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CHUECADILLY CIRCUS

La Casa Blanca, o la metamorfosis de Richard

Érase una vez un chico que, al entrar en el café del Palace, exclamó: "¡Algún día yo tendré algo así, un rincón donde la gente venga a comer o a pasar la tarde, un lugar donde no pase el tiempo!". No fue sólo una buena pick-up line, esas frases redondas que se usan para ligar. También era verdad. Doce años después, Richard Foster convertía su sueño en realidad.

Érase una vez un chico que, al entrar en el café del Palace, exclamó: "¡Algún día yo tendré algo así, un rincón donde la gente venga a comer o a pasar la tarde, un lugar donde no pase el tiempo!". No fue sólo una buena pick-up line, esas frases redondas que se usan para ligar. También era verdad. Doce años después, Richard Foster convertía su sueño en realidad.
Situada en el número 10 de la calle Piamonte, en una de esas manzanas señoriales situadas en el denominado "pre Chueca", La Maison Blanche es un precioso restaurante decorado casi totalmente en blanco y tienda gourmet regentado por Richard Foster, anglo-jamaicano-hispano-sefardí o algo así y hombre hecho a sí mismo, a pesar de que en el fondo siempre será un chico bien de Hampstead. De ahí el nombre francés del local. Dondequiera que vayas, siempre encontrarás a un londinense intrépido llevando un negocio subtitulado, como las sátiras de French & Saunders.
 
Profe de inglés, agente de viajes, relaciones públicas… Richard ha hecho de todo; y, según me cuentan algunos de sus clientes, siempre bien. Hacía años que no nos veíamos. Si mal no recuerdo, fue en la cola de un cine. Lucía un cinturón con la bandera de España que me encantó. Richard es la única persona que conozco que puede llevar una prenda así y get away with it, es decir, no parecer neo-pijo ni retro-facha.
 
La referencia a la conversación en el hotel Palace sirve para explicar no sólo el bizarro diseño de las sillas del local, sino por qué en una entrevista concedida a otro medio de comunicación Foster dijo que La Maison Blanche era una extensión de su personalidad. Doy fe de que no fue una frase hecha, sino un sentimiento auténtico que en estos tiempos de embargos, expedientes de regulación de empleo e impagos conviene explorar. Una cena en La Maison Blanche se me antoja mucho más útil que las obras de autoayuda que estos días se reproducen como setas en los anaqueles de las librerías de toda la nación.
 
Déjense de pamplinas y visiten a Richard a media tarde para tomar una deliciosa y ligera tarta de chocolate, si es que no se le han acabado, o un revitalizante brownie con helado de vainilla, solos o en buena compañía. Las amplias mesas de mármol son ideales para colocar el ordenador o montar una tertulia. El ambiente es amable y silencioso, la barra está muy bien surtida y los camareros son sorprendentemente amables e inteligentes. Digo esto porque ya se sabe que el coeficiente intelectual y la simpatía de los empleados de hostelería de la capital suelen ser inversamente proporcionales a su atractivo físico. Gracias a dios, Richard no es madrileño nativo, sino de adopción.
 
El lunes pasado cené allí con Francesca G. Aldrich, Carmen Summers y José María Pla, tres veteranos de los primeros tiempos de Antena 3. José María sigue ahí, a cargo de los estupendos telefilmes que la cadena nos ofrece a la hora de la siesta, Fran alterna Intereconomía con un par de empresas y Carmen trabaja en la tele de Castilla-La Mancha. Además de ponernos al día y constatar que los cuatro seguimos igual de estupendos, aproveché para sugerir a mis amigos que hicieran de críticos culinarios, dado que mi criterio estaba un tanto viciado por el afecto y la parcialidad.

Francesca recomienda la ensalada César semi-crujiente con pollo, una especialidad de la casa: "Magnífica. Y lo digo yo, que soy medio americana". Carmen apuró un cremoso quiche de espinacas "muy recomendable" y Pla se tragó una generosa hamburguesa hecha con "carne de la buena". No recuerdo lo que tomé porque andaba ensimismado en la contemplación de Iván, el risueño y siempre diligente camarero que nos atendió. También pedimos guacamole con unos nachos que parecían recién traídos del DF, croquetas cuadradas un tanto mediocres y humus du Levant. Los aficionados al pescado crudo pueden ordenar unas rebanadas de atún rojo fresquísimo que gritan "¡Cómeme!". Dos vinos de Ribera del Duero, uno semi-seco y otro afrutado, que no aguado, postres y café. Todo por poco más de 30 euros por cabeza, propina incluida.
 
Iñaki Ezkerra.Estuvimos en el restaurante dos horas y media, sin que nos pusieran mala cara. Richard no trabajó, y además hicimos la reserva con nombre falso, como los de la sección de estilo del New York Times, así que no hubo truco ni escenificación. De todas formas, me habría gustado que nos hubieran dado una de las mesas cuadradas del final, y no la redonda, pero eso es mero capricho.
 
Al día siguiente estuve en la inauguración de una exposición del pintor José Manuel Ezkerra, hermano gemelo de Iñaki, y del escultor Jon Alberdi, en la galería Montsequi. Iñaki lleva años atormentándome a propósito de un comentario que hice una vez sobre su peinado, que me pareció un tanto ridículo. Le faltó tiempo para cortarse el pelo e invitarme a la presentación de su último libro: "Hola, soy Iñaki Ezquerra, un poeta de Bilbao, y me debes una cita". Eso es talante, y no lo de ZP y otros que te agradecen un elogio mentándote a la madre. Después fuimos a un bar de la calle Espronceda, justo a la vuelta de la esquina, donde sirven una de las mejores tortillas de patata de la ciudad, como acreditan los diplomas que tiene colgados en las paredes.
 
A la salida Antonio Buendía, un militante de Ciudadanos, nos hizo unas fotos horribles y nos invitó a la conferencia que su partido ha organizado para el día 26 y que dictará Ignacio Gómez de Liaño, autor de algunos libros absolutamente maravillosos, como la novela Musapol, que narra el encontronazo de dos viajeros con el Shangri-La, y el tratado Filósofos griegos, videntes judíos, una investigación sobre el origen de nuestra civilización. Ignacio hablará de su último libro, Recuperar la democracia, un atrevido ensayo en el que denuncia la primacía de la política y reclama una España más moderada, algo así como pedir peras al olmo. 
 
Pero quizá su obra más llamativa sea El camino de Dalí, donde da cuenta de sus conversaciones con el pintor y nos relata sus experiencias en las casas del artista. Precisamente el día 24 Galaxia Gutenberg presenta en Madrid la primera edición española de La Metamorfosis de Narciso, un poema que debe leerse preferiblemente mientras uno contempla el cuadro homónimo, la primera creación paranoico-crítica del catalán, que actualmente se puede disfrutar en el museo Thyssen. El libro es una edición facsímil que reproduce las cuartillas que Dalí usó para componer sus estrofas.
 
Con cosas así, uno no siente la crisis. Es más, casi la agradece. En tiempos de abundancia, cualquier golfo con unos cuantos amigos bien colocados en algún partido político se hace de oro a base de revender champán y colgar pósters en algún stand institucional. Me gustaría pensar que sólo los mejores se abren paso en periodos de vacas flacas. Sin embargo, ahí están los planes de rescate selectivo para que los de siempre se queden como siempre. De todas formas, siempre habrá un puñado de mirlos blancos capaces de desafiar las reglas del chori-mercado a base de tesón, trabajo, inteligencia y creatividad. Como no habría dicho Poe, not all that we see or seem, is but a dream, within a dream.


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