Menú
EN BUSCA DE MONTESQUIEU

La magdalena de Proust

La famosa doctrina de la separación de poderes como principal baluarte de la libertad, presentada por Montesquieu en el Libro XI, capítulo 6, de El espíritu de las leyes (1748), pasó a formar parte del acervo del pensamiento político de Occidente. Sirvió de inspiración de la Constitución de los Estados Unidos de América y es una doctrina que en alguna medida tuvieron en cuenta los redactores de otras muchas leyes fundamentales.

La famosa doctrina de la separación de poderes como principal baluarte de la libertad, presentada por Montesquieu en el Libro XI, capítulo 6, de El espíritu de las leyes (1748), pasó a formar parte del acervo del pensamiento político de Occidente. Sirvió de inspiración de la Constitución de los Estados Unidos de América y es una doctrina que en alguna medida tuvieron en cuenta los redactores de otras muchas leyes fundamentales.
Según esta doctrina, los frenos y contrapesos constitucionales para defender la libertad individual frente al poder del Estado forman parte de la esencia del constitucionalismo liberal. Mas todos estaremos de acuerdo en que la división y separación de poderes casi ha desaparecido de las sociedades democráticas durante los últimos cien años, sobre todo a medida que ha tomado fuerza el principio de soberanía popular y gobierno de la mayoría. En todas las democracias crece la concentración y centralización del poder político, a costa de la sociedad y sobre todo de los individuos. La necesidad de esos frenos y contrapesos en todos los niveles de la política ha ido olvidándose.
 
Una tal erosión de las libertades clamaba por un renovado diagnóstico y un urgente tratamiento. Mas parecía que nadie sentía urgencia en señalar los fallos de la democracia moderna. ¿A qué las prisas por despertar un público hipnotizado por las doctrinas del Estado Providencia? Pues bien, hubo algo que en mí al menos despertó el deseo de analizar y denunciar el olvido de la doctrina de Montesquieu: el proyecto de Constitución europea propuesto a la aprobación de los ciudadanos de los distintos Estados miembros de la UE en 2005.
 
Los científicos de la economía, en su búsqueda de universales sistemas y estrictos modelos, olvidamos a menudo la inspiración nacida de las creaciones de poetas, novelistas y filósofos, como son las del autor de las Cartas persas (1721) y El espíritu de las leyes (1748). ¿Cómo explicar que de repente, un día del año 2004, resurgieran en mi memoria innumerables lecturas de los tiempos remotos en que yo cursaba el doctorado de Ciencias Políticas en la Escuela de Economía de Londres? ¡Qué notables maestros tuve! De los labios de Laski, Oakeshott, Cranston, Popper, Robbins, Sen, recibí doctrinas muy diversas y aun contrarias, pero aún mejor, fui invitado a leer los clásicos del pensamiento político de todas las escuelas, Platón, Aristóteles, Cicerón, Aquino, Maquiavelo, Hobbes, Locke, Hume, Smith, Jefferson, Hamilton, Bentham, Mill, Tocqueville, Marx, los idealistas alemanes e ingleses, Pareto, Keynes … y también Montesquieu. Entonces me preguntaba yo muchas veces: ¿qué beneficio podía sacar de tales maestros y lecturas un modesto economista en ciernes?
 
Pues ahora, de repente, agobiado por el preocupante presente político español y las aún más agobiantes perspectivas del mañana europeo, sentí que llamaban a la puerta de mi memoria, pidiendo la voz y la palabra para opinar sobre la democracia moderna, los pensadores políticos con los que tanto conversé y discutí, en persona o en imaginación, años atrás.
 
Relata Marcel Proust al final del primer volumen de À la recherche du temps perdu, titulado Du côté de chez Swann, su desesperación al no conseguir recordar de su infancia, en realidad de su vida, otra cosa que no fuera el disgusto que, de niño, le producía la diaria obligación de irse a la cama sin la compañía de su madre. Pasados los años, una tarde en que ésta quiso reconfortarle con una taza de tisana y una magdalena como las de su niñez, el sabor del pastelillo remojado en la infusión le abrió las puertas del recuerdo.
Y como en ese juego en el que los japoneses se divierten echando en un bol lleno de agua unos papelitos hasta entonces indistintos, que en cuanto tocan el agua se estiran, toman forma y color, se diferencian, se convierten en flores, casas, personajes consistentes y reconocibles, de la misma manera todas las flores de nuestro jardín y las del parque de Swann, los nenúfares de río, la buena gente del pueblo y sus casitas y la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo eso tomó forma y adquirió solidez, saliendo, pueblo y jardines, de mi taza de té.
Hay sin duda una gran diferencia entre la magdalena de Proust, "esa pequeña concha de repostería, tan mantecosamente sensual bajo sus pliegues severos y devotos", y la grasienta empanada de 448 artículos de la proyectada Constitución europea. Mas el paladar de un economista no es tan delicado como el de un literato francés, por lo que puedo confesar sin desdoro que el sabor que me hizo salir desesperadamente à la recherche de Montesquieu fue algo tan indigesto como ese texto constitucional, cuando comenzó a hablarse de someterlo a referéndum.
 
