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PANORÁMICAS

Last Days: la película-epitafio de Kurt Cobain

Últimamente los directores de cine con pretensiones autorales (de David Lynch a Lars von Trier, pasando por Wong Kar Wai, Michael Moore o Pedro Almodóvar) manifiestan la embarazosa tendencia a emular a Paris Hilton como estrellas mediáticas. Otros (creo que finalmente se revelarán también como los más grandes) siguen siendo insobornablemente sencillos a pesar de los éxitos, y se expresan con claridad, sin aspavientos pueriles.

Últimamente los directores de cine con pretensiones autorales (de David Lynch a Lars von Trier, pasando por Wong Kar Wai, Michael Moore o Pedro Almodóvar) manifiestan la embarazosa tendencia a emular a Paris Hilton como estrellas mediáticas. Otros (creo que finalmente se revelarán también como los más grandes) siguen siendo insobornablemente sencillos a pesar de los éxitos, y se expresan con claridad, sin aspavientos pueriles.
Entre los "otros" se cuentan los hermanos belgas Dardenne o el norteamericano Gus Van Sant, que comparten la mirada lúcida y limpia sobre el mundo que les rodea y han creado algunos de los docudramas más verdaderos de los últimos años, por ejemplo Rosetta y Elephant, ambos galardonados con la Palma de Oro de Cannes.
 
En Last Days se parte de unos hechos reales para trascenderlos. En este sentido, más que con una descripción minuciosa, o una explicación psicológica, de los últimos días del ídolo pop Kurt Cobain, nos encontramos con una estilización del dolor psicológico asociado a una depresión maníaco-depresiva o a una adicción terminal a las drogas. O a ambas, como experimentó de forma cercana Van Sant en algunos de sus amigos, el actor River Phoenix y el músico Elliot Smith.
 
¿Cómo expresar lo inexpresable?, ¿cómo mostrar lo que es radicalmente privado?, ¿cómo poner en imágenes "la noche oscura del alma"? La cita de San Juan de la Cruz viene a cuento porque si la temática es el existencialismo, el tratamiento formal deriva hacia la poesía mística audiovisual: largos planos, hondos silencios, absurdos diálogos. Una estética de la pureza que exige al espectador una atención máxima, porque las respuestas a los enigmas planteados se cuelan a través de pequeños detalles y la combinación entre lo que se ve y lo que se encuentra más allá del plano.
 
En las primeras secuencias observamos al sosias de Cobain, Blake (Michael Pitt), tomando un baño en una cascada en mitad de un bosque. Blake farfulla, su forma favorita de expresión, frases sin sentido. Medio zombi, medio ángel, en cualquier caso terrible. Sin tensión vital, Blake se arrastra como si estuviera hasta arriba de litio (precisamente la canción que prefiero de un artista que no admiro es Lithium, en la que hace un homenaje a la droga más usada contra los trastornos bipolares y la depresión). Termina la ablución, ¿el bautismo?, y enciende una hoguera en la que seca la ropa.
 
No será hasta la mañana siguiente cuando vuelva a un caserón en el que duermen otros jóvenes. Se prepara un desayuno, coge una escopeta, con la que se pasea por la casa apuntando a las cabeza de los bellos durmientes, abre la puerta a un comercial de las páginas amarillas que lo confunde con el anterior propietario, y mantiene una conversación con él que habría hecho las delicias de Beckett. Pero Blake no espera ni a Godot ni a su siguiente visita, el detective que cuenta una historia sobre un mago del siglo XIX cuyo truco consistía en parar balas con la boca. Hasta que finalmente falló. O quiso fallar.
 
Más tarde se prepara una comida, toca unos acordes con la guitarra, mira pasar el río y, finalmente, se pega un tiro en la cabeza.
 
Kurt Cobain.Bueno, finalmente no, porque todavía quedará una coda sorprendente. Aún más por la originalidad de la puesta en escena, que no se entiende si no se tiene en cuenta la profunda religiosidad del pueblo norteamericano en general y de Gus Van Sant (comenzó siendo episcopaliano y ahora profesa el budismo) y de Kurt Cobain (parte de sus cenizas fueron esparcidas en un monasterio budista de Nueva York; y casi no hay que decir que su grupo se llamaba Nirvana) en particular.
 
Esta religiosidad latente, manifestada en la importancia asignada a la Naturaleza como testigo del desmoronamiento de Blake, se revela decisiva en uno de los pocos fenómenos sobrenaturales literales y legítimos que registra la historia del cine. Esta especie de milagro, ¿de resurrección?, ilumina de trascendencia el hermetismo de Van Sant.
 
Un ejemplo paradigmático de esta puesta en escena críptica, alejada de los usos masticados del cine convencional, con la que Van Sant rompe las reglas del melodrama tradicional: vemos a Blake en una habitación de la planta baja enfocado desde el jardín. En el típico biopic musical hollywoodiense (Gran bola de fuego, Ray, En la cuerda floja, Dreamgirls), el momento de la creatividad artística por parte del genio torturado e incomprendido se muestra con un acercamiento paulatino a su rostro, acompañado de música de violines, para provocar la empatía sentimental del comedor de palomitas ocasional. Por el contrario, en un ejercicio de pudor y rigor, Van Sant inicia un movimiento de cámara que la aleja del protagonista en el momento de la creación, respetando su intimidad.
 
Aunque la mayor parte de la crítica ha sido muy benévola con la mística de Van Sant, también se han escuchado voces que le han tachado de banal y pedante, de ser sólo una estúpida y narcisista provocación profundamente aburrida. Por ejemplo, Jonatham Rosenbaun, en el Chicago Reader, dice no soportar su manierismo impostado, la falta de contenido y la obscuridad vagamente new-age de un estilo que, como el propio director ha reconocido, sería una traslación del método de planificación interminable usado por el húngaro Bela Tarr en su Satantango pero sin la densidad conceptual del europeo. El estilo de Tarr ha influido tanto en Van Sant como en Jarmusch, los dos directores más europeizados de los EEUU. Por cierto, aunque quizás sólo sea una casualidad, en una de las anteriores películas de Jarmusch, Dead Man (Hombre muerto), el protagonista también se llama Blake, por el poeta William Blake, y sus títulos son fácilmente intercambiables.
 
Sin embargo, el propio Rosenbaum admite que la película funciona porque es capaz de incorporar un tipo de humor sofisticado, como el que se desprende del encuentro entre Blake y su mujer, la traslación a la pantalla de Courtney Love (según una leyenda urbana de baja estofa, fue la asesina de su marido):
– ¿Qué le dices a tu hija?
– Que la extraño, le hago sus voces favoritas.
– ¿Le dices que lamentas ser un cliché del rock?
– (Silencio).
Llegados a este punto, creo que está claro que deben abstenerse de Last Days todos aquellos que busquen una hagiografía de su cantante favorito (por cierto, no suena ni una de las pegadizas melodías de Nirvana), o los que no consideren la contemplación y el rezo como una de las bellas artes cinematográficas. Por el contrario, es imprescindible para los que crean, con Neil Young, que es mejor quemarse que apagarse poco a poco, o para los que coincidan con William Blake en que "si las puertas de la percepción fueran abiertas, el hombre percibiría todas las cosas tal como son, infinitas".
 
 
LAST DAYS (EEUU; 97 minutos). Dirección y guión: Gus Van Sant. Intérpretes: Michael Pitt, Asia Argento, Lukas Haas, Scott Green, Nicole Vicius, Harmony Korine, Ricky Jay, Thadeus A. Thomas y Andy Friberg. Fotografía: Harris Savides. Calificación: Intimista (8/10).
 
 
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