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LA NUEVA REVOLUCIÓN AMERICANA

¿La nación de derechas?

La política compasiva de Bush ha sacado a la luz las contradicciones que existían en la coalición liberal conservadora que le apoyaba. Así lo han puesto de relieve las protestas contra el aumento del gasto y el intervencionismo del Gobierno, las vacilaciones de algunos miembros destacados del movimiento conservador ante la intervención en Irak, la polémica generada por algunos nombramientos presidenciales, como el de Harriet Miers.

La política compasiva de Bush ha sacado a la luz las contradicciones que existían en la coalición liberal conservadora que le apoyaba. Así lo han puesto de relieve las protestas contra el aumento del gasto y el intervencionismo del Gobierno, las vacilaciones de algunos miembros destacados del movimiento conservador ante la intervención en Irak, la polémica generada por algunos nombramientos presidenciales, como el de Harriet Miers.
Y sin embargo, el movimiento de derechas norteamericano ha generado suficientes ideas y propuestas, en los últimos cincuenta años, como para volver a construir un programa atractivo, de integración nacional, patriótico y democrático, que renueve la oferta electoral y las bases de la coalición liberal conservadora.
 
Entre ellas, como ha apuntado el analista Andrew E. Bush, están el control de los impuestos y el gasto, una renovada filosofía pública del constitucionalismo y el Gobierno limitado, el apoyo a un tradicionalismo cultural integrador y no extremista, el aumento de los mecanismos de elección y control para los programas sociales, así como la integración de las minorías hispana y negra con medidas de contenido moral y religioso, sin olvidar el espíritu empresarial. También habría que confiar más en la vitalidad de una sociedad civil que siempre ha combinado pragmatismo y fe en los principios, optimismo y conservadurismo, individualismo y confianza en los demás, y así ha creado la identidad y la naturaleza de Estados Unidos.
 
Estados Unidos es hoy un país más de derechas que hace diez, veinte o treinta años, como lo demostró el famoso mapa que plasma la marea roja que lo inunda de Norte a Sur y entre las dos costas. Desde los años setenta, ha venido siendo gobernado por políticos inspirados por ideas, proyectos y programas de derechas, basados en un movimiento liberal conservador que no se ha cansado de exigir a sus representantes el cumplimiento de las promesas que les habían hecho.
 
Este gigantesco giro hacia posiciones liberal conservadoras es, en una medida muy importante, fruto de la propia sociedad. Detrás de las decisiones de los políticos hay individuos y grupos, convencidos de su autonomía y su capacidad para influir en los asuntos que conciernen al bien común. Estas personas se han movilizado a lo largo de mucho tiempo para cambiar un estado de cosas con el que no estaban de acuerdo, que les parecía nefasto para su país, para ellos mismos y para sus hijos.
 
Estos movimientos surgieron en los años cincuenta, cuando una minoría se sublevó contra la intrusión cada vez mayor del Gobierno en sus vidas. Y cuajó en un gran movimiento cuando uno de los dos grandes partidos tradicionales, el Demócrata, reaccionó a la gran crisis cultural y social de los años sesenta incorporando a sus propuestas unas ideas que eran ajenas al consenso que había presidido la vida política norteamericana de las últimas décadas. El Partido Demócrata y una parte del Partido Republicano se volvieron progresistas. Para muchos norteamericanos, fue una traición.
 
Un país no es sólo el conjunto de los ciudadanos vivos. Una nación está compuesta también de los antepasados, los que imaginaron la realidad actual, y de las generaciones venideras, aquéllas que vivirán en una realidad que los vivos, a su vez, habrán imaginado y contribuido a crear. A diferencia de lo que ocurre en muchos países europeos, y en particular en España, donde se ha hecho todo lo posible para dinamitar la continuidad, en Estados Unidos permanece vigente la idea de una nación viva, que se debe a sus tradiciones y es capaz de labrar el futuro a partir de ellas. La comparten casi todos, incluidos muchos de los que se dicen progresistas.
 
