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MEMORIAS ERRÁTICAS

La Española y Sabang Beach

Los filipinos, gente mañosa e imaginativa, disponían de unos vehículos para el transporte colectivo a medio camino entre la artesanía y la industria. Estaban los jeepneys, que procedían de los jeeps del ejército norteamericano; los habían pintado de colores y decorado con faros y colgantes, y ahora ya los fabricaban así. Estaban las motorelas, especie de motocarros, con menos capacidad y menos colorín. Y estaban los autobuses de carrocería de madera como el que me llevó a 20 por hora, como mucho, del aeropuerto a la ciudad por una avenida flanqueada de barracones y casuchas.

Los filipinos, gente mañosa e imaginativa, disponían de unos vehículos para el transporte colectivo a medio camino entre la artesanía y la industria. Estaban los jeepneys, que procedían de los jeeps del ejército norteamericano; los habían pintado de colores y decorado con faros y colgantes, y ahora ya los fabricaban así. Estaban las motorelas, especie de motocarros, con menos capacidad y menos colorín. Y estaban los autobuses de carrocería de madera como el que me llevó a 20 por hora, como mucho, del aeropuerto a la ciudad por una avenida flanqueada de barracones y casuchas.
Sabang Beach.
Todo lo que se veía, hasta la vegetación que asomaba aquí y allá, tenía un aspecto polvoriento, que desmontaba cualquier imagen idílica que pudiera uno tener de una ciudad en los trópicos. Pero yo no tenía ninguna. Y Manila no se dejaría condensar en una postal.
 
Augusto me llevó a su barrio preferido, el de Ermita. Era la zona de los bares nocturnos, los clubs de alterne, la prostitución, en fin. La más frecuentada por el turismo de medio pelo. Entonces, aquello estaba despegando. Unos años después se haría el chiste de que Filipinas era el país de las tres eses: Sun, Sex and San Miguel. Sí, la cerveza que más se consumía, pariente de la de aquí.
 
De día apenas se notaba. El barrio estaba repleto de pequeñas tiendas, negocios, oficinas y restaurantes de todas las categorías. En los lugares baratos cocinaban de mañana y conservaban en platos tapados los guisos que acompañaban al arroz, que era lo único que servían caliente. Se comía con cuchara y tenedor; no ponían cuchillos. Lo peor era el café: habían caído en brazos del instantáneo y no daban otra cosa.
 
Los vendedores de cigarrillos paseaban con su mercancía en cajas de madera y vendían los pitillos por unidades. Los filipinos fumaban como carreteros. Fumaban rubio americano y mentolado, aunque disponían de un tabaco local, cuyas cajetillas fantasiosas encerraban pitillos finos y largos, envueltos en papel marrón. Ese era el tabaco que fumaban las viejas. Y al que yo me apuntaría, pese a que sabía a regaliz.
 
Un par de jeepneys circulando por las calles de Manila.En medio del trasiego había viejos que permanecían horas sentados delante de montoncitos de mangos, cuidadosamente colocados de tres en tres. La gente se buscaba la vida como podía. Al anochecer aparecía la otra cara del barrio, que comparado con sus equivalentes de las ciudades europeas resultaba púdico y candoroso. Lo más atrevido eran unos clubs donde las chicas bailaban en bikini.
 
Nos aficionamos al local más anticuado, sito en la calle del Pilar. Se llamaba La Española y tenía el estilo de una sala de fiestas de los 40, con una parte al aire libre cubierta con parasoles de paja. Decenas de chicas acudían con sus mejores galas para ver si ligaban con alguno de los europeos y australianos que aparecían en grupos y consumían litros de cerveza mientras las veían bailar en la pista. A los recién llegados se les conocía por su blancura. A los veteranos, por el tono cangrejo de su piel.
 
Para el forastero, la zona era grata porque en seguida entraba en conversación con los de allí. A las chicas les sorprendía que fuéramos a esos locales en pareja. Cuando les decíamos que no éramos pareja pero viajábamos juntos se sorprendían más. Y les llamaba la atención cómo bailábamos. No estaban puestas en el rock, sino en el disco-dancing, arte en el que trataban de iniciarme sin éxito.
 
