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CIENCIA

La paradoja de la lluvia fósil

Si existe un fenómeno natural aparentemente efímero es el de la lluvia. Caen las gotas de agua a velocidad de vértigo, apenas perceptibles para nuestros ojos, y recubren la piel de la tierra con un manto volátil de H2O. La humedad dura lo que tardar el sol en evaporarla. Y luego nada. Nada... para el profano.

	Si existe un fenómeno natural aparentemente efímero es el de la lluvia. Caen las gotas de agua a velocidad de vértigo, apenas perceptibles para nuestros ojos, y recubren la piel de la tierra con un manto volátil de H2O. La humedad dura lo que tardar el sol en evaporarla. Y luego nada. Nada... para el profano.

Muchos amantes de las ciencias geológicas saben de la indeleble huella que la lluvia deja sobre el planeta. Esculpe la roca, abre grietas en la corteza, disuelve la arena, hiere las laderas de las montañas, despunta los riscos, ablanda el limo... Lo que quizás no sea tan conocido es que la lluvia, además, fosiliza. Se deja atrapar como el insecto jurásico en una gota de ámbar para descansar inconsútil millones de años.

Un equipo de investigadores de la Universidad de Washington en Seattle ha logrado rescatar de su letargo gotas de lluvia caídas sobre la tierra hace 2.700 millones de años. En aquel tiempo, una enorme erupción volcánica cubrió la región de Ventersdrop (Sudáfrica) con una espesa manta de lava y cenizas. Antes de que el fluido solidificara en roca, una tormenta arrojó buena cantidad de lluvia sobre el suelo blando. Las gotas golpearon el terreno dejando pequeñísimos cráteres de impacto que, con el frío del agua, solidificaron casi de inmediato. Y allí permanecen, como huellas de aquella tormenta, intactos testigos de la evolución del planeta.

Los expertos ahora han sido capaces de reproducir cómo fue aquella tormenta y, lo que es más sorprendente, cómo era la atmósfera que la generó.

Las gotas de lluvia caen a una determinada velocidad y tienen una morfología determinada en función de la densidad del aire que atraviesan de la nube al suelo. Potentes modelos matemáticos pueden servir para analizar las huellas del impacto y conocer datos útiles como el número de gotas que cayeron, la intensidad de la precipitación, el tamaño y la forma de las gotas y la cantidad de fragmentos en los que se partieron después de chocar contra el suelo. Todas estas variables pueden ser comparadas con los datos de lluvias actuales. De ese modo, los expertos pueden comparar la atmósfera de hoy con la de otros tiempos.

Los datos de Ventersdrop muestran, para sorpresa de los científicos, que la atmósfera de hace 2.700 millones de años era prácticamente igual a la de ahora. La densidad de aquel aire no era superior a 1,3 kilogramos por metro cúbico (la del de hoy es de 1,2 kilogramos por metro cúbico) y los niveles de CO2 no eran especialmente elevados.

El dato no cuadra en absoluto con los modelos actuales de evolución geológica del planeta y, sobre todo, no sirve para despejar uno de los misterios aún no desvelados de la historia terrestre: la paradoja del Sol débil.

Esta paradoja describe una aparente contradicción. Sabemos también por observaciones fósiles que desde etapas muy tempranas en su evolución nuestro planeta ha albergado agua líquida. Desde luego, hace 2.700 millones de años debía de haberla ya en grandes cantidades. Por otro lado, conocemos gracias a estudios astrofísicos que el Sol no siempre ha brillado con la misma intensidad. En concreto, durante el periodo Arqueano el astro rey brillaba al 70 por 100 de su intensidad actual, es decir, la temperatura de su fotosfera era un 30 por 100 inferior a los cerca de 6.000 grados kelvin actuales. Con ese reducido poder calorífico, cualquier resto de agua en un planeta situado a la distancia de la Tierra hubiera permanecido helado.

¿Por qué entonces había agua líquida en nuestro planeta? En los años 70 del siglo pasado astrónomos como Carl Sagan propusieron una explicación a la paradoja: el único modo natural de obtener agua líquida en tales circustancias es mediante un poderoso efecto invernadero. La atmósfera de la época debía de ser mucho más densa que la actual, y sería capaz de bloquear buena parte de la radiación solar rebotada por el suelo, como hacen los océanos de plástico de Almería para lograr flores y tomates lustrosos.

Aquella idea cuajó entre los científicos y los divulgadores. De hecho, la mayor parte de las representaciones del planeta primigenio se hacen con cielos oscuros, nubosos, densos. Los datos ahora obtenidos vendrían a desmentir esa creencia. Si Velázquez hubiera vivido hace 2.700 millones de años, ¿habría tenido oportunidad de pintar cielos transparentes y brillantes como los que pintó en el siglo XVII? Quizás no llegara a tanto, pero la atmósfera estaba lejos de ser un manto hiperdenso y caliente. ¿Por qué, entonces, había agua líquida?

La paradoja del Sol débil sigue sin resolverse.

 

twitter.com/joralcalde

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