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MUNICH

Las caricaturas de Spielberg

En estos días en que los fundamentalistas islámicos amenazan la vida y la libertad de todos los partidarios de la democracia y los derechos humanos, esta vez a propósito de doce caricaturas publicadas en un diario prácticamente ignoto, yo prefiero dedicarme al comentario de otra caricatura, ésta realizada por Steven Spielberg: la película Munich.

En estos días en que los fundamentalistas islámicos amenazan la vida y la libertad de todos los partidarios de la democracia y los derechos humanos, esta vez a propósito de doce caricaturas publicadas en un diario prácticamente ignoto, yo prefiero dedicarme al comentario de otra caricatura, ésta realizada por Steven Spielberg: la película Munich.
Fotografa de MUNICH.
Por empezar, el nuevo film de Spielberg es una caricatura, o una parodia, de un muy buen telefilm al respecto: La espada de Gideon (Gideon's Sword), que llegó a las pantallas domésticas en 1986, dirigida por Michael Anderson y protagonizada por Andy Bauer y Michael York. Hay que decir que tanto los actores como el ritmo de la original supera en todo a este oculto remake. No hay manera de engañarse: basta con adquirir el DVD por Amazon, conseguir la cinta en alguno de nuestros videoclubs o encontrarla de casualidad en la televisión, para descubrir que cada fotograma coincide. Recientemente, el productor de Gideon's Sword, Robert Lantos, ha dicho que si Spielberg no vio su película debe de poseer un poderoso sexto sentido, ya que en Munich aparecen escenas copiadas de La espada de Gideon que no figuran en el libro Venganza, de George Jonas (citado como base en los créditos).
 
La diferencia sustancial que quiero señalar en este comentario es que La espada de Gideon es una muy buena película de acción, de cuyo grupo protagónico se deduce, sin que lo atornillen a cada rato, un mensaje claro, que yo resumiría como sigue: "Un grupo de terroristas palestinos ha asesinado a once atletas judíos. Muchos de los terroristas han sobrevivido y no sólo celebran por televisión su masacre, sino que planean muchas más. Hay detenerlos. Es evidente que es inútil encarcelarlos: los pocos encarcelados en Alemania fueron liberados por los mismos alemanes un par de meses después. Deben matarlos con la menor cantidad de daños colaterales. Tienen prohibido matar civiles indefensos, aun si por proteger las vidas de estos civiles deben renunciar a sus presas".
 
No hay mucho más. La operación, en La espada de Gideon, no es precisamente un éxito, pero tampoco un desastre. De aquel operativo real del Mossad, la peor parte fue la muerte accidental de un mesero en la localidad de Lillehamer, en Noruega, a quien el comando confundió con el terrorista Salameh. Mientras que, volviendo a la parodia de Spielberg, en Munich el mensaje es un amasijo de falsas preguntas éticas, que resultan totalmente incoherentes tanto en su funcionalidad dentro del guión como en su intento de llegar al intelecto del público más allá de la ficción.
 
Por ejemplo, un personaje completamente ridículo, encargado de borrar los rastros de cada asesinato, que se pasa la película fumando una pipa (una verdadera caricatura), se pregunta, a mitad del film, si el comportamiento del comando no es ilegal. "¿Saben cuántas leyes hemos violado ya?", pregunta, consternado, a sus colegas. Ahora bien, este hombre ha sido contratado, desde el primer instante, para realizar actos ilegales. Como todo el mundo sabe, borrar las huellas de un asesinato es un acto ilegal desde su concepción, ontológicamente ilegal. No fue que lo contrataron para otra cosa: su especialidad, su tarea, es borrar las huellas de los asesinatos. Entonces, o bien se trata de un esquizofrénico, o de un imbécil. Yo creo, en realidad, que se trata de un problema de guión. (Aunque, más tarde, en el film desafíe toda noción de inteligencia cuando, luego de que su jefe le advierta de que la alternadora del bar es una agente encubierta, se acueste de todos modos con ella y sea asesinado).
 
A lo largo de la película, el comando del Mossad nos es presentado como una verdadera cofradía de hombres justos. Los terroristas palestinos, por ejemplo, una vez que descubren que todo ha salido mal, que no les queda más que rendirse o morir, deciden según sus convicciones más profundas: asesinar a sangre fría a todos los rehenes, aunque no les sirva para nada. El ya clásico recurso del suicida homicida que hoy amenaza a todo el mundo occidental. Mientras que el comando del Mossad, cuando descubre que la hija de un terrorista vuelve desprevenidamente a la casa que van a volar, interrumpe toda la operación con tal de no matarla.
 
La CIA nos es mostrada protegiendo al organizador de la masacre de Munich, el ya mencionado Salameh (un hecho rigurosamente cierto). Pero nuestro conflictuado comando del Mossad le pregunta a su fuente si la CIA sabía que era el organizador "antes" de Munich. Cuando se le responde negativamente, se queda tranquilo. ¡Se queda tranquilo! No le importa que la CIA proteja a un terrorista que probadamente ha asesinado a once atletas judíos, le basta con que no lo haya sabido "antes".
 
Si bien es cierto que en la vida real tanto el Mossad como el ejército de Israel han demostrado un nivel ético y de respeto por la vida humana igual o superior al del resto de los ejércitos y servicios de seguridad de los países democráticos europeos o de Norteamérica en circunstancias similares, de no ser por las absurdas reflexiones que el director pone en boca de los pobres personajes la película podría interpretarse como una propaganda favorable al Mossad: un grupo de ascetas capaz de reprimir su afán de venganza para hacer únicamente prevención. Pero lo verdaderamente caricaturesco, lo que transforma esta película en una parodia no sólo del original, sino de una reflexión sobre la ética, es que quienes se preguntan por la justicia de su causa no son los terroristas palestinos, que han asesinado a sangre fría a miles de civiles indefensos; no son los agentes de la CIA que salvan la vida a esos mismos terroristas y se marchan muy orondos, haciéndoles fuck you con el dedo a su colegas israelíes. No. Los únicos que se pasan la película preguntándose si son los buenos o los malos son los judíos del Mossad, que ni siquiera logran matar a los once asesinos, sólo a nueve, por proteger la vida de los civiles indefensos que los rodean. Es realmente un chiste. Una caricatura.
 
La frutilla de este amargo postre es que el jefe del comando del Mossad elige quedarse a vivir en Nueva York. Hay que reconocer que lo mismo ocurría en la versión original, pero en la de Spielberg es el cierre de su mensaje: Estados Unidos representa el respeto por la legalidad frente a la rudeza ilegal del Mossad. ¿Pero no nos acaba de mostrar Spielberg, apenas un fotograma antes, que la CIA protege ilegalmente a terroristas probados? Como sea, también sobre el final de la película, el personaje pregunta, con algún tino, por qué en vez de matarlos no apresaron y juzgaron a los terroristas, como hicieron con Eichmann. Hay una respuesta operativa, que ya hemos esbozado en este comentario; se puede estar de acuerdo o no, pero es una respuesta. El superior del agente, sin embargo, no le responde en la película. Todos los espectadores estamos esperando a ver qué dice Spielberg, pero el tipo simplemente no responde.
 
Es evidente que, como podemos intuir en el secreto de Lost in translation, el director no tiene la menor idea de cuál sería la respuesta. Pero yo tengo otra versión, reconozco que completamente personal: el superior no le contesta porque sabe que el personaje es tan obtuso que ni siquiera va a comprender lo que le diga.
 
 
Marcelo Birmajer, escritor argentino y coautor de En defensa de Israel.
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