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VUESTRO SEXO, HIJOS MÍOS

La mala madre

Copulantes queridos: Contaba Lord Ormathwaite que, cuando nació el decimosexto hijo de Lady Louise Moncrieff, su hermana, allí presente, le dijo: "Todo va bien, Louise, acabas de tener otro niño". Y la pobre señora contestó: "Oh, querida, en realidad, no me importaría que fuera un loro".


	Copulantes queridos: Contaba Lord Ormathwaite que, cuando nació el decimosexto hijo de Lady Louise Moncrieff, su hermana, allí presente, le dijo: "Todo va bien, Louise, acabas de tener otro niño". Y la pobre señora contestó: "Oh, querida, en realidad, no me importaría que fuera un loro".

Y yo me pregunto, ¿qué tiene un loro que no tenga un niño? Pues, para empezar, una madre con más instinto maternal. Y, bien mirado, quizá un loro tenga más encanto que un decimosexto hijo. ¿Por qué iba a querer alguien, en su sano juicio, tener dieciséis entusiastas mojadores de camas, fabricadores de mocos y emisores de berridos nocturnos?

No negaré que los bebés tienen una apariencia apetitosa que los hace totalmente comestibles... porque llegan pertrechados con trucos muy sucios. Los adultos estamos programados para quedar seducidos por las sonrisas, los mofletes, los hoyuelos, los michelines y los gorgoritos hasta tal punto que la mayoría de las mujeres (y Miguel Bosé) quieren vivir su propia experiencia maternal. Además –todo hay que decirlo–, las mujeres conciben grandes expectativas acerca de los placeres de la maternidad, perciben presiones sociales para ser madres y obtienen cierto estatus si llegan a serlo.

Pero el instinto maternal es otra cosa. Es un mecanismo innato, por el cual el individuo responde a situaciones específicas mediante un comportamiento fijo, definido y uniforme a toda la especie. Nada de eso se da en la maternidad humana. Sin embargo, a la gente le gusta pensar que el instinto maternal es muy fuerte, y de hecho ha sido el rasgo femenino mejor valorado, a pesar de que, paradójicamente, ha servido también para argumentar que la mujer es inferior al hombre, por estar más sujeta a sus instintos y esclavizada por su biología.

No os creáis nada de eso. Las mujeres, como los hombres, andan fatal de instintos y suelen confiar en su inteligencia a la hora de resolver cualquier problema, y más en todo lo referente a la maternidad.

Mientras el instinto maternal fue necesario, los genes de la mala madre no se promocionaron bien. Más tarde nuestras antepasadas adquirieron la inteligencia suficiente para mejorar los resultados que habían logrado hasta entonces con el instinto maternal, y no sólo lograron la supervivencia de bebés cada vez más inmaduros, sino que, como efecto colateral, se fue eliminando el instinto maternal. La maternidad espontánea y natural no ha sido, desde luego, lo que llevó a nuestra especie a evolucionar, y las mujeres suelen gestionar fríamente su maternidad: buscan un padre, negocian, miden los tiempos, toman pastillas, toman el ácido fólico y procuran documentarse.

Al quedar las mujeres desligadas de su instinto, la maternidad depende, en gran parte, de la interpretación que cada sociedad quiera darle y de la importancia que le conceda. A la hora de criar niños se obtienen mejores resultados cuando está de moda ser mamá, cuando tener hijos se transforma en una función gratificante y todos los bebés retratados parecen querubines. Entonces se habla mucho de "noble función", el "sacrificio", la "vocación", y también de "catarrito", "caquita suelta" y "noche en blanco".

Pero, a lo largo de la historia, la idea predominante ha sido que el niño era un pequeño objeto molesto que probablemente moriría y, por lo tanto, no merecía la pena encariñarse con él. La infancia no tenía buena prensa. Bossuet decía que la infancia es "una vida animal". San Francisco de Sales, tan dulce él, escribió que durante la infancia somos "como bestias carentes de razón, de discurso y de juicio". Y Bérulle, a la cabeza de un gran movimiento pedagógico en el s. XVII, se pasó un pelín al decir que la condición infantil es "la más vil y abyecta de la naturaleza humana, después de la muerte". En esas épocas tan duras para los niños siempre queda al descubierto la falta de instintos maternales en su faceta más truculenta.

La pobreza fue siempre la principal enemiga de la infancia. En los cuentos infantiles no faltaron niños pobres abandonados por sus padres. Ahí tenemos a Pulgarcito, y a Hansel y a Gretel. Muchos folletines incluían a bebés abandonados, con notitas cosidas a las ropas –no siempre pobres–, en las que se traslucía el remordimiento y la esperanza del reencuentro. Especialmente malas para los recién nacidos fueron las épocas en que estuvo de moda que las madres no dieran el pecho.

Hasta el siglo XVI la costumbre de contratar a una nodriza era exclusiva de la aristocracia, y tenía sus críticos. Tanto Vives como Erasmo reprochaban a las mujeres nobles que no amamantasen a sus hijos. Montaigne, en sus Ensayos, lo deploraba también, a pesar de que, el muy hipócrita, obligó a su esposa a enviar los suyos a nodrizas. En el siglo XVII se difundió entre la burguesía europea –especialmente la francesa– el hábito de enviar a los recién nacidos con una nodriza al campo.

Lamentablemente, durante el siglo XVIII la costumbre se extendió a todos los estratos de la sociedad urbana. Los artesanos y comerciantes consideraban indispensables a sus esposas, que trabajaban duramente junto a ellos, y la crianza del niño representaba un problema. Por otra parte, los maridos burgueses y nobles consideraban la lactancia como un atentado a su sexualidad y protestaban del intenso olor a leche de sus esposas, y de que los senos rezumaban constantemente. El amamantamiento era sinónimo de suciedad. Vamos, una horterada.

Los ricos podían pagar mejores nodrizas, pero los pobres enviaban a sus hijos lejos, con mujeres miserables que acogían a varios niños y no tenían leche suficiente para todos. Los bebés que aguantaban el viaje vivían en la miseria hasta que pillaban alguna enfermedad y morían. Cómo sería que, en Portugal, llamaban a las nodrizas "tejedoras de ángeles". Eça de Queiroz habla de ellas en El crimen del padre Amaro. Los padres parecían insensibles. Talleyrand, por ejemplo, fue entregado a una nodriza nada más nacer, y en los cuatro años siguientes sus padres no lo vieron ni pidieron noticias de él, así que no se enteraron de que había quedado tullido a causa de un accidente.

Elisabeth Badinter, en su libro ¿Existe el amor maternal?, recoge estos datos registrados por el lugarteniente general de la policía: en 1780, de 21.000 niños nacidos vivos en Paris, 1.000 fueron criados por nodrizas en la casa paterna, otros 1.000 se quedaron con su madre y 19.000 fueron enviados al campo, a una muerte casi segura. Fue una escabechina que dejó indiferente a la sociedad durante un par de siglos.

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