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PANORÁMICAS

Libertad y libertinaje en Amsterdam

¿Recuerdan cuándo eran niños y les trataban de explicar la diferencia entre libertad y libertinaje? Pues tengo buenas noticias. Hay un lugar en el mundo en el que han encontrado el punto de equilibrio, el término medio aristotélico, entre la primera y el segundo, un círculo a la vez vicioso y virtuoso: Amsterdam.

¿Recuerdan cuándo eran niños y les trataban de explicar la diferencia entre libertad y libertinaje? Pues tengo buenas noticias. Hay un lugar en el mundo en el que han encontrado el punto de equilibrio, el término medio aristotélico, entre la primera y el segundo, un círculo a la vez vicioso y virtuoso: Amsterdam.
La diferencia entre la mayúscula y querida Libertad y el minúsculo y menospreciado libertinaje residía, según me pareció entender, en que mientras la primera formaba con la adusta Responsabilidad una moneda de la que eran la cara y la cruz, en el libertinaje no había límites a la realización de la santa voluntad, con lo que el uso degeneraba en abuso. Este abuso se centraba, no por casualidad, en el juego, el sexo y las drogas, asuntos en los que el sistema límbico suele desbocarse a las primeras de cambio, en una espiral de sordidez y estupidización autocomplaciente que lleva a patéticos arrepentimientos y carísimas clínicas de desintoxicación.

La cinta de Moebius en la que se deslizará, suavemente y sin percatarse, de la virtud al vicio y vuelta a empezar: la ciudad de los paseos por los canales en fueraborda o a pedales, de la marihuana, de los conciertos dirigidos por Heitink y Harnoncourt en el Concertgebouw (¡con barra libre incluida!), de los lunch ligeros y las opíparas cenas en la adyacente brasserie Keyzer, de Rembrandt y Vermeer en el Rijksmuseum, de Vincent y Theo van Gogh, de los coffee shops, de las hetairas en escaparates como maniquíes de carne y hueso de Zara, de la Heineken, de los barcos-casas flotantes, de las miles de bicicletas y los silenciosos tranvías que pondrán en peligro su despistada vida, de los extraordinarios bombones de Puccini, del hachís, de Ayaan Hirsi Ali Spinoza, que se jugaron la vida defendiendo la libertad política, de las banderas arcoiris de los gays, de los urinarios públicos de plástico, del rumor de las risas que jamás degeneran en ruido, de la nueva arquitectura de Renzo Piano y Wiel Arets, de los restaurantes indonesios que tanto gustaban a Pepe Carvalho y los nuevos argentinos que se propagan con la velocidad de una plaga de mejillones tigre, de las librerías inmensas y bien ordenadas en las que odias no comprender holandés y saber que jamás lo aprenderás, de los botellones en barca sin un grito de más ni una lata arrojada al agua...

Amsterdam huele a cannabis y mantequilla como Sevilla desprende en Semana Santa un aroma a incienso y cera. Y del mismo modo que La Meca es un lugar de peregrinación que todo musulmán debe visitar una vez en la vida, Amsterdam es el lugar por el que todo buen burgués liberal debe pasearse, admirando el género expuesto en los ordenados y limpios mercados de flores y de sexo, en una demostración práctica de cómo la racionalidad y la ilustración, las buenas maneras y el conocimiento van de la mano de la libre elección individual no coartada por los poderes establecidos. Y a ser posible, pararse un momento a fumarse un cilindro en la esquina de Linnaeustraat y Tweede Oosterparkstraat, donde fue vilmente asesinado Theo van Gogh por un fanático musulmán al que no le gustaba Sumisión, su película de denuncia sobre el machismo islámico.

Aquí fue donde se refugió John Locke cuando tuvo que huir del autoritarismo hobbesiano y el lugar en el que encontró un precario remanso de paz y libertad el espíritu ilustrado del judío expulsado de la sinagoga Spinoza, al que Borges dedicó un extraordinario poema y los holandeses un discutible monumento. Cuando los que Antonio Escohotado denomina "enemigos del comercio" –los orcos de la superstición en todas sus formas, del ecologismo al feminismo pasando por el fascismo y el comunismo, así como todas las diversas y pintorescas religiones– vuelvan a alzarse una vez más contra la libertad, sabremos que en Amsterdam podremos encontrar –hobbits libertarios, elfos liberales y enanos anarcocapitalistas– un último bastión contra la sinrazón y la barbarie.