Ahora bien, la nación que empezó a surgir en los años sesenta y setenta no respondía al proyecto del que los norteamericanos de entonces se sentían herederos ni al proyecto que querían para el futuro. Esos mismos norteamericanos invocaron, y siguen invocando, el espíritu vivo de la nación y de la república para construir una forma de vivir más acorde con sus creencias y sus convicciones. Hubo quien se aferró a una sociedad definitivamente acabada. La mayoría, y de ahí la riqueza del movimiento liberal conservador, propuso soluciones nuevas para reconstruir un consenso pulverizado por el progresismo en los años sesenta y setenta.
 
Estados Unidos había permanecido inmune a los totalitarismos nacionalsocialista y comunista. Sus ciudadanos nunca se habían dejado seducir por el socialismo. Por unos años, pareció que se iban a rendir ante la ofensiva de la cultura progresista. No fue así. La democracia más antigua del mundo era también la más tradicional. Y por respeto a la tradición democrática que forma parte de su propia identidad, aceptaría el reto en el campo democrático y con medios democráticos.
 
Muchos de quienes se levantaron para reivindicar la libertad y la tradición que la hace posible sabían que se enfrentaban a acusaciones muy graves. Se les iba a reprochar, como así fue, la ruptura de los grandes acuerdos, una posición intransigente, la incapacidad de adaptarse a las nuevas circunstancias. Serían incluso considerados responsables del sufrimiento de mucha gente, que se vería enfrentada a elecciones morales que los progresistas, profetas de un orden donde no existe el sufrimiento ni la decisión personal, querían dar por superadas.
 
No les importó. Muchos de ellos, de espíritu combativo e incluso provocador, aceptaron la batalla con gusto. Fue muy dura. Durante algunos años parecían seres de otro planeta. Lo han seguido siendo después, incluso cuando triunfaron. El progresismo no acepta la derrota, y una vez que rompió los consensos morales sobre los que se había fundado hasta ahí la vida en común no permitiría su recomposición. De hecho, no había forma, ni la hay, de reconstruir el antiguo consenso.
 
La irrupción del terrorismo y del totalitarismo islámico ha renovado la tensión que vive la sociedad norteamericana desde entonces. En un primer momento, después de los ataques del 11-S, pareció reconstruirse un cierto acuerdo, al menos político. Bush lo había propiciado en el terreno de la política social. Entonces pudo surgir una nueva izquierda, como la de Truman y la de Kennedy o, más cerca en el tiempo, la de Tony Blair en Gran Bretaña.
 
Pero la guerra contra el islamismo es larga y dolorosa. Se han cometido errores de bulto, algunos inevitables, otros no tanto. Los progresistas, que quisieron rentabilizar la derrota militar de su país en Vietnam, volvieron a la carga en cuanto comprendieron el coste de la exigencia moral que plantea la defensa de la libertad. Y lo hicieron con una virulencia extraordinaria. La democracia norteamericana siempre ha sido dura en las formas, pero el odio a Bush y a lo que Bush representaba ha alcanzado cotas inéditas de saña. En Europa, donde el progresismo domina la vida pública, la virulencia del antiamericanismo ha estado a la medida del control que los progresistas ejercen.
 
Aun así, la reacción de la mayoría de los norteamericanos en 2004 resultó inequívoca. Si las elecciones, es decir un acto de decisión puramente política, revelan algo de la naturaleza de un país, allí quedó claro que la mayoría de los norteamericanos respaldaba el proyecto liberal conservador que les proponían los republicanos.
 
Queda por ver si la política de George W. Bush ha sido capaz de dar forma a esa realidad ideológica y sentimental y a lo que el movimiento liberal conservador había conseguido hasta entonces, es decir revitalizar la identidad nacional y perpetuar la coalición social que lo apoyó en 2004. En cualquier caso, la pregunta atañe sólo a la coyuntura del momento. Es posible que vuelvan al poder los demócratas, como ocurrió en los años noventa con Clinton. Pero el movimiento liberal conservador ha cambiado de tal manera y tan profundamente la sociedad norteamericana que durante muchos años habrá que contar con la realidad de una nación que se concibe a sí misma como el bastión de la libertad y de los valores que la hacen posible.
 
 
NOTA: Este texto es un fragmento editado del capítulo 9 de LA NUEVA REVOLUCIÓN AMERICANA, que acaba de publicar la editorial Ciudadela. Su autor, JOSÉ MARÍA MARCO, mantendrá un DIÁLOGO EN LIBERTAD con nuestros lectores el viernes 27, entre las 17 y las 18 horas.
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