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CÓMO ESTÁ EL PATIO

La zorra en el gallinero

Los políticos, especialmente los autonómicos, no es que crean que los ciudadanos que les pagamos el sueldo somos tontos; es que están convencidos de ello, porque si no no se explica que en el año de la devastación financiera actúen con la misma desfachatez que cuando España era el lugar en que más rápido podía uno hacerse rico.


	Los políticos, especialmente los autonómicos, no es que crean que los ciudadanos que les pagamos el sueldo somos tontos; es que están convencidos de ello, porque si no no se explica que en el año de la devastación financiera actúen con la misma desfachatez que cuando España era el lugar en que más rápido podía uno hacerse rico.

¿Se acuerdan ustedes de aquella época? España era, eso nos decían, el lugar donde uno podía hacerse rico más rápidamente, sí; los aspirantes sólo tenían que cumplir la condición de carecer de cualquier escrúpulo moral, quintaesencia de la socialdemocracia cuando la economía crecía como la espuma, allá por los últimos ochenta del siglo pasado, y principio transversal que todos los partidos observan aunque el país entero ruede por el precipicio.

La política es el arte de corromperte sin que te pillen, con la molestia de que cada cuatro años es necesario convencer a un número suficiente de víctimas para que depositen un papelito con el símbolo de tu partido y tu nombre en una caja de metacrilato. La fiesta de la democracia, ya saben, una democracia bastante rarita la nuestra, porque, al final, el elector no vota a un conciudadano con nombre y apellidos al que pedirle cuentas en caso de que le salga vago, traidor o ladrón, sino a una corporación política con una férrea estructura de mando en la que sus miembros tienen muy poco que decir.

No es que todos los políticos roben cuando están en el poder, fenómeno que apenas se da en Andalucía, y tampoco de manera absoluta, sino que tienen que mentir y traicionar a sus electores para mantenerse en el sillón, que es otra forma de corrupción, menos grosera que el meter la mano en la caja pero igual de despreciable. Lo peor es que, al tiempo que renuncian a los principios que enarbolaron durante su campaña electoral, los políticos que alcanzan el poder han de financiar a los grupos organizados de la sociedad capaces de influir en la opinión pública; y aquí se agravan los problemas de los ciudadanos, porque tenemos que mantener no sólo a los que se supone que mandan, también a toda una multitud de activistas, propagandistas y demás agradaores que ejercen su función únicamente a cambio de un importante estipendio, pagadero generalmente a través del mecanismo de la subvención.

La subvención. Qué gran invento la subvención, especialmente para los que han hecho del trinque presupuestario una forma de vida, gracias al esfuerzo del prójimo; porque de eso se trata, de meter la mano en el bolsillo del vecino por persona interpuesta, en este caso una persona investida de la autoridad democrática que le confiere su paso por el Jordán electoral.

A cualquier padre de familia acomodado le resultaría muy violento aligerarle el monedero a un matrimonio joven, sin hijos y en paro; por eso preferimos que sea el estado el que requise a esos pipiolos una parte de sus ahorros para financiar el cheque-libro con que todos los presidentes autonómicos concurren a las elecciones del terruño, con el mentón elevado y la mirada en el lejano horizonte, como si estuvieran pagando ellos de su bolsillo los cien euros que reparten entre las familias con niños, como si de confeti se tratara.

Aquí todo el mundo trinca del presupuesto sin pensar que el requisito para que los políticos puedan repartir algo es que antes nos lo quiten del bolsillo; todo en nombre de la redistribución socialdemócrata, en virtud del cual al que menos tiene se le quita lo poco que posee para dárselo al que no lo necesita.

El invento se mantiene porque España es un país de rinconetes que matamos por cualquier cosa gratis que nos ofrezca el baranda de turno, aunque en el fondo sepamos que todo lo hemos pagado antes a través de unos impuestos de niveles confiscatorios. Sólo hay que echar un vistazo a los comentarios de los lectores en cualquier noticia que critique el despilfarro subvencionador de los políticos para ver cómo un elevado porcentaje defiende esa inmoralidad con el argumento de que el fin es bueno. ¿El fin es bueno? Pues claro, nos ha jodido. Sólo faltaba que los centenares de miles de asociaciones subvencionadas dedicaran la pasta al tráfico de armas o al consumo de estupefacientes en sus juntas directivas. Pero la cuestión no es la bondad del fin al que se dedica el dinero ajeno, sino la iniquidad del método por el que se obtiene éste, algo que suele pasar inadvertido al espectador medio de Sálvame de Luxe.

No es que nos hayamos vuelto unos idiotas suicidas en términos financieros. Es que, en el fondo, nadie quiere reconocer la vileza del trinque presupuestario del que se beneficia anualmente por cualquiera de los varios miles de conceptos que los políticos extienden sobre sus mesas de trileros, especialmente cuando se acerca una cita electoral.

Precisamente ahora estamos a unas pocas semanas de las elecciones autonómicas, donde el reducido ámbito geográfico en que se sustancian las relaciones entre representantes y representados hace que la demagogia subvencionadora alcance cotas de paroxismo. Que el Gran Arquitecto nos ampare.

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