No era lo nuestro el turismo monumental, pero fuimos al barrio de Intramuros, antigua ciudadela de los españoles que el general MacArthur había usado como base de operaciones durante la Segunda Guerra Mundial. La huella española se dejaba ver allí, como también en las iglesias, en la presencia de la religión y en los nombres de las calles y las personas. Cerca de nuestra residencia había un local de la Iglesia Ni Kristo (ni en tagalo quería decir de), una iglesia nacional que el dictador Marcos se había sacado de la manga para contrarrestar la influencia de la católica, que no le bailaba el agua.
 
El tagalo, el dialecto más importante, había incorporado palabras castellanas. En el sur, en Mindanao, existía el chabacano. Cuando uno iba en el jeepney y quería que el conductor se detuviera le gritaba: "¡Para!".
 
No lejos de nuestro barrio preferido había un frontón. De ascendencia vasca eran algunas familias filipinas importantes. Pero por encima de la herencia española, de la china y de otras, reinaba la de MacArthur y su idioma. Fuera de Manila encontraríamos a quienes, a la vista de un extranjero, saludaban con un "Hey, Joe!". El general seguía siendo un héroe. Los había librado de los japoneses.
 
En busca de la playa tropical tomamos un autobús a Batangas, y allí un barco a Puerto Galera, en la isla de Mindoro. En el mismo ferry una mujer joven nos propuso alojamiento, asegurándonos que estaba en una de las mejores playas.
 
Retrato (detalle) de Douglas MacArthur (Robert Oliver Skemp).Sabang Beach tenía, sin embargo, arena cenicienta y aguas turbias. El arreglo de Remy, o sea, Remedios, nuestra hospedera, consistía en que ella y su marido, recién casados, nos dejaban sus habitaciones y se iban a dormir donde unos parientes. Antes de que saliera el sol, a las cinco de la mañana, ya estaban abajo, cuchicheando, y en cuanto nos oían ella subía lo que tenía por un desayuno para turistas: café instantáneo y un pan dulce y pegajoso.
 
Tenían un gallo que, la primera madrugada que lo oí, pensé que se había colado en el cuarto. Los filipinos eran aficionados a las peleas de gallos. Nos instaron a ir a una, pero no aguantamos sino el principio. El poblado no desbordaba actividad. Los hombres pescaban y subían a los cocoteros. Nos dejaron una barca un día; incapaces de manejarla, dimos vueltas en círculos por la orilla.
 
A diario caminábamos hasta Puerto Galera, donde podíamos comer algo mejor que lo que nos ofrecía Remy. En estas correrías descubrimos que los filipinos tenían por costumbre, al toparse con un extranjero andante, preguntarle siempre tres cosas: "What is your name?", "where are you going?", "where you come from?".
 
Nos enteramos de que la playa fetén era otra: White Beach, con arena blanca, aguas de color turquesa y cabañas en alquiler. Pero ya teníamos compromiso. En Puerto dimos con una pareja de franceses que había decidido instalarse allí y montar un hotelito. Nos metieron miedo con sus historias sobre el asesinato de una turista. Los hombres solían andar con sus machetes, e igual que abrían cocos podía alguno, en un momento de ofuscación, abrir otra cosa. De noche, al regresar a Sabang por la pista de tierra, entre la selva, nos volvíamos al menor ruido.
 
Decidimos bajar hasta el sur de Mindoro para coger allí un barco hacia otra isla. Tras un largo trayecto en jeepney dimos con nuestros doloridos huesos en un pueblo donde no había pensiones. Una gentil viajera nos hospedó en su casa. Fue un acontecimiento para la familia. Los barcos no salían esa temporada, y tuvimos que regresar por el mismo camino. Con la misma inercia y sensación de fracaso volvimos a Manila.
 
Augusto, culo inquieto, quería cambiar de país, y yo estuve barajando itinerarios: desde volver a Hong Kong o acercarme a Bali o a Bangkok, hasta ir a Estados Unidos y de allí a Europa, pues ya me apremiaba el tiempo. Pero entonces apareció Jan.
 
 
– Capítulo 1: La escapada.
– Capítulo 2: De París a Moscú.
– Capítulo 3: Una noche en el Metropole.
– Capítulo 4: Entrada en Siberia.
– Capítulo 5: Trueque en el Transiberiano.
– Capítulo 6: De un imperio a otro.
– Capítulo 7: Por palacios y pensiones.
– Capítulo 8: De extra en Hong Kong.
– Capítulo 9: Curry no, pato tampoco.
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