Durante el siglo XX, la autonomía individual y asociativa estuvo a punto de desaparecer a manos de administradores de toda laya: burócratas de la planificación centralizada o indicativa, controladores de los movimientos de mercancías y capitales, reguladores del mercado laboral, monopolistas privados en busca de subvenciones o aranceles, publicanos obsesionados por elevar los tributos, paternales cuidadores de la salud o las pensiones individuales, ministros de Educación, Deporte, Cultura, con pretensión de gobernar la vida del espíritu... La idea de que la Administración Pública lo puede todo había llevado poco a poco a los ciudadanos a comportarse como los siervos en una plantación caribeña bien administrada, en la que el ejercicio de la libre elección, acudiendo con dinero propio a mercados competitivos, estaba desapareciendo.
 
El Estado se encargaba de todo lo importante: el cuidado y la educación de los hijos, la salud de la familia, el control de los alimentos, la jornada laboral y las condiciones de trabajo, los permisos para crear una empresa, el ejercicio del derecho de propiedad, la edad de jubilación, la pensión de los trabajadores, la atención a los mayores, la difusión de la cultura, hasta el idioma en el que expresarse. Para los individuos, con su menguada renta disponible, sólo quedarían las decisiones sobre qué placeres buscar y de cómo divertirse. 
 
Derruido el Muro de Berlín en 1989 por las fuerzas de la libertad, se derrumbó también el "socialismo real", quedó irreparablemente desprestigiada la filosofía marxista, y perdió su base y sustento la ilusión socialista de crear Estados Providencia que cuidaran de los individuos de la cuna a la tumba. La creciente resistencia a un continuo aumento de los impuestos y el disgusto por la burocratización del Estado de Bienestar han hecho cundir entre el público la sospecha de que los servicios "gratuitos" universales no son sostenibles.
 
Todo es confusión y desorientación. Los ciudadanos creen que no cobrarán las pensiones ni recibirán los cuidados prometidos, pero ven con temor toda propuesta de verdadera reforma. Los gobernantes intentan tranquilizarles diciendo que los cambios van a ser mínimos y tienen por objeto mantenerlo todo como estaba. He aquí que los socialistas de todos los partidos han despertado de un sueño para encontrarse viviendo en una contradicción.
 
La deriva hacia el Estado Providencia gobernado por coaliciones de grupos de interés ha dejado su destructiva huella en las instituciones. La separación y división de poderes, en vez de un baluarte de las libertades, es ahora un mero pretexto para disputas entre administradores deseosos de más amplia jurisdicción. Así al menos se me aparecieron las protestas de los redactores del proyecto de Constitución europea: decían querer sólo democratización y eficacia para la Unión Europea, mientras en realidad profundizaban en la tendencia centralizadora e intervencionista típica del Estado moderno.
 
No me tranquiliza que ese tratado parezca haber muerto antes de nacer, gracias a los confusos noes de los pueblos francés y holandés. Entre en vigor algún día o no, queda claro que los redactores del proyecto han buscado aprovechar la necesidad de simplificar el funcionamiento de algunas de las instituciones de la Unión para extender las competencias y atribuciones de su poder ejecutivo, legislativo y administrativo.
 
Es cierto que el texto insistía en los principios de "subsidiariedad" y "proporcionalidad" en el funcionamiento de la UE. Según estos principios, la Unión debería intervenir justo lo necesario para complementar la acción de los Estados cuando éstos se enfrentaran con cuestiones que sobrepasasen su capacidad o su jurisdicción. Pero el contenido del proyecto de Constitución descubría un ánimo de intervención, para bien y para mal, muy contrario a esos principios.
 
