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PANORÁMICAS

J. Edgar el Sucio

Tras realizar el biopic del santo mediático Nelson Mandela, Eastwood ha rodado la secreta vida del maquiavélico J. Edgar Hoover. El legendario jefe del FBI comparte cartelera con Margaret Thatcher; y si ésta era de hierro, aquél era de mercurio. Vidas y películas paralelas.


	Tras realizar el biopic del santo mediático Nelson Mandela, Eastwood ha rodado la secreta vida del maquiavélico J. Edgar Hoover. El legendario jefe del FBI comparte cartelera con Margaret Thatcher; y si ésta era de hierro, aquél era de mercurio. Vidas y películas paralelas.

Cuenta la leyenda que cuando Inocencio X vio el retrato que le había hecho Velázquez musitó entre dientes: "Troppo vero". Como el pintor sevillano, el cineasta sanfranciscano ha dado un verdadero malpaso al basar esta obra maestra (¡otra!) en un retrato tan tenebrista, arriesgado, lúcido y vitriólico que a gran parte de la crítica, no digamos del público, se le ha atragantado como una espina de besugo. Hablando del público: no deja de ser interesante que en dos de las mejores películas que he visto en el último año, La piel que habito de Almodóvar y esta J. Edgar, gran parte de los espectadores, talluditos en general, hayan estallado en risotadas histéricas en secuencias que maldita la gracia que tenían pero cuyo contenido sexual era un tanto peculiar, por decirlo suavemente. Momentos en una sala de cine que hacen rememorar al grupo ochentero Kaka de Luxe.

Que una película tan compleja no sea candidata a premio alguno de la Academia de Hollywood, esas cosas llamadas Óscars, no sólo no es de extrañar sino que es un honor. Ni siquiera han nominado a DiCaprio por su excelsa intepretación –entre lo acojonante, lo patético y lo tierno– del tipo que puso firmes a ocho presidentes de los Estados Unidos y organizó algo muy parecido al Gran Hermano orwelliano; era un paranoico que tenía razón en sus delirios de persecución y que sólo inclinaba la cabeza ante una madre que en guante de terciopelo guardaba un puño de plomo y tras la boca amorosa escondía una lengua viperina.

En la superficie –brillante, tersa y endiabladamente entretenida–, Eastwood relata con minuciosidad y detalle (tengo que comprar ¡ya! el DVD para poder estudiarla secuencia a secuencia y en versión original) la forma en la que J. Edgar construyó un castillo-fortaleza de información y control que hubiera hecho las delicias de Kafka, Foucault y Freud. En las interioridades simbólicas, la película está construida como un entrelazamiento entre el poder y el amor, entre el instinto de territorialidad (todo esto es mío) y el sueño de desintegración (todo lo mío es tuyo). Ambos contenidos estructurados a la manera de John Ford: te imprimo la leyenda en el anverso, pero en el reverso te cuento la verdad. Tú mismo.

Por supuesto, a la en el fondo mojigata sociedad hollywoodiense –por muy de progres que vayan, son tan rancios como cursis (ver nominaciones a Mejor Película)–, las secuencias en las que desayunan, comen y cenan dos viejunos homosexuales –como si fuesen Humphrey Bogart y Gloria Grahame en la película de Nicholas Ray En un lugar solitario– tienen que habérsele atragantado, como se les atoraron en el gaznate a Franklin D. Roosevelt y a Robert Kennedy los informes tan secretos como íntimos que tenía J. Edgar Hoover sobre su esposa y hermano, respectivamente.

Formalmente no se descuida el menor detalle: una música compuesta por el propio Eastwood, que emana con naturalidad de los pliegues de los fotogramas, y una caracterización mediante el maquillaje que se ha ridiculizado, cuando lo que hace es reinterpretar a las personas biografiadas en sus máscaras en lugar de en sus personajes, como si viésemos el retrato de Dorian Gray en lugar de al propio Gray.

En la estela de la máxima del realismo sarcástico es-un-hijo-de-puta-pero-es-nuestro-hijo-de- puta, Eastwood ha realizado un extraordinario fresco de los Estados Unidos de América poniendo sobre la mesa tanto su grandeza como las miserias en ésta descansa. J Edgar constituye el más extraordinario ejercicio ensayístico hecho jamás por un director de cine para ilustrar aquel célebre discurso del coronel Nathan Jessep (Jack Nicholson) en Algunos hombres buenos:

Vivimos en un mundo que tiene muros, y esos muros han de estar vigilados por hombres armados. ¿Quién va a hacerlo? ¿Tú? Yo tengo una responsabilidad mayor de la que puedas calibrar jamás... Tienes ese lujo, tienes el lujo de no saber lo que yo sé (...) Tú no quieres la verdad, porque en zonas de tu interior de las que no charlas con los amiguetes me quieres en ese muro, me necesitas en ese muro.

J. Edgar Hoover construyó el muro con sus propias manos y durante más de cuarenta años estuvo vigilándolo como si estuviese en la frontera de Invernalia de Juego de tronos, esperando a los bárbaros.

Pero, como en el célebre poema de Cavafis, Eastwood nos sugiere que quizás los bárbaros a los que tanto temíamos éramos nosotros mismos:

Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron.
Algunos han venido de las fronteras
y contado que los bárbaros no existen.
¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?
Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.

Como Robespierre, incorruptible y fanático, virtuoso y criminal, J. Edgar Hoover es modelado por Eastwood con el trazo maestro, como decía, de un Velázquez o un Rembrandt, la profundidad de un Maquiavelo o un Hobbes y la ironía de un Lope o un Shakespeare: el FBI no deja de ser al fin y al cabo sino un GAL a la americana, es decir, mucho más grande, con mucha más clase y, sobre todo, con muchos menos complejos.

 

J. EDGAR (EEUU, 2011, 136 minutos). Director: Clint Eastwood. Guión: Dustin Lance Black. Música: Clint Eastwood. Fotografía: Tom Stern. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Naomi Watts, Josh Lucas, Judi Dench.

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