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CRÓNICA NEGRA

La bestia bajo la piel

Un joven de 20 años ha sido condenado a 40 de cárcel por dar muerte a palos a su novia "con perversidad extraordinaria". Este condenado de tan poca edad se llevó a la novia, de sólo 15 años, la encerró en una vivienda que le cedieron sus familiares y la sometió a cuatro días de paliza continua.

Un joven de 20 años ha sido condenado a 40 de cárcel por dar muerte a palos a su novia "con perversidad extraordinaria". Este condenado de tan poca edad se llevó a la novia, de sólo 15 años, la encerró en una vivienda que le cedieron sus familiares y la sometió a cuatro días de paliza continua.
Los peritos forenses han reconocido huellas y señales de instrumentos muy diversos. Utilizó un cable de goma, una varilla metálica, un bote de cristal de conservas y hasta un carburador de motocicleta, que dibujaron un cuadro de Kandinsky en la epidermis de la muchacha.
 
La muchacha, Ana María, se fue con él porque estaba enamorada y, que se sepa, en ningún momento encontró la ocasión para quejarse o esquivar los malos tratos, que no tuvieron fin. Acabó estampada contra la pared, con su pequeña figura rompiéndose contra el muro.
 
El golpe que recibió en la cabeza aceleró su muerte, que de todas formas se habría producido, porque estaba prácticamente reventada. No le dio tregua Ramón Muñoz, quien parecía haber aceptado un casamiento por el rito gitano pero en realidad había establecido una cárcel medieval, en la que torturó, humilló y menoscabó la dignidad de la que era su pareja. Afloró rotundamente la bestia bajo la piel y se mostró en todo su esplendor.
 
Salía a la calle y dejaba encerrada a su víctima, medio muerta, mientras iba a comprar refrescos o a pasear. Volvía y comenzaba de nuevo la tortura, los golpes. Supuestamente, por un ataque de celos que, según explicó a posteriori, se desencadenó cuando ella, según cuenta él, le confió que había tenido otros amores.
 
Naturalmente, la celotipia no es en éste, ni en ningún otro caso, explicación suficiente. Tampoco hay por qué creerle. El tipo brutal que dejaba a su compañera retorciéndose de dolor mientras iba a divertirse o a encontrarse con sus amigos no tiene por qué decir la verdad. Si le molestaba no ser el primero en el corazón de la chica, podría haberla dejado. Si se había cansado de ella, habría bastado con devolverla a su casa. Y, en cualquier caso, nunca debió encerrarla.
 
Ramón, que por muy poco no ha sido considerado bajo la benéfica mirada de la absurda Ley del Menor, apenas abandonada la adolescencia era ya un tipo violento que, según denuncia la madre de la chica muerta, tuvo relaciones volcánicas con otra joven, que afortunadamente pudo escapar del final de Ana María. Aunque recibió también golpes y vejaciones, no llegó a denunciarle porque era medio familia, o simplemente porque quiso evitar las complicaciones de un enfrentamiento. El caso es que Ramón fue avanzando impunemente en el camino de la violencia sin que nadie hiciera nada para detenerlo.
 
A la familia de Ana María no le gustaba. La madre y su actual compañero quisieron quitarle de la cabeza este loco amor. Con ese olfato que tienen a veces las familias para lo que no te conviene, percibieron el peligro del salvaje. A ellos no les engañó el tipo maleducado, abandonado a sus impulsos, al que nadie pudo meter en cintura, ni evitar que estallara con su infinito potencial de violencia. Algunos testimonios comunican que en la casa convertida en mazmorra se oía como el prolongado maullido de un gato. Eso ocurre siempre que alguien se queja hacia dentro, como una tierna novia abandonada por toda la sociedad, que ha sido incapaz de prevenirla.
 
Todos los días se publicitan intentos de instituciones y logros de colectivos, pero las mujeres siguen siendo, y yo diría que cada vez en mayor medida, las víctimas de todos los crímenes en este país. Algo se debe de estar haciendo muy mal.
 
Por otro lado, ¿qué tipo de credo, qué valores se transmiten, qué tipo de comportamiento o de ejemplo se le da a un chico para alentar tanta maldad? ¿Quién da de comer a la bestia?
 
Si se mira en el entorno, es posible descubrir a los culpables por acción u omisión. Este Ramón criminal, despiadado, tiene una trayectoria que hay que investigar, en la que se encuentra la baba del mal como un rastro indeleble: jamás se habría atrevido a privar a la chica de su libertad si alguien se hubiera tomado la molestia de enseñarle a respetar la ley.
 
Pero, ya que estamos, ¿qué cosas se saben del tal Ramón? Pertenece a la etnia gitana, en un mundo en el que los gitanos están integrados y despuntan en negocios y profesiones. Es decir, que esto sólo se explica por el abandono particular en que ha crecido el joven condenado. Le han dejado creer que su voluntad es la ley, y que las mujeres son de su propiedad. Tanto, que puede golpearlas hasta reventarlas por dentro o estamparlas en la pared hasta provocarles un derrame subdural, una herida interna en la cabeza imposible de sanar.
 
Es el momento de reflexionar, porque si la bestia pudo alimentarse sin límite en la cabeza de chorlito de Ramón, ¿qué sabemos de la chiquilla atropellada y martirizada? ¿Quién la escolarizó, qué le enseñaron, qué sabía de la integridad física y la vida? ¿Por qué Ana María ha crecido y muerto al margen de la mayor conquista de derechos obtenida por la mujer en España en los últimos diez siglos?
 
La victimología debe ahondar en las razones por las que una pareja así puede aislarse en una vivienda semiabandonada, en la que se oye la angustia de una torturada como el inextinguible maullido de un gato pero nadie ha sido capaz de escuchar el bramido en el cuerpo de Ramón, sobre el que ahora cae el peso de la ley; pero no se asimila que se debe estudiar a los criminales y las condiciones en que matan para impedir los crímenes.
 
Ramón y Ana María son como Romeo y Julieta: una Julieta ciega, muda ante el peligro, abandonada a los puños del asesino, y un Romeo turulato, desbocado, que no se sabe qué toma. Los dos, pronto olvidados por los responsables que solapan este horror con otros nuevos.
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