Amsterdam ha conseguido conjugar la espiritualidad del Vaticano con la sensualidad de Sodoma. Culta, tolerante, bella y cosmopolita, impermeable a los prejuicios y cuya máxima podría ser el desiderátum liberal laissez faire, laissez passer ("dejad hacer, dejad pasar"), Amsterdam combina Begijnhof (el Patio de las Novicias) con el Barrio Rojo. Y es que Ámsterdam es la ciudad de las mujeres, de las santas aficionadas a las putas profesionales, de las lesbianas que pasean cogidas de la mano junto a sus hijos y las estilizadas y vigorosas ciclistas que transportan a sus novios sentados atrás en completísimas bicis de paseo. Justo al lado de Zara, en el centro comercial, se encuentra un patio cerrado, rodeado de jardines y unas casas en las que solo viven mujeres (los hombres estamos desterrados, salvo para visitarlo como turistas y limpiar los cristales de las ventanas), viudas y estudiantes, herederas de las beguinas, unas mujeres que no querían ser monjas pero sí vivir en comunidad. El silencio y la calma hacen del lugar un templo laico de lo sagrado. Entre las modernas beguinas y las prostitutas contemporáneas apenas hay quinientos metros. El Barrio Rojo se denomina así por los farolillos rojos que advierten al paseante de que tras los escaparates se exhiben chicas de todas las edades y estados físicos, en lencería más o menos sofisticada. Pero es mucho más. Hay una iglesia, unos bistrós con estupendos bocadillos y tartas de zanahoria, los inevitables coffee shops y una fauna variopinta, rumorosa, guapa y educada.

También se percibe, sin embargo, una sombra en el alma de la ciudad. En el Rijksmuseum predominan las pinturas epicúreas y discretas de Vermeer, las naturalezas más vivas que muertas de Willen Kalf y los claroscuros burgueses de Rembrandt. Hay también, sin embargo, una pintura negra que hubiese podido emerger del pincel de Goya: "Los cuerpos de los hermanos de Witt, Jan y Cornelius, colgados". Los hermanos de Witt, políticos liberales que habían llevado Holanda a su edad de oro y eran amigos de Spinoza, fueron asesinados, mutilados y devorados por una chusma organizada por los Orange que los acusaba injustamente de traidores. Trescientos años después del asesinato de los de Witt, un militante de la izquierda radical tiroteaba a Pym Fortuym, un político de personalidad poderosa, incapaz por carácter de someterse a los dictámenes de lo políticamente correcto. Un caso parecido al de Theo van Gogh.

Y es que el punto débil del laissez faire puede ser un blando relativismo que confunda la tolerancia con la servidumbre voluntaria, el diálogo sincero con el apaciguamiento metódico y el pacifismo con una renuncia dogmática a cualquier tipo de violencia, incluso en defensa propia. Da la impresión de que aquí no cabe el culto a la personalidad bajo ninguna de sus formas, tampoco de las excelentes, soberbias y desmesuradas.

En algún sitio escribió Borges: "En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad". En Ámsterdam se conjuga la pasión arrabalera de Buenos Aires con la aburrida civilización de Ginebra. Allí, junto a su amado y admirado Spinoza, Borges habría encontrado el Aleph de todas las ciudades que merecen ser vividas más que visitadas. A Manuel Azaña le recibían las masas del Frente Popular al grito energúmeno de "¡Abajo la burguesía!"; hasta que, harto de tanta estupidez, les gritó: "¡Idiotas, yo soy burgués!". Amsterdam no necesita gritar lo que es porque se ve, se siente, se huele, se percibe por todos sus poros. No hay ciudad más burguesa en el planeta. Están prohibidas la horterada proletaria y la ostentación aristocrática. Ni Cristiano Ronaldo ni Florentino Pérez se sentirían a gusto en ella.


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