinero en el bolsillo, regresé al corazón de Europa. Esta vez, a Ginebra, centro de operaciones de Jim y lugar desde el que gestionaríamos nuestro viaje a las antípodas.
 
En la ciudad de Calvino y Rousseau, alojada en casa de los padres de Jim, que vivían en las afueras, acometí el asunto del visado. Los neozelandeses no se andaban con bromas; no querían emigración camuflada, y eran exigentes con los visitantes, por muy turistas que se declarasen. Pero pasé la prueba, lo mismo que Jim. A fin de cuentas, íbamos a visitar a un amigo suyo, casado con una "kiwi", mote con el que se conocía, y conoce, a los naturales de N. Z., por el pájaro que es su símbolo nacional.
 
Vista nocturna de Auckland.De camino a Frankfurt, de donde salía el vuelo, hicimos parada en Basilea. La gente de la Feldbergstrasse nos agasajó con una cena de despedida. Una sopa de calabaza, servida en la propia calabaza, fue la estrella de un convite cariñoso y melancólico. Con nuestra marcha al otro lado del mundo se cerraba una época ruidosa y festiva en aquella casa. Y les llegaba la hora de hibernar.
 
Salimos de Frankfurt a primera hora de la noche del 7 de diciembre. Nunca supe muy bien cuánto tardamos en llegar a Auckland, por los diversos cambios horarios, pero debió de andar en torno a las 18 horas. La primera tirada fue hasta Singapur, donde cambiamos el avión grande por uno pequeño. En aquella máquina, un tanto ridícula y no muy poblada, aterrizamos en la dispersa gran ciudad de la isla Norte a media mañana del día 9.
 
En el avión detenido, esperamos. ¿Qué? No se sabía. Tal vez la visita de inmigración. Al fin, apareció un hombre en uniforme de pantalón corto, a medio camino entre el boy scout y el antiguo agente de tráfico urbano. Llevaba en la mano un aerosol enorme, como los que aparecían en los anuncios del DDT. Y sin previo aviso se puso a rociar el interior del avión. Nos sentimos mosquitos. Nueva Zelanda se protegía. No sólo de los ilegales, también de las pestes y los miasmas que pudieran llegarle del endiablado mundo exterior.
 
Así purificados, salimos al aire libre. Estábamos en primavera y era sábado. Las calles vacías testimoniaban que allí se seguía con rigor el rito del week end. Con nuestro jet lag a cuestas nos metimos en un albergue juvenil barato, el Yvanhoe Hostel. El nombre aquel encajaba en Auckland, que aquí y allá, donde había casas y galpones de madera pintados de colores, semejaba un poblado de colonos, una ciudad en trance de hacerse y deshacerse, todavía afectada de provisionalidad. El hostal, en cambio, estaba habitado por viajeros provisionales que se habían hecho permanentes. Algunos llevaban meses allí, a la espera de tener el dinero o la energía suficientes para moverse.
 
El lunes cambió el ambiente. Los habitantes de la ciudad caminaban con empuje deportivo y cruzaban corriendo los semáforos en rojo. En medio de tanto dinamismo, tuvimos fuerzas para llegar a la entrada de la autopista que iba hacia Wellington. Allí nos pusimos a hacer autostop. El primero que paró fue un viejecito que conducía un antiguo Austin. Nos llevó cuatro kilómetros más allá, hasta un puesto de frutas y verduras instalado en un lugar llamado Bombay Hills. No era gran cosa, pero en el autostop no pueden rechazarse las oportunidades.
 
De aquellas colinas indias nos rescató un hombre que tampoco iba muy lejos, pero que se portó. Era joven y locuaz, y enseguida nos propuso que fuéramos con él a visitar a sus padres, con los que había quedado a la hora del lunch. Vivían en una casita en medio del campo y nos recibieron con delectación; a veces, ser extranjero tiene sus ventajas. La madre nos paseó por toda la vivienda para que viéramos cómo era una casa neozelandesa.
 
Parecía muy british y confortable, pero la sorpresa estaba en el sótano: una destilería casera y clandestina. Con ciruelas y otras frutas de su huerto, fabricaban allí los licores para el consumo casero. Nos dieron a probar alguno. Les encantaba que fuera ilegal. Luego nos llevaron a ver una zona cercana en la que había géiseres y en la que pasamos largo rato hasta que vimos salir algunos chorros de humo y líquido. Eran "los cráteres de la Luna".
 
Nuestros anfitriones por azar fueron los primeros que nos hicieron la pregunta que luego oiríamos una y otra vez de los kiwis con que nos topábamos: How do you like New Zealand? Lo decían expectantes y algo inseguros, y con un aire tan angelical que la respuesta sólo podía ser afirmativa, aunque en aquel momento apenas supiéramos nada de aquella tierra en la que acabábamos de entrar.
 
Pasamos la noche en un motel de carretera, y al día siguiente nos paró un Pontiac. Lo conducía un señor que había sufrido un grave accidente de tráfico en los Estados Unidos. Habían tenido que rehacerle la cara. Ahora iba en un coche con el volante a la izquierda, en un país donde se llevaba a la derecha.
 
Llegamos a Wellington a bordo de un camión-cisterna que transportaba cerveza, un ingrediente esencial de la dieta neozelandesa, como iría comprobando. Y arribamos justo el día antes de la conmemoración del 146 aniversario de la firma del Tratado de Waitangi, por el que los jefes de las tribus maoríes habían cedido la administración de sus territorios. La jornada siguiente era festiva, y en la calle se notaba el jaleo y el jolgorio de la víspera.
 
Cerca de una zona peatonal, donde cada dos metros había un músico callejero tratando de sacarse unas perras, entramos por primera vez en un pub de Kiwilandia. Había ambiente y mesas de billar. Jim era un experto y yo no lo había intentado nunca, pero decidimos jugar. Los locales, a la vista de los forasteros, nos retaron a una partida. Yo declaré mi ignorancia, así que cuando me tocaba a mí todos me daban consejos. Recibí una clase teórica acelerada sobre el billar americano y tuve la suerte del principiante. Es más, ganamos. Con la euforia del juego, a punto estuvimos de perder el último ferry que atravesaba el Cook Strait. Cruzamos aquel pedazo de mar bajo el cielo estrellado del hemisferio Sur, y nos subimos al último autobús que esa noche iba a Nelson.
 
 
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