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CIENCIA

La enfermedad mueve el mundo

Si alguien nos dijera que en el año 2010 los ciudadanos del planeta se gastarán 40.000 millones de euros en medicinas que no curan nada, puede que pensáramos que nuestro interlocutor se había vuelto loco. Pero si nuestro interlocutor esgrimiera nada más y nada menos que un informe sobre tendencias del mercado farmacéutico presentado por Deutsche Bank en 2003, empezaríamos a pensar que el que se ha vuelto loco es el mundo.

Si alguien nos dijera que en el año 2010 los ciudadanos del planeta se gastarán 40.000 millones de euros en medicinas que no curan nada, puede que pensáramos que nuestro interlocutor se había vuelto loco. Pero si nuestro interlocutor esgrimiera nada más y nada menos que un informe sobre tendencias del mercado farmacéutico presentado por Deutsche Bank en 2003, empezaríamos a pensar que el que se ha vuelto loco es el mundo.
Ni una cosa, ni otra. Esto no es más que la evidencia de una nueva tendencia que empieza a convertirse en fenómeno estelar dentro del mercado de los medicamentos: el auge de las llamadas "píldoras del estilo de vida", de los productos médicos diseñados para combatir condiciones, molestias o características funcionales que en sí mismas no suponen ninguna amenaza para la salud de paciente pero que repercuten en su sensación de calidad de vida.
 
La calvicie, la impotencia, las bolsas de los ojos, el jet lag, la resaca o el mal humor no pueden considerarse enfermedades: no son graves, no producen bajas laborales ni amenazan la vida de nadie, pero se han convertido en una mina para la industria, que les dedica nuevas píldoras, cremas, tratamientos y terapias.
 
En abril de 2002 la prestigiosa revista British Medical Journal elaboró un dossier especial sobre la materia. La intención era abrir un debate médico sobre la creciente tendencia a clasificar como enfermedades lo que simplemente son "problemas" de la gente. El informe seguía la estela de otro estudio realizado en 1979 y en el que se pidió a médicos, docentes de universidad y técnicos sanitarios que catalogasen algunos eventos como enfermedad o no enfermedad.
 
Casi el 100% de los encuestados coincidió en atribuir la categoría de patología a males como la malaria o la tuberculosis. Pero menos del 20% pensaba entonces que lo fueran el envenenamiento por monóxido de carbono, la senilidad, la resaca, el codo de tenista, el daltonismo, la malnutrición, la sobredosis de drogas, el acné e incluso la fractura de cráneo… ¿Es tan difícil, entonces, saber qué es y qué no es una enfermedad?
 
Un repaso a las definiciones más habituales del término enfermedad nos dará una idea de hasta qué punto puede ser difuso y escurridizo. El Oxford Texbook of Medicine no intenta definir el término, directamente. El Chambers Dictionary opta por "estado insano del cuerpo o de la mente; desorden, malestar o sufrimiento con síntomas y causas distintivas". Nuestro Diccionario de la Lengua Española prefiere hablar de "alteración más o menos grave de la salud".
 
El problema afecta incluso a la propia Organización Mundial de la Salud, que, en lugar de definir la enfermedad, define la salud como "estado de completo bienestar físico, psicológico y social". Sin embargo, la definición es suficientemente difusa como para que algunos comentaristas, como el escritor y cirujano Imre Loeffler, se burlen de ella: "Ese estado sólo se produce durante la experiencia de un orgasmo simultáneo con tu pareja… por lo que la mayoría de los mortales seríamos enfermos".
 
No cabe duda de que saber exactamente cómo etiquetar la enfermedad tiene sus beneficios. Desde muy pequeños descubrimos que decir que nos duele la cabeza nos aporta una dosis extra de atención y cariño. Pero en el mundo medicalizado en el que vivimos la enfermedad es una fuente decisiones, subsidios, bajas laborales, privilegios, servicios que mueve ingentes recursos cada día… Aunque no sepamos definirla.
 
Al mismo tiempo, el diagnóstico puede tener consecuencias perniciosas: puede privarnos del acceso a un deporte, de la concesión de un seguro o un crédito, de acudir en igualdad de condiciones a una oferta de empleo. Algunas enfermedades acarrean un grado de exposición social terrible: quienes las padecen dejan de ser ciudadanos con nombre y apellidos para convertirse en esquizofrénicos, enfermos infecciosos, leprosos… El estigma del mal pude traer peores consecuencias que el propio mal. La importancia de la enfermedad como símbolo social queda claramente reflejada en este párrafo del libro de Iván Illich Limites de la medicina (1976):
En una sociedad mórbida, prevalece la creencia de que la definición de la salud y la enfermedad del individuo es infinitamente más positiva que cualquier otro tipo de etiqueta social o que la ausencia de etiquetas. Es mejor estar enfermo que ser criminal o políticamente desviado. Mejor que ser perezoso, mejor que haber elegido independientemente no trabajar. Cada vez hay más gente inconscientemente harta de su trabajo y de su confort cotidiano, pero quieren oír la mentira de que están enfermos, porque una patología física les alivia de toda responsabilidad. Quieren que sus médicos actúen como abogados o sacerdotes. Como abogado, el médico libra al paciente de sus deberes habituales y le permite aprovecharse de los beneficios de sus seguros sociales. Como sacerdote, se convierte en cómplice de la creación del mito de que es un inocente víctima de la biología en lugar de un perezoso, un envidioso, un ambicioso…
Es cierto. La enfermedad es una poderosa piedra de toque de nuestro mundo. Y sabemos tan poco de ella…
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