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CIENCIA

La guerra de los anticuerpos

El futuro de la medicina está en la prevención. Los médicos podrán diagnosticar la amenaza de una enfermedad años e incluso décadas antes de que aparezcan los primeros síntomas. Hasta ahora, la esperanza estaba depositada en las pruebas genéticas, pero unas nuevas moléculas orgánicas abren el abanico de posibilidades. Se llaman autoanticuerpos predictivos, y prometen revolucionar el diagnóstico de enfermedades.

El futuro de la medicina está en la prevención. Los médicos podrán diagnosticar la amenaza de una enfermedad años e incluso décadas antes de que aparezcan los primeros síntomas. Hasta ahora, la esperanza estaba depositada en las pruebas genéticas, pero unas nuevas moléculas orgánicas abren el abanico de posibilidades. Se llaman autoanticuerpos predictivos, y prometen revolucionar el diagnóstico de enfermedades.
El dicho popular "más vale prevenir" se ha convertido en una de las máximas de la biomedicina moderna. Como aprendices de brujo, los médicos se asoman a la bola de cristal –en este caso representada por tubos de ensayo, placas petri y cromatográficas– para saber si su paciente es portador de algún gen destartalado que le predisponga a padecer alguna enfermedad; de uno de esos fragmentos de ADN que pasan de padres a hijos y que pueden permanecer siempre callados o desatarse en un momento determinado. Esto es lo que sucede en uno de cada 10 tumores malignos.
 
Cánceres como el de mama o el de colon se ceban en determinadas familias. Ese patrón de conducta ha servido para que la medicina pueda detectarlos y poner los medios para retardar o impedir su aparición. Eso sí, con todas las limitaciones de la tecnología actual. No obstante, el futuro es prometedor: los expertos tienen sobre la mesa un numero cada vez mayor de genes relacionados con la aparición de las más variadas dolencias, desde trastornos neurológicos como el párkinson y el alzheimer hasta la diabetes o el reúma.
 
Sin ir más lejos, un equipo de investigadores norteamericanos e iraníes acaba de dar caza a una mutación genética que causa una enfermedad arterial coronaria de inicio temprano en miembros de una gran familia iraní. El gen alterado, que se conoce como LRP6, conduce inexorablemente a los portadores a un cuadro cardíaco que viene acompañado de presión arterial alta, altos niveles sanguíneos de colesterol malo y diabetes. Parece que esta versión anormal del LRP6 está implicada también en el desarrollo de osteoporosis en la mencionada familia iraní.
 
El gen en cuestión fabrica una proteína alterada que compromete el buen funcionamiento de una vía de señalización metabólica clave, que es importante en el desarrollo embrionario y contribuye en una variedad de procesos fisiológicos normales en los adultos. Puede que este hallazgo permita el desarrollo de una prueba genética que vaticine la propensión a padecer una complicación cardiaca u ósea en determinadas personas.
 
Ahora bien, no todas las enfermedades pueden pasar por el filtro de los test de ADN, ni mucho menos; y esto lo saben los científicos. Es por ello que numerosos laboratorios buscan alternativas que les permitan avanzar en la medicina predictiva. Algunos expertos han depositado sus esperanzas en lo que han venido a denominar autoanticuerpos, una moléculas con forma de Y que circulan por la sangre. Si las investigaciones no se tuercen, es posible que en unos años contemos con pruebas capaces de detectarlos, con lo que podremos adelantarnos a la aparición de un determinado mal.
 
Pero ¿qué son los autoanticuerpos? Ante la presencia de un enemigo, como un virus o una bacteria, el sistema inmunológico despliega toda su artillería. Los anticuerpos o inmunoglobulinas forman parte del arsenal. Cada anticuerpo actúa como un misil teledirigido y concebido para atacar un único blanco. El objetivo recibe el nombre de antígeno, y suele ser una parte concreta del enemigo. Así pues, cada anticuerpo se pega literalmente a su antígeno, y sólo a él. Pero a veces este sistema defensivo no opera adecuadamente y el misil se convierte en fuego amigo. En efecto, hay situaciones en las que el sistema inmune fabrica anticuerpos contra el propio organismo, esto es, ataca a blancos corporales que se convierten en antígenos. Aparece así un trastorno de tipo autoinmune.
 
