Menú
LA ESTRICTA GOBERNANTA

Las fantasías eróticas

Las asociaciones de enfermeras andan resentidas porque el cirujano Pedro Cavadas, que es capaz de hacer trasplantes de caras y piernas, ha dicho: "Dudo mucho de que un niño entienda qué es ser médico. Te puede gustar llevar bata blanca o creer que vas a ganar mucha pasta o tirarte a la enfermera...".


	Las asociaciones de enfermeras andan resentidas porque el cirujano Pedro Cavadas, que es capaz de hacer trasplantes de caras y piernas, ha dicho: "Dudo mucho de que un niño entienda qué es ser médico. Te puede gustar llevar bata blanca o creer que vas a ganar mucha pasta o tirarte a la enfermera...".

Pobre doctor Cavadas. Él no dice que un niño se tire a una enfermera ni que las enfermeras se dejen tirar por los niños ni por nadie. Sólo hace constar el hecho de que un niño puede tener sus fantasías eróticas con enfermeras. ¿Por qué no? Las enfermeras forman parte de los fantasmas sexuales masculinos, como todas las profesionales que llevan uniforme y están revestidas de autoridad. Por ejemplo, las azafatas, las policías, las monjas y... hasta las reinas.

En el libro 1.001 fantasías eróticas y salvajes de la historia, de Roser Amills, hay un capítulo dedicado a las enfermeras, donde se recuerda que Ernest Hemingway tenía una fijación tremenda con ellas a raíz de las heridas que sufrió durante la Primera Guerra Mundial, de las que fue atendido en el hospital por una enfermera de la que se enamoró. Fue un idilio frustrado; pero, desde el punto de vista literario, le cundió bastante porque el personaje está presente en muchas de sus obras.

Todo el mundo tiene fantasías eróticas, y las hay para todos los gustos. Algunas son modestas y en ellas trajinan enfermeras, azafatas, mujeres policías, secretarias, criadas, esclavas, maniquíes, autómatas y hasta monjas. Otras fantasías tienden a la megalomanía. Por ejemplo, la que tenía Luis Buñuel cuando, a los catorce años, empezó a imaginarse que narcotizaba a la reina Victoria Eugenia, esposa de Alfonso XIII –que en su día estuvo seriamente maciza–, y se la llevaba a la cama para violarla. Parte de esta fantasía aparece en la película Viridiana.

Las institutrices, y las estrictas gobernantas como yo, no estuvimos a salvo de protagonizar los sueños eróticos de niños y mayores en el pasado. José Luis Vilallonga tenía una fijación con una institutriz alemana alta y poderosa, de la que había sido pupilo, y por eso era aficionado a las mujeres de formato grande. Sólo de viejo probó con una pequeñita, pero no resultó.

Hay fantasmas eróticos muy cabroncetes. Sobre todo si el que los padece intenta hacerlos reales. Rousseau padeció una fuerte fijación con una gobernanta llamada mademoiselle Lambercier que, cuando tenía ocho años, lo dejó marcado, eróticamente hablando, con unos azotes que le administró en el culo y que lo introdujeron en un mundo de placer masoquista. Siempre quiso volver a repetir aquella experiencia. Sacher-Masoch y el marqués de Sade tenían sus fantasías eróticas con criadas. Al primero le encantaban las criadas pegonas y respondonas. En cuanto al segundo, por su manía de propasarse pegando a sirvientas y prostitutas dio con sus huesos en la cárcel.

Pero la mayor parte de las fantasías eróticas son sólo inocentes quimeras y pierden el interés cuando se materializan o se contemplan desde otro punto de vista. De momento sólo las enfermeras han caído en el ridículo de tomarse a mal esto de ser mito erótico. Precisamente, que deberían ser conscientes de que manejan una temible herramienta que las sitúa por encima de otros mitos eróticos. Ese arma es la irrigación.

Nadie se atrevería a cuestionar el poder irrigador de las enfermeras. El paciente está a su merced, postrado e indefenso, cuando llega la enfermera y sin más contemplaciones lo jeringa. Ni siquiera mi tío Severo, que fue magistrado, pudo zafarse de una lavativa cuando esperaba a que le dieran el alta después de una operación de menisco. Simplemente, la enfermera lo ninguneó, lo manipuló y le dijo: "A ver, Severo, dóblate bien, hijo". Y le suministró una irrigación de las de a medio litro sin venir a cuento. Pero hombre, Severo, ¿como te dejaste? le decía la familia mientras cargaba con él camino del váter. Pues es que no me atreví, contestaba él con las piernas apretadas. ¿Qué afortunado se libró de aquella lavativa que el destino desvió hacia otro trasero?

Las mujeres también tenemos fantasías eróticas –incluidas las enfermeras que hacen como que no–, y nadie debe avergonzarse de tenerlas. Son sanas y las necesitamos para mantener las ilusiones, la creatividad y la moral en forma. Yo estoy tan orgullosa de las mías que no me importa hablar de ellas. Una se centra en el portero de un hotel. Mi portero es alto, esbelto e indudablemente ha nacido para ceñir la gorra de plato y vestir el abrigo con botonadura y galones. A veces actúa en medio de un coro de monagos que hacen juego con él en armonía degradada. Entre ellos se mueve con gestos de bailarín, dando órdenes para disponer a su antojo de maletas, taxis y turistas. Gasta un pito precioso que le cuelga del cuello y que porta con la misma dignidad que si llevara la Orden de la Jarretera; y yo, que soy amante de la música y el baile, lo observo desde la acera de enfrente, elástico y flexible, haciendo figuras delante del carro de las maletas, y me recuerda a un dibujo del rey David bailando delante del arca de la alianza que había en mi libro de Historia Sagrada.

Las turistas japonesas se hacen fotos con él y lo atosigan mucho. Él se deja hacer, pero a mí me parece un abuso; porque, oye, yo no voy a Japón a sobar porteros. Él me saluda amablemente, como a otras señoras del barrio. Pero a mí me ha hecho depositaria de algunas confidencias extraordinarias. Por ejemplo, sé que enfermó toda su familia a la vez y, mientras el niño vomitaba en el váter, su suegra vomitaba en el bidé. Desde entonces prefiero hablar del tiempo porque las fantasías deben permanecer en el reino de lo fantástico.

Mi segunda fantasía también baila, pero de una manera que corta la respiración. Se llama Tetsuya Kumakawa y, como su nombre indica, es japonés. Lo descubrí hace años en el papel de ídolo de oro (o de bronce, según) en La Bayadera y caí en la idolatría, seducida por el trabajo de sus abductores dorados, sus bíceps dorados y su máscara dorada. Ni un centímetro de su cara a la vista. ¿Sería guapo? Luego, gracias a internet, he podido verlo bailando a cara descubierta; y sí, es muy guapo, pero resulta humano y carnal. También he visto su coche deportivo rojo, y por poco me enseñan la radiografía de su rodilla lesionada. Me parece que eso hace menos mitológico a mi adorable Tetsuya. Como os digo, hay que mantener los fantasmas en su sitio porque, si se vuelven reales, se van muriendo.

No creo que el gremio de porteros y el de bailarines deban sentirse ofendidos porque, bajo su opulento busto, el corazón de esta maruja palpite haciendo de ellos diversas recreaciones fantásticas mientras cocino un bacalao al pil pil. Así que recomiendo a las enfermeras que la que esté libre de fantasías eróticas tire la primera piedra al doctor Cavadas. Y otra cosa más: la que se pica, ajos come.

0
comentarios