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CIENCIA

La N escarlata

"Si en Kioto hubiera tenido más influencia el pragmatismo de los científicos y los ingenieros y menos el idealismo de algunos, puede que pronto pudiéramos cosechar los beneficios de la energía de fusión nuclear. Pero, tal como están las cosas, puede que aún pasen otros veinte años hasta que esta energía comience a calentar nuestras teteras y nuestros ordenadores". La frase es de James Lovelock, uno de los padres del ecologismo moderno, autor de la controvertida y ciertamente ñoña hipótesis Gaia, gurú de los defensores del medioambiente durante décadas y... ferviente defensor de la energía nuclear.

"Si en Kioto hubiera tenido más influencia el pragmatismo de los científicos y los ingenieros y menos el idealismo de algunos, puede que pronto pudiéramos cosechar los beneficios de la energía de fusión nuclear. Pero, tal como están las cosas, puede que aún pasen otros veinte años hasta que esta energía comience a calentar nuestras teteras y nuestros ordenadores". La frase es de James Lovelock, uno de los padres del ecologismo moderno, autor de la controvertida y ciertamente ñoña hipótesis Gaia, gurú de los defensores del medioambiente durante décadas y... ferviente defensor de la energía nuclear.
James Lovelock.
Se refiere aquí (la cita es de su último libro, La venganza de la Tierra, editado por Planeta) a la promesa eterna de la energía de fusión, tenida siempre por alternativa de futuro pero siempre arrumbada por el ominoso hecho de que lleva el apellido "nuclear" pegado como una "N" escarlata.
 
Se trata del sueño de generar energía casi ilimitadamente, a partir de la fusión de isótopos de hidrógeno, imitando a pequeña escala el proceso que se produce en el seno de estrellas como el Sol. El combustible sería un isótopo como el deuterio o el tritio, que son prácticamente inagotables: el primero, porque está presente en el agua; el segundo, porque se puede fabricar como subproducto de la propia reacción nuclear.
 
El sueño no está lejos de convertirse en realidad, sobre todo desde que en instalaciones como el reactor Tokomak se empezaron a liberar por este sistema cantidades suficientes de energía para mantener encendida una fuente de calor durante algunos segundos. Es un reactor limpio, seguro y casi inagotable.
 
¿Qué tiene entonces de malo? La N escarlata, el cartel del oprobio, el innombrable apellido "nuclear".
 
Porque todos sabemos que lo nuclear es malo. Y si no lo sabíamos, esta semana el presidente del Gobierno español nos lo ha vuelto a recordar. Hay que acabar poco a poco con la generación de energía atómica en España.
 
Por supuesto, para ello se debe hacer oídos sordos a los datos científicos…; pero qué más da, ya estamos sobradamente acostumbrados a eso.
 
Ningún científico, con datos fiables en la mano, podrá negar que el mejor modo de optar por cumplir remotamente las exigencias que nos hemos autoimpuesto con el dichoso Kioto es apostar por la energía nuclear. Primero, porque es más barata: generar un kilovatio/hora de energía por fisión cuesta entre 0,2 y 0,7 céntimos de euro; hacer lo mismo con carbón cuesta entre 2 y 11; con petróleo, entre 3 y 15, y con energía eólica,entre 0,1 y 0,25. Segundo, porque, a pesar de lo que cree la mayor parte de la gente más influida por el mensaje ambientalista, la principal ventaja de la energía nuclear reside en los residuos.
 
También ha insistido en ello Lovelock, hasta la saciedad: quemar combustibles fósiles produce 27.000 millones de toneladas de residuos cada año. Si los uniéramos todos y los solidificáramos, generarían una montaña de 1.500 metros de altura. La misma cantidad de energía producida por un reactor atómico generaría dos millones de veces menos residuos: todos juntos se podrían guardar en un bidón de 16 metros de largo.
 
Se mire por donde se mire, el único modo de producir energía a gran escala con una garantía de control espacial sobre los residuos (un tubo de 16 metros parece algo sencillo de gestionar sin mucho riesgo) es la energía nuclear.
 