Hasta la fecha, los científicos han identificado más de 40 enfermedades de este tipo, que incluyen dolencias tan conocidas como la diabetes de tipo 1, que normalmente aparece en la edad infantil, la artritis reumatoide y el lupus eritomatoso. Después del cáncer y los trastornos cardiovasculares, los trastornos autoinmunes son los que más malestares y muertes causan. De ahí que anticiparse a su aparición resulte de enorme interés para la ciencia médica.
 
La clave para conseguirlo podría estar en estos anticuerpos díscolos, o autoanticuerpos. Su pronta detección permitiría a los médicos adelantarse a los daños que estas moléculas con forma de Y causan en los tejidos y órganos que atacan. Es el caso de la diabetes de tipo 1, que suele aparecer en los niños. El organismo de éstos produce antígenos que atacan a las células beta del páncreas, que son las que producen la insulina, hormona que juega un papel trascendental en el aprovechamiento metabólico de los nutrientes, sobre todo de los hidratos de carbono.
 
Las investigaciones realizadas en los últimos veinte años han permitido descubrir tres autoanticuerpos en el páncreas de los diabéticos: uno de ellos ataca a la misma insulina, el otro a una enzima llamada GAD y el tercero a la proteína IA2, que desempeña un papel importante en el transporte, en pequeños sacos celulares, de la insulina dentro del páncreas. Los científicos aún desconocen hasta qué punto los anticuerpos que se unen a estos blancos participan en el asesinato de las células, pero lo que sí saben es que estas moléculas traicioneras aparecen en el diagnóstico de entre el 70 y el 90% de los diabéticos. Es más, algunos estudios revelan que su presencia aumenta a medida que lo hace el riesgo de padecer esta enfermedad.
 
Sucede algo parecido con otras patologías autoinmunes. En la esclerosis múltiple, un trastorno neurológico que se traduce en una progresiva pérdida de movimiento, los anticuerpos se ceban con la mielina, una proteína que recubre las neuronas y que acelera el diálogo entre ellas; en la enfermedad celiaca, en la cual el revestimiento del intestino delgado resulta dañado en respuesta a la ingestión de gluten y otras proteínas que se encuentran en el trigo, la cebada, el centeno y posiblemente la avena, el anticuerpo actúa sobre una enzima llamada "transglutaminasa"; y en la artritis reumatoide, una inflamación crónica de las articulaciones, el anticuerpo en cuestión se une a la citrulina en un compuesto que interviene en el ciclo de la urea. Esta última autoinmunoglobulina aparece en los análisis incluso una década antes de que aparezcan los primeros síntomas reumáticos.
 
Para muchos científicos, los autoanticuerpos tienen un futuro muy prometedor. Su pronta aparición en el organismo permite adelantarse a los síntomas de una enfermedad, como ya se ha mencionado, y considerar si el afectado es un candidato a someterse a una terapia preventiva. En algunos desórdenes autoinmunes, como la miastenia gravis, que se caracteriza por la aparición de debilidad muscular tras una actividad prolongada, los autoanticuerpos participan activamente en su evolución, por lo que se puede abortar su actividad con determinadas terapias. Las pruebas basadas en estas piezas rebeldes también permitirán a los especialistas calibrar la severidad de una dolencia, así como su progresión.
 
No obstante, la utilización de los autoanticuerpos como método predictivo no está exenta de problemas éticos: ¿deberían los médicos someter a sus pacientes a una prueba de detección de una enfermedad cuando no exista cura o tratamiento preventivo? ¿Cómo transmitir a un paciente que un test positivo no significa que vaya a padecer el mal? ¿Se debe someter el paciente positivo a una terapia aun cuando ésta sea radical? El futuro tiene la respuesta. O no.
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