Sobre todo, olvidaba el proyecto un elemento esencial de las democracias liberales: el papel de la economía de mercado como dique o valladar frente a las posibles extralimitaciones de la política comunitaria. En efecto, habría sido muy importante que, en una Unión tan basada en los textos interpretados por un tribunal de justicia creador de derecho, el proyecto de Constitución inscribiera en su frontispicio el principio jurídico-constitucional de absoluto respeto de la economía de mercado y la iniciativa empresarial, de la propiedad privada y la libertad de contratación, de la libre competencia y la libre formación de precios, del libre comercio y la apertura al mundialismo. En vez de eso, se movía estrictamente dentro de la idea tradicional de que sin intervención administrativa la libertad de mercado muere sin remedio: todo era "armonizar" legislaciones, impuestos, reglamentaciones laborales, condiciones ambientales, para no tener que esperar a que esos resultados los trajera la competencia.
 
No había ni un ápice de reconocimiento del poderoso mecanismo de progreso que supone que los individuos puedan elegir entre distintos marcos institucionales para llevar su trabajo, sus capitales, su iniciativa empresarial, su domicilio allí donde vean un futuro más halagüeño por menos intervenido.
 
Montesquieu.Al caer en mis manos ese proyecto de Constitución europea, que el Gobierno español quería que yo aprobase sin leerlo siquiera, sentí repentinamente, como digo, la necesidad de acudir a los clásicos para cuestionarme si, en las democracias actuales, siguen siendo necesarios frenos y contrapesos de una excesiva centralización de poderes, o si los avisos de Montesquieu ya no son para este siglo. El resultado es el presente ensayo.
 
En un principio sólo pretendía yo compilar un recordatorio de la prudente doctrina constitucional de los liberales clásicos. Pero mi trabajo se ha convertido en algo más ambicioso: un intento de reconstruir las bases ideológicas y científicas de esa filosofía liberal clásica y de adecuarla a las circunstancias económicas y tecnológicas de nuestro mundo. Se ve que las reglas constitucionales de nuestras democracias no bastan ya para defender las libertades individuales. Debemos plantearnos de nuevo lo que significa el individualismo en un ambiente tan socializado como es el nuestro, preguntarnos cuáles son los límites de los derechos al bienestar que reclamamos sin atender a consecuencias, averiguar el modo de reformar nuestros sistemas políticos para que al menos reflejen los deseos de los ciudadanos.
 
Me he animado a emprender esta labor por temor a que las democracias se despeñen por el camino de servidumbre del que nos avisó Friedrich von Hayek en 1944, en plena II Guerra Mundial. Pero ahora, en vez de caminar hacia la sima de la planificación económica de la que hablaba Hayek, podemos hundirnos en el lodazal de un pretendido mundo feliz y sin responsabilidades bajo la tutela de un Estado voraz y paternal.
 
La libertad naciente del siglo XVIII y triunfante en el XIX, el siglo del liberalismo, a duras penas sobrevivió el siglo XX, y vuelve a estar amenazada en el XXI: pero ahora es el temor a la subversión de los fanáticos y es el deseo de seguridad a todo riesgo los que nos ciegan ante el peligro que supone la concentración del poder político. Es cada vez más evidente que nuestras constituciones políticas no bastan para corregir la deriva hacia la centralización paternalista, si es que siquiera lo intentan. Es, pues, urgente descubrir si será posible reforzar las flacas reglas constitucionales de limitación del poder político y defensa de la libertad individual aún subsistentes en nuestras legislaciones, con nuevas reglas de buen comportamiento democrático –y sobre todo descubrir si quedan en nuestras sociedades frenos y contrapesos espontáneos capaces de contener el deslizamiento hacia la esclavitud tribal, como no parecen conseguirlo endebles defensas constitucionales–.
 
Montesquieu, al observar in situ la Constitución de Inglaterra, destacó la importancia del papel del comercio en la transformación de la sociedad estamental británica hacia una sociedad individualista; y sobre todo subrayó (...) la íntima relación entre el comercio y una Constitución libre, señalando la natural relación entre "el gobierno de muchos" y "el comercio de economía", como él llamaba al comercio de corto beneficio y estrechos márgenes pero repetidas transacciones. Quizá necesitemos redescubrir el secreto del liberalismo clásico y apoyarnos en la mundialidad económica y la comunicación tecnológica, para que desempeñen en el siglo XXI el mismo papel constituyente y liberador que el comercio en el Siglo de las Luces.
 
 
NOTA: Este texto es una versión editada del "Prólogo para europeos" de EN BUSCA DE MONTESQUIEU. LA DEMOCRACIA EN PELIGRO, la más reciente obra de PEDRO SCHWARTZ, que acaba de publicar la editorial Encuentro.
0
comentarios