Pero la N escarlata no se detiene. Y los activistas antinucleares están dispuestos a pintarla sobre el pecho de cualquiera que ose defender el modelo de energía atómica. Da igual que se trate de científicos galardonados con el premio Nobel (como los 18 que forman parte del jurado de los premios Rey Jaime en España y que apuestan por la fisión sin ambages) o de viejos ecologistas como Lovelock, que incluso ha ofrecido el jardín de su casa para enterrar los residuos radiactivos de una central nuclear cualquiera para así demostrar la inocuidad de los mismos cuando son tratados debidamente.
 
El sentimiento antinuclear se antoja imbatible. Frente a él sólo puede oponerse la voz de los científicos, que por lo general son serios, sobrios, asépticos, temerosos del dato y aburridos. La gran victoria del lobby verde fue identificar el movimiento antinuclear con una gran fiesta: la Bomb Culture que define Jeff Nuttall (el pionero británico del happening y la contracultura). El miedo a las bombas atómicas que sucedió a la Segunda Guerra Mundial y se instaló en los huesos occidentales durante la Guerra Fría fue transformado en festividad a lomos del hippismo, la contracultura y el pop.
 
Las manifestaciones contra la bomba, y luego contra las centrales (¡como si fueran lo mismo!), eran auténticas fiestas de música alternativa, banderas de color, amor a la naturaleza, drogas y buen rollo. ¿Qué joven no iba a preferir ser anti, si en la fila de los pro sólo aparecían ingenieros canosos con pilas de datos sobre la eficacia energética de la fisión, las tecnologías de tratamiento de residuos y las bondades del uranio?
 
Durante los años 60 y 70, los líderes de opinión ecologistas mezclaron deliberadamente este ambiente festivo con el miedo a la guerra atómica. Los mensajes sobre los efectos de la contaminación radiactiva del agua o sobre la explosión de todos los arsenales atómicos del planeta trataban de concienciar a los gobernantes del periodo de Guerra Fría para que detuvieran la amenaza de una confrontación nuclear. Pero pronto se mistificaron y se usaron para combatir, absurdamente, la generación de energía por medio de la fisión del uranio. Científicamente la equiparación no tenía ni pies ni cabeza, pero desde el punto de vista de la comunicación la manipulación fue brillante.
 
Hoy, sin embargo, alejada la amenaza bélica nuclear, el problema al que nos enfrentamos reside en la falta de recursos energéticos y en las imposiciones que nos hemos obligado a aceptar para dejar de emitir CO2 a la atmósfera. En este nuevo escenario, lo nuclear debería cobrar impulso como la única alternativa responsable. Pero quizás la N escarlata ya haya prendido demasiado como para que pueda ser borrada. Entre otras cosas, por el sabio uso de los datos (cámbiese "sabio" por "torticero" aquí y dará lo mismo) que hacen los ecologistas.
 
La peor catástrofe de la historia de la energía nuclear, el accidente de Chernobyl, dejó un saldo de entre 45 y 65 muertos por radiación, según la OMS. Entre 1970 y 1992, las muertes en accidentes derivados de la extracción del carbón ascendieron a 6.400; las producidas en accidentes relacionados con el gas, a 1.200; y las que tuvieron por escenario centrales hidroeléctricas, a 4.000. Alguien se ha ocupado de hacer la desagradable pero útil contabilidad de víctimas por terawatio de energía extraída: nuclear: 4; carbón, gas e hidroelectricidad: 1.310. Sin embargo, la nuclear sigue pasando por ser la energía más peligrosa del mundo.
 
James Lovelock, de nuevo, se confiesa: "Mi defensa a ultranza de la energía nuclear se debe a mi convicción de que cada vez nos queda menos tiempo para conseguir un suministro fiable y seguro de electricidad".
 
¿A qué se debe el odio a ultranza de Zapatero a esta energía? Seguramente, tiene miedo a que le cuelguen la N escarlata… Y no es para